De: "El Hombre
Incompleto"
Cuentos. Editorial Prensa. Paraná. 1954
Odio Natural
Es curioso -pensaba yo- cómo se podía odiar a una persona
sin tener nada contra ella, sin que personalmente me haya
causado perjuicio de alguna especie. Y sin embargo lo odiaba
profundamente, con todas mis ansias. Sin desearle mal
alguno, ni experimentar un deseo de venganza, únicamente
eso: odio, y nada más que odio.
La historia tuvo sus orígenes en la recepción que la semana
anterior habíase ofrecido en la Embajada de Italia,
oportunidad en que el Conde Salvatore Césare me presentó al
nuevo Agregado Cultural, en cuyo honor se realizaba la
fiesta.
-Señor Pezino -dijo, dirigiéndose a mí- le voy a presentar
el nuevo Agregado Cultural de la Embajada, Doctor Vicente
Liccendrini.
Era un hombre de estatura mediana, bronceado, de facciones
regulares, pero con un algo que llamaba la atención en él,
eran sus ojos. Pequeños, huidizos y con un ligero tinte de
ironía. Al hablar con él uno se desconcertaba, se encontraba
molesto y todo a causa de aquellos ojos que me recordaban
algo inexplicable.
Comencé odiando esos ojos.
Después de charlar con él unos momentos sobre temas
triviales sentí que lo odiaba del todo. Tal como era.
Me di cuenta de que ese odio era recíproco.
Nos separamos. Cada uno fue por su lado, recorriendo los
salones de la Embajada y tratando de evitarnos.
En una oportunidad había salido al balcón para aspirar el
aire de la noche. El tiempo se mostraba amenazante de
lluvia, nubarrones de plomo negro se deslizaban
silenciosamente sobre mi cabeza. Como el balcón estaba en
ángulo decidí observar el cielo por el otro lado. Al llegar
a la esquina tropiezo con una persona que evidentemente
tenía las mismas intenciones que yo' en la oscuridad me
disculpé y cuando volvimos al salón comprobé que era
Liccendrini el de mi ocasional encontrón.
Decidido a no seguir amargándome la noche, fui a despedirme
del Conde, con el firme propósito de retirarme a mi casa.
Llego a la puerta de calle y allí lo encuentro al Agregado
Cultural y, sin que pudiera evitarlo, tuvimos que compartir
el auto que el Embajador había puesto a nuestra disposición.
Hubiera preferido ir caminando. Durante el viaje no nos
dirigimos la palabra: un seco "Buenas noches", fue la
despedida.
Esa noche tuve una horrible pesadilla; soñé que Liccendrini
y yo estábamos en el infierno: Lucifer nos había colocado en
una celda en que hacía un calor horrible, asfixiante. Ambos
nos habíamos colocado en una esquina de la celda
observándonos, sus ojos le ocupaban toda la cara y su nariz
y su boca las tenía bajo el mentón y me miraba, miraba,
miraba ...
Desperté bañado en sudor y con fiebre· Llamé al médico y me
dijo que era congestión y que con unos días de reposo me iba
a curar. Y así fue pero sólo a medias. Seguía odiándolo.
Hoy se cumplía una semana de la estada de Liccendrini en
nuestra ciudad, día por día, contados con odio, hora por
hora.
¿Cómo se sentiria él? Esa era la pregunta que me carcomía.
¿Gozaría con mí odio? ¿Sufriría como yo?
Me dí cuenta que el odio puede ocupar por entero a una
persona, achatarla, concentrarla en ese sentimiento. Nunca
lo había sentido, había deseado que por venganza sucediera
tal cosa a una persona, o hacerle daño a alguien pero eso no
era nada comparable, simplemente odio, odio natural,
espontáneo. Como un hombre ve a una dama que le agrada, que
le despierta amor, pasión, deseo o lo que fuere son cosas
avasalladoras. Al estilo me acaeció con Liccendrini.
La solución al amor de una mujer es amarla ¿Era la solución
al odio de una, persona odiarla? No lo sabía, pero lo hacía.
Estaba perdiendo peso y me hallaba más demacrado.
Mis pensamientos fueron resbalando hacia la pendiente del
suicidio lenta, pero muy lentamente, como quien cae en un
letargo de opio, en que la visión de un mundo de ficciones
felices impide el esfuerzo de sobreponerse a ellas. ¿Y quién
se sobrepone a la felicidad, aunque más no sea en ficciones?
Esa noche decidí matar el odio. Matarme a mí mismo.
Era un sacrificio que valía la pena.
Serian las 22 aproximadas, tomé una silla y fui a la
terraza. También en esta oportunidad el cielo amenazaba
tormenta.
Sobrepesé el arma y cuidadosamente, como quien cumple un
acto muy delicado, "en que me va la vida", apreté el
gatillo...
Un trueno acogió el estampido en su seno.
En los diarios del día siguiente apareció la siguiente
noticia:
CURIOSO DOBLE SUICIDIO: DOS FUNCIONARIOS DE LA EMBAJADA
ITAILIANA ANOCHE A LA MISMA HORA
Anoche, aproximadamente a las 22 horas, se suicidaron en sus
respectivos domicilio dos funcionarios de la Embajada de
Italia, se trata del nuevo Agregado Cultural, Doctor Vicente
Liccendrini y del señor Federico Pezino, Secretario de la
misma embajada.
