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ANTOLOGÍA

ADOLFO ARGENTINO GOLZ


De: "El Hombre Incompleto"

Cuentos. Editorial Prensa. Paraná. 1954


 

El Hombre Incompleto

 

CRISTIAN Loock sopesó la botella que tenía en su ma­no izquierda, confirmó con la vista su falta de con­tenido y con una actitud bamboleante la estrelló contra la pared.

Beber. Por fin podía beber a su antojo y he aquí que se le había terminado la bebida. Recordó los dos años pasa­dos en el hospital militar; ni una gota de nada bueno, cal­ditos, jugos naturales...

¡Puf! Escupió ante el solo recuerdo.

Dos años perdidos entre salas blancas y jardines de­masiado verdes, con sabor a desinfectante, en vez del puro aroma de las flores.

En su mente se proyectó el desfile de recuerdos, flo­tando entre una perplejidad incandescente que le había proporcionado el alcohol.

 

Tres años hacía que había partido de la Argentina para ir a Inglaterra. Fue incorporado como voluntario y luchó en el frente. Sus padres eran ingleses, él era argentino. Lo habían obligado a partir.

Sus progenitores se quedaron en la Argentina rezando por él y ante cada carta temían que les llegase la noti­cia de la muerte de su hijo único.

Fue destinado al frente de primera línea.

Allí conoció la muerte de cerca. Le fué presentada y le estrechó la mano, mas logró zafarse antes del apretón final de esos dedos descarnados.

Luego… el destino se hizo presente con una de sus ironías.

Murieron sus padres

Recibió la noticia durante una guardia. Se hallaba vigilante en su puesto de avanzada. La luz de una luna que parecía recién lavada se embotellaba en las trincheras. Vino un compañero a entregarle la comunicación: sus padres habían muerto al estallar una cocina de gas. A pesar de lo trágico del parte no pudo menos que sonreir.

Muertos por la explosión de una cocina mientras miles de hombres eran despedazados alrededor suyo y con el peligro sobre la cabeza los que vivían. ,El mismo y en ese preciso instante.

Acercó su cantimplora a la boca y sorbió los últimos restos de whisky que aún contenía. Después reflexionó.

Los sonidos del frente de batalla nada significaban en esos momentos- Melodías de trincheras escritas en penta­gramas oscuros con notas de muerte. Música infernal que retumbaba. en sus tímpanos.

Cristian Loock no veía ni escuchaba.

En ese retazo de tiempo comprendió que era preferi­ble estar solo para no estar solo.

Cristian Loock vió todo eso en sus recuerdos. Dejó vagar su mirada turbia por la habitación.

La única luz, que provenía de un velador, iluminaba el recinto. Unos destellos fulgieron de entre las frazadas en desorden.

Chasqueando la lengua Cdstian Loock abandonó su silla y se abalanzó sobre la cama y extrajo el objeto que había llamado su atención.

Con dedos torpes destapó la botella de vino y ávida­mente bebió unos soribos.

-Ahhh... -exclamó satisfecho, al tiempo que con el revés de su mano izquierda se limpiaba los labios.

Se tiró sobre la cama y mirando fijamente la luz del velador recordó el estallido de los obuses en el frente. Fastidiado tiró la lámpara al suelo y quedó a oscuras.

Su mente volvió a los tiempos de soldado.

 

Creyó que iba a sufrir después de la muerte de sus padres, pero se asombró que no tuviera la menor pena por el hecho, al contrario, se sentía más libre y con menos responsabilidad ante ellos, como un bote cuyas amarras se soltaran y navegara sin dueño, a la deriva, por su pro­pia voluntad.

Buscando placeres los encontró en el alcohol y comen­zó a beber el doble. Lograba comprar bebidas de contra­bando en los villorrios cercanos. Canjeando las más de las veces sus provisiones. Todo ello a espaldas de la moral y de sus superiores.

Fue demacrándose en un ritmo periódico de excesos. A causa de su estado recibió la herida en la nuca.

En una retirada no alcanzó a correr lo suficiente y la gra­nada explotó a sus espaldas yendo una de las esquirlas a incrustarse en su nuca.

Al principio sintió como si le hubiesen pegado un culatazo con el fusil y después un intenso dolor de cabeza, a pesar de ello alcanzó a levantarse y seguir avanzando, bamboleante, hasta alcanzar' a sus compañeros.

Un teniente lo llamó al orden por su retraso. Fué lo último que escuchó antes de perder el sentido.

Cuando volvió en si se encontraba en un hospital.

-Whisky… -fueron las primeras palabras que re­cordaba haber pronunciado al despertar.

La enfermera le puso su mano en la frente y Cristian Loock volvió a dormirse pidiendo aún -cada vez más débilmente- que le dieran whisky.

Dos años pasó en un hospital militar de Londres. Dos años perdidos. Dos años sin probar una gota de alcohol.

