Montiel, región de fábula, reinado
que custodian fantásticos vestiglos,
está en su soledad como abismado
desde hace muchos siglos.
Sueña el hosco monarca
tendido en su dominio misterioso
que una extensión incalculable abarca.
Riza la crin del monstruo silencioso
el vuelo de las aves carniceras
y allá, de tanto en tanto,
le regala el bramido de las fieras
su melopea de infernal espanto.
Bajo la espesa ramazón circula
como sangre del mundo, el arroyuelo
que a largos trechos su cristal azula
en una fiel duplicidad de cielo.
Los claros del follaje
dan la impresión de que la Selva hubiera
plegado su ropaje,
para que hasta la entraña traicionera
la claridad del firmamento baje.
El viento apenas en su flauta exhala
un monocorde acento suspirante
y no se atreve a desplegar el ala
con miedo de que el monstruo se despierte
y quiera en un instante
mostrar su garra inexorable y fuerte.
El pájaro escondido
con un desborde musical irrumpe
desde la rama en que formó su nido,
pero a poco su música interrumpe…
Mas la tacuara diminuta y grave
su voz inmune en la quietud levanta,
porque el siniestro rey enternecido
no sabe todavía si es un ave
o si es apenas una flor que canta…
Ella en cantarle y en volar se empeña
(es un ritmo y un ala su destino)
y al Monte como un título le enseña
con la inmensa virtud de ser pequeña,
la alta y sagrada profesión del trino.
Sendero que devora la maraña
desconcierta su rumbo y extravía,
pues llega escaso a la abismal entraña
el poderoso resplandor del día.
Entonces, sólo el gaucho levantado
contra la Ley, en su jornada errante,
penetró al laberinto inexplorado
y midió su grandeza obsesionante.
Las densas, apretadas ramazones
al nómade infeliz brindaron techo,
y cuando el hombre se miró en el pecho
rasguñado por todos los pesares,
se hermanó con los perros cimarrones
y buscó la amistad de los jaguares.
No hallando en su orfandad otro camino
que el de la Selva cómplice y amiga,
en un duro intervalo de fatiga
anudó con la Selva su destino.
A igual que el pobre lobo de Francisco,
bajo la rencorosa saña humana
hasta rozar la bestia se hizo arisco,
y como en el regazo de una hermana
volcó su corazón en la espesura
que mejor que las almas se renueva,
y retoñó en la sombra su bravura
para una gesta nueva!
Habló con el temido, cara a cara,
y en su ostracismo bochornoso y largo,
le presentó como divina seña
un trino… pero un trino muy amargo…
Y como la tacuara,
mostróle su alma, -un poco más pequeña,-
grande a su modo pero nó tan clara.
Duerme Montiel su sueño milenario.
Los Ríos, con sus hálitos más frescos,
halagan al Cacique solitario
como dos abanicos gigantescos
que fueran dos barreras naturales
de la heredad, y a ras de cuyas olas
los discos de las lunas estivales
brotan como tremendas amapolas.
Y en las visiones que el ocaso fragua
sobre el caudal movible y agitado,
su tumba con el sol dentro del agua
la cabeza de un indio degollado.
Montiel entonces la melena agita
pues la ficción por verdadera toma,
y su pecho palpita
y la garra se asoma…
Y cuando su inquietud sale al encuentro
del recuerdo obsesor que lo despierta,
oye bramar adentro, muy adentro,
los manes vivos de la tribu muerta!