De: "Cuentan
para usted"
Ediciones
Colmegna. Santa Fe. 1979
Paternidad
"La lágrima sola
hiere sus cuerdas para nadie.
………………………………………….......……..
"avanza y avanza
lentamente
ese ser de otro
ser que ya no existe".
LISANDRO GAYOSO
Pequeña Serenata
("'Tiempo y
Espacio") |
El sulky se detuvo junto a la
entrada del Centro Asistencial de San José de Feliciano. El
hombre que lo conducía descendió para asegurar vehículo y
caballo, luego ayudó a su acompañante a bajar la figura que,
envuelta en una manta, traía éste en los brazos. Ambos
penetraron en el edificio y detuvieron a una enfermera que
cruzaba por uno de los pasillos.
-Buenas tardes, señorita.
¿Podemos ver a un doctor?
La mujer los miró. -¿Qué les
pasa?
-Venimos de lejos -prosiguió
el que había hablado-. El muchacho -y señaló con un gesto a
la figura que traía en brazos el otro- tuvo un golpe medio
fiero. Se cayó del caballo, sabe. Empezó a largar sangre por
la boca y tiene fiebre. Por eso lo hemos traído, para que lo
vea un doctor...
La enfermera se acercó y con
una mano apartó la manta para observar la cara del chico.
Tenía los ojos cerrados, los labios y el mentón sucios por
la sangre mal limpiada y respiraba con dificultad.
- Tráiganlo por acá.
Ambos la siguieron hasta una
salita que a veces servía también de consultorio.
-Pónganlo con cuidado sobre la
camilla. Yo voy a buscar al doctor.
El rostro de ambos hombres
reflejaba un mismo gesto de preocupación, tal vez ello
acentuaba su semejanza fisonómica. Uno de ellos pensó en las
palabras de la enfermera: "Pónganlo con cuidado sobre la
camilla"; si ella hubiera sabido que venían de hacer casi
ocho leguas en sulky y por caminos vecinales ... Se miraron
sin hablar, aquel silencio blanco de azulejos, muebles y
ropas, unidos con el olor penetrante de antisépticos, los
fue ahogando. El tiempo parecía no transcurrir nunca y no
supieron precisar si habían pasado cinco minutos o una hora
cuando llegó el médico. Se trataba de un hombre joven que
inspiraba confianza en su rostro sereno. Los saludó y les
pidió que esperaran afuera.
-Tal vez, si lo prefieren, hay
un bar enfrente
-les apuntó-o Si quieren
esperar allí y después les mando avisar.
-No, gracias, doctor. Nos
vamos a quedar afuera, nomás.
-Cómo gusten.
*
La espera fue larga. Entraban
y salían enfermeras, luego lo sacaron al muchacho de la sala
y lo llevaron con la camilla rodante a otra donde había un
foco rojo sobre el marco de la puerta que se encendió una
vez que penetraron en la misma.
-Lo llevaron a rayos - les
dijo la enfermera cuando pasó junto a ellos.
Volvieron a mirarse entre sí.
No entendían de esas cosas que hacen los doctores. Sólo
esperaban que curaran al muchacho.
Después volvió a salir la
camilla y la llevaron a otra sala al final del pasillo.
Escucharon algo que había que operar, que había que preparar
una transfusión de sangre. Volvieron a quedar solos. Sus
miradas recorrían los extraños mapas dibujados por una
humedad persistente sobre los muros o se detenían en el
hueco dejado por algún pedazo de revoque caído. A veces se
oían algunas voces que terminaban perdiéndose en un
fragmentario vacío sin respuesta.
Cuando ellos ya se habían
convertido en dos estatuas de sombra, salió el doctor de una
sala quitándose una mascarilla que le cubría la boca. Se les
aproximó preocupado y los invitó a que lo siguieran. Se
levantaron y fueron detrás del médico. Los hizo pasar a una
oficina y les indicó que se sentaran.
-Yo sé que estas cosas duelen
... -comenzó diciéndoles, luego bajo la mirada como quien
examina sus manos por primera vez-- Pero tengo que
informarles que el chico murió - suspiró hondo y miró la
cara curtida de los hombres que tenía frente a sí. No
hubiera podido precisar sus edades. Adivinaba en la piel de
ellos las madrugadas, el viento, la lluvia, los soles
fuertes, el permanente contacto con la naturaleza. Y después
estaban esas manos, tan diferentes a las suyas, con los
dedos que se abren y cierran según los impulsos del trabajo.
¿Tendrían cuarenta años? Tal vez menos, uno; tal vez más el
otro...