 

Lloró de rabia en la oscuridad de su habitación. Recordó cuando se enamoró perdidamente de su en­fermera. Era lógico. En siete meses no había visto ningu­na mujer. Lo mismo pasa siempre y es por ello que mu­chas samaritanas nunca vuelven solteras a sus hogares.

Los médicos le prohibieron el alcohol, tenía la sangre saturada y no sabía qué otras cosas le dijeron.

Volvió a pensar en la enfermera· Su nombre era Ketty Wirton. Al principio correspondió a sus sentimientos de simpatía, mas luego...

Bueno, el aviador herido ese era de mejor familia. Se casó con el otro.

Los médicos lo tuvieron en examen porque creían que tenía pertuI1baciones mentales, a causa del alcohol ingerido en exceso y de la herida; que ambas cosas se habían rela­cionado y no sabía que otro asunto de una neurosis. Con esa historia lo tuvieron dos años viviendo, tan luego vivien­do. Eso no era vida para él.

Cuando le dieron de alta volvió a su patria con un pasado cuyas letras finales estaban cubiertas de luto y desengaño.

La finca de sus padres había quedado completamente destruida con todo lo que había adentro.

Con los pocos pesos que había juntado alquiló la pieza en que vivía en la actualidad y con el resto vivía. Tenía 24 años y parecía un hombre de cuarenta.

Los recuerdos terminaron en profundos ronquidos de borracho.

 

Despertó sobresaltado al tiempo que la última de las cinco campanadas del reloj público se alejaba flotando en el eco del espacio.

Trató de encender la luz, pero recordó vagamente el destino que le había dado a su velador.

Su mano derecha se hallaba entumecida alrededor del cuello de la botella y no sin grandes esfuerzos logró llevar­se el pico de ésta a los labios. Bebió el resto y tras de dar un suspiro de satisfacción se levantó.

Tanteando se acercó a la silla y luego de trastabillar en varias oportunidades se quedó parado en el medio de la habitación, dentro de la oscuridad más completa.

Trató de mirar a su alrededor, bajó la mirada hacia el lugar donde se encontraban sus pies, como si le faltase algo, pero al parecer no encontró lo que buscaba.

-Perturbaciones mentales -masculló para sí- ano­che la tenía... y ahora.. dónde estará metida. . . maldi­ta… ya verás cuando...

Pero no terminó la frase. No habría sabido cómo.

Cristian Loock nunca supo cómo se puso su sobretodo y su sombrero.

Después salió a la calle.

Ni una luz se distinguía. A la claridad mortecina de un amanecer neblinoso la silueta esfumada de Cristian Loock avanzaba recostándose a cada momento en las paredes y casas a su paso.

Buscaba con afán lo que había perdido, pero sin nin­gún resultado positivo que le alentase. Ambuló por todos los lugares que imaginaba podría estar. Pero nada. En­vuelto en la luz espesada de cenizas seguía el hombre con su caminar pesado e inseguro.

El ulular de sirenas de barcos que navegaban en la niebla le indicó la proximidad del puerto.

-¿Dónde la habría perdido? -se interrogaba-o No podía estar sin ella. ¿Sería cierto eso de las perturbaciones mentales?

Esos pensamientos le envolvían como una mortaja. Una sensación molesta le martillaba las sienes, mien­tras su cuerpo era sacudido por espasmos de escalofríos.

En las trincheras siempre la había tenido, aún en las noches de luna recién lavada y cuya luz -recordaba­- se embotellaba en las trincheras...

Volvió a echar una mirada a su alrededor. Pero sólo encontró niebla.

Indudablemente allí no estaba.

Apretó -o por lo menos lo intentó- el paso, a la par que hundió su sombrero como si fuese un casco protector contra granadas, metió sus manos en los bolsi­llos de su sdbretodo de color gris más oscuro que esa niebla pegajosa. Cuando llegó al desembarcadero miró como hipnotizado la capa de plomo líquido que parecía humear al efecto de los vapores que de ella se evaporaban, lenta, pero muy lentamente, como si jirones de algodones sucios desprendidos, juguetearan al compás de una brisa imperceptible...

Continuaban su ulular las sirenas.

Cristian Loock miraba el agua con sus ojos grandes, inyectados de sangre.

-Se habrá ahogado -musitó débilmente- no pue­de haberse ido.

Su vista trató de horadar la niebla buscando febril­mente. Pero nada le recompensó sus esfuerzos.

Vencido por la opresión y el llanto que pugnaba por escapársele, el hombre se dejó caer sobre unos tablones.

Lágrimas amargas huyeron por sus mejillas y se per­dieron, entre la barba de varios días del caído.

Sollozaba profundamente y todo su cuerpo se contraía.

Un perro vagabundo se acercó al caído lamiéndole las o y haciéndole fiestas al ex-combatiente neurótico y borracho que buscaba su sombra.

 

 


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