El Doctor Liccendrini hacía pocos días que se había hecho
cargo de su puesto, en el que había demostrado en el breve
tiempo que lo ocupó, gran visión para las delicadas
funciones asignadas. Lo mismo el señor Pezino, era persona
que gozaba de gran estima en el círculo de sus relaciones.
Había recibido menciones especiales por diversas tareas
cumplidas desde su cargo.
Las causas que motivaron la tan trágica resolución de ambos
y la extraña coincidencia de haberlo llevado a cabo a la
misma hora, permanece envuelto en el más intrincado
misterio. En las cartas dejadas al juez no se hace mención
al motivo que les impulsó a suicidarse.
El sepelio se realizará ...
Dos días después de la noche fatal el Conde Salvatare Césare
volvía a su despacho de la Embajada. Entre su
correspondencia encontró un sobre con el membrete de la
embajada y que venía dirigido a él con el agregado de
"personal", escrito con letras rojas a un costado de su
nombre.
Lo abrió y buscó la firma. Mucho se sorprendió al encontrar
al pie de la misiva el nombre de Vicente Leccindrini
Comenzó a leerla:
Estimado Conde:
Dejo en sus manos el destino que quiera darle a la presente.
Mi voluntad personal ya no podrá influir en Ud., pero como
amigo desearía que la quemara o la hiciera desaparecer sin
dejar rastros, sobre todo que Pezino nunca se entere del
contenido de ella.
Mucho le habrá sorprendido mi suicidio, pero más me
sorprende a mí el haber buscado la determinación de
eliminarme; pero era el único camino que me quedaba, lo
odiaba a Pezino y él a mí, me convertí en un asesino, en un
asesino de él y de mí mismo.
Le contaré una historia que comenzó hace muchos años en una
villa sita a pocos kilómetros de Roma; mi padre había
perdido a la persona que más amaba, es decir a mi madre. El
y yo quedamos solos en el mundo, apesadumbrados y con la
ausencia de esas dos grandes cosas: el cariño de una esposa
y el amor de una madre. Mi padre resolvió contraer segundas
nupcias, porque no podía continuar así, era su temperamento
que le obligaba a tal actitud. Por el mismo tiempo había
quedado una mujer viuda, tenía una criatura, se llamaba
Pezino y su hijo Federico, cuatro años menor que yo, que
tenía siete. Mi padre se casó con la Pezino.
Sucedió entonces una cosa extraña. Mi padre se olvidó de mí
y sólo para agradar a su nueva mujer se prendó del pequeño
Federico, a la vez que la madre de éste, con idénticos
propósitos, comenzó a prodigarme atenciones en demasía. Eso
despertó celos entre nosotros.
Un dia, hacia los tres meses del casamiento, Federico, que
estaba comiendo bananas, dejó las cáscaras tiradas en el
suelo y cuando mi padre se acercó para levantarlo, resbaló
en las cáscaras con tan mala fortuna que chocó su cabeza
contra la pared, sufriendo un derrame cerebral que le
ocasionó la muerte. En mi mente infantil acusé a Federico de
la muerte de mi padre y tal pensamiento persistió. Al mes,
envenené a mi madrastra sin que nadie se diera cuenta de
ello y su muerte fue natural para todos. No quiero contarle
todo.
Heredamos y fuimos puestos en colegios distintos.
El tiempo avanzó y cuando fui mayor de edad salí con destino
a la Facultad. Me recibí y antes de hacerlo me cambié el
nombre y el apellido, dispuesto a olvidar todo. Me enteré
que Federico se hallaba en América, pero no sabía
precisamente dónde, supe esos datos en el Colegio en que se
había educado. También me informaron que a los dieciséis
años había sufrido un golpe que le produjo amnesia, de la
cual no se había recuperado.
Luego me nombraron Agrega Cultural en esa embajada y fui. La
noche del baile que dieron en mi honor me lo presentó a
Pezino y vi con horror que Federico me reconocía y me odiaba
por el asesinato de su madre y en mi se despertó su
"asesinato" de mi padre. Comprendí que para mí la existencia
había acabado. Nos odiábamos tan profundamente que la
existencia hizo imposible y resolví tomar esta
determinación.
A las 22 me pondré el caño del revólver en la sien y
apretaré el gatillo, faltan treinta minutos, tengo el tiempo
suficiente de echar esta carta en el correo y volver. Ha
sido ésta para mí una manera de confesión conmigo mismo y
que llegará a sus manos y desaparecerá por intermedio de
ellas.
Reciba mi agradecimiento como ocasional confesor.
VICENTE LICCENDRINI
Finalizó la lectura. Dobló cuidadosamente el papel y lo
repuso en su sobre. Jugueteó luego a misiva, mirando pasar
unas nubes indolentes; luego, impulsado quizás por un deseo
de voluble descuido, la tiró en dirección del hogar apagado;
prendió un cigarrillo y el fósforo aún prendido describió
una extraña parábola hasta caer sobre la carta, y ésta se
consumió como el cigarrillo en su destino de cenizas.
El conde volvió a su correspondencia, mientras las nubes
seguían su marcha indolente.
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