(De la primera parte)
Pido al Numen del Monte que me preste
su voz agria y tremenda,
para decir del Paladín agreste
la bárbara Leyenda.
Trueco el arpa sutil de suave acorde
por el bronce potente
que simula en su lírico desborde
músicas de huracán y de torrente.
Para salvar la inmensidad sombría
desandando el camino recorrido,
también la Musa que mis pasos guía
dejó su blanca veste, y ha ceñido
no sé qué burdo y áspero ropaje,
y con la cabellera destrenzada
me precede solemne y abismada
en la actitud de un ídolo salvaje!
Voz que en el aire de mi tierra flota
como divino acento
que no halla traducción en el lenguaje;
larga quejumbre, dolorosa nota
con que pide perdón la rama rota
bajo el sonoro látigo del viento;
rumor que sobre el ámbito infinito
gime desde hace siglos, persistente
como el último grito
de un supremo dolor sobreviviente;
eco perdido en las inmensidades
que al corazón absorto se le antoja
el cósmico clamor de las edades,
en el misterio de la tarde roja
como teñida en sangre, o en la noche
que vé pasar los manes
originarios; póstumo reproche
de caciques charrúas y minuanes;
lamentación inmemorial que lucha
por perpetuar su lúgubre alarido
y que en las abras yertas del Olvido
la Eternidad indiferente escucha…
Esa es la voz que pido
para decir del Paladín agreste
la bárbara Leyenda…
¡Que el Numen de la Selva me la preste
y que el nuevo sentir me la comprenda!