PROLOGO DEL LIBRO “ANTOLOGIA POETICA”. POR JORGE ISAÍAS

Firme en la idea que nada aclara ni agrega a las piezas que el lector tendrá en minutos ante sus ojos, un prólogo es una excusa para inscribir unas líneas cariñosas que por suerte no transgredirán la transparencia nada inocente de la poesía. Felipe Aldana quería “Un cantor que cantara no hacia el corazón sino del latido”. Bello hallazgo y bello afán que plasma en el detritus de unos versos que un hombre acumula durante toda su vida, ramificando con hilillos de su propia sangre. Como un corazón que latiera según su énfasis y su propio tiempo ello se ajustaría a una pormenorización dispar, elegida después su latido.

Porque hay una pulsión que el poeta sigue, que es tal vez involuntaria a veces, pero responde sinceramente a esa inquietud.

Si hay una poesía que entre sus pliegues esconde algún sentido como la replegada pulpa seca de una nuez, creo palpar en esta poesía que seguirán a mis palabras una cla-ridad como aquella que Juan L. Ortiz decía ver en el aire de Entre Ríos. Porque, aún no explícita, porque aún, no “mostrada” en su iluminado esplendor ella derrama ese énfasis que no es sólo paisaje. Allí también late la historia, la injusticia, el justo anhelo de liberación de los pueblos.

Si el poeta no es sino la voz de los anónimos o aquel que resume en su discurso “la palabra de todos”, ese bello destino es mucho más diáfano si como en este caso resulta ser una actitud consciente.

Desde los ya lejanos días en que Calgaro dirigió con otro poeta –Raúl García Brarda- la revista La Ventana, ha sido una especie de referencia inevitable en toda empresa poética que se gestara en la ciudad. Recordemos se paso que dicha revista llegó a tirar una cantidad de ejemplares en sus últimos números que excedió largamente las expectativas en este tipo de revistas independientes, que tanta eclosión tuvieran en aquella década del sesenta.

De Orlando F. Calgaro es aquella hermosa frase que pronunciara refiriéndose a ese cálido amigo, fino poeta que fue Raúl Gustavo Aguirre “el hombre que nos ayudó a vivir”. A él también podría aplicársele esta frase que es su hallazgo.

Un prólogo es una acumulación de palabras inútiles.

Una lectura es un “palpar”, un “goce”, un encadenamiento de figuras, complicidades que uno comparte.

Si yo paso la mano, suave, sobre la promontoriedad de estas líneas, acucio sobre la luz que explota como aquel bañado con los pájaros en bandada que viene del Gualeguay.

“El país de los arroyos” no sólo nos dio buenos caudillos que hicieron la causa nacional, sino que produjo grandes poetas, gente de firme corazón, donde el valor cívico, la miel del cariño y el rigor cárdeno de las cosas diarias fueron deslizados de nostalgias.

Si paso la mano sobre los versos de Calgaro, no es la emergencia sin embargo de lo que noto, sino la luz que me estalla sobre los ojos. Porque esa poesía sin embargo se repliega en lo mínimo. (¿Un gorrión? ¿Unos mates? ¿Los arroyitos de su tiera natal?). No se. Sus versos están. Su materialidad es evidente. Se podrá no comulgar con su estética, pero ellos encadenan en su esplendor más opaco y son pese a las formalizaciones (¿Respiraciones?) diversas de una coherencia notable.

Pienso en “Los métodos”. Allá por los años 70 produjo entre nosotros un admirado estupor. Esa intertextualidad hecha con una solvencia cuyo desparpajo no descarta el hondo respeto hacia los autores elegidos. Son poemas de una cerrada unidad, de la virilidad nada complaciente.

Me gustaría que estas palabras se leyeran más como una complicidad y un afecto que