-¿Así que murió nomás, doctor?
Lanzó la pregunta casi como
una afirmación. El dolor estaba adentro.
-Sí. Perdió mucha sangre.
Tenía varias costillas fracturadas y dos le perforaron los
pulmones. Le hicimos transfusión de sangre; en la
radiografía... - se calló porque se dio cuenta de que ellos
no lo escuchaban. Tenían la mirada puesta en un punto
lejano.
-Pobrecito... - musitó uno de
ellos.
El médico sacó un formulario
de una gaveta y quitó el capuchón a su lapicera.
-Me van a tener que perdonar.
Sé que tal vez no sea el momento, pero tengo que llenar unos
papeles. Como se trataba de un caso de tanta urgencia no lo
hice cuando llegaron.
-Diga, nomás.
-¿Nombre del chico?
-Carlos Peralta.
-¿Alguno de ustedes dos es el
padre?
-Somos los dos, doctor.
Dejó de lado la lapicera y los
miró.
-¿Cómo los dos?
-Y la cosa es así.
-Francamente no entiendo. Si
me pueden explicar...
Entonces relataron su
historia. Eran hermanos, se llamaban Mindo y Lucio Peralta;
tenían un campito en las cercanías de Paso Bogado, allí
sembraban algo de maíz, alfalfa y trigo, cuando les venía
bien la vuelta. La propiedad la habían heredado de los
padres. También contaban con un poco de hacienda, todo lo
cual lo trabajaban los dos solos. Años atrás, se les
apareció un buen día una muchacha. Contó que era de San
Gustavo, que se había fugado de su casa engañada por un
camionero que al final terminó por abandonarla. Pidió
permiso para quedarse con ellos, para atenderles las cosas
de la casa. La aceptaron y ella les dijo que se llamaba
Erminda Gómez y que no tenía documentos. Con el tiempo y
como la cosa más natural del mundo, empezó a tener
relaciones con los dos hermanos. Ni Mindo ni Lucio supieron
quién fue el primero, pero aceptaron la situación. Como a
los dos años de estar con ellos quedó embarazada y nació el
Carlos. Ninguno de los tres pudo determinar nunca quién era
el padre, de manera que ambos asumieron la paternidad.
-¿Y la madre se quedó en el
campo ahora? -preguntó el médico.
-La Erminda murió, doctor
-replicó Mindo-. Hará cosa de cuatro años. Le vino una
fiebre muy fuerte. Se la llevaron a doña Hortensia, usted
sabe, es la "médica" de la zona. Dijo que tenía mucha
presión, se la quiso bajar con harina de mandioca disuelta
en agua hervida, pero no hubo caso. Así que allá la
enterramos, al pie de un sauce donde ella solía sentarse a
coser o a hacer sus tejidos.
-¿Y no dieron cuenta a nadie
de su muerte?
-Y no. ¿Para qué, doctor?
Hubiera sido para líos.
El hombre de la chaquetilla
blanca movió la cabeza con perplejidad. Luego retornó a
completar el formulario y a llenar otros papeles, mientras
ellos esperaban pacientemente.
-¿Nos podemos llevar el
cuerpito?
-Sí. Les estoy preparando el
certificado de defunción.
No comprendieron eso del
certificado de "defunción", pero les daba lo mismo.
Comenzaba a afilorarles un cansancio enorme, unas ganas de
abandonar aquel edificio donde transitaba el dolor y a veces
la muerte. Querían compartir entre sí su tristeza, en
silencio y en la soledad de su paisaje perdido casi entre
los montes.
Firmaron con letra torpe en el
lugar en que les fue indicado. Recibieron un papel doblado
en cuatro y luego un hombre los llevó hasta la morgue de
donde retiraron el cuerpo del chico envuelto en la misma
manta. Ahogaron un sollozo mientras se dirigieron hacia la
salida. Afuera ya estaba oscuro y se despidieron casi en
silencio. Subieron al vehículo con su penosa carga y
emprendieron el camino del retorno.
Sin hablarse entre sí ya
habían convenido cada uno, mentalmente, enterrar el chico
junto a su madre, al pie del mismo sauce.
Mindo sostenía las riendas,
más que conducir, se dejaba llevar por la marcha del
caballo. Lucio, mientras tanto había extraído el certificado
de defunción extendido por el médico, sin desdoblarlo se lo
tiró en la cara al viento de la noche, como no lo había
leído, tampoco se enteró nunca que el doctor había escrito
en uno de los renglones: "de padre desconocido".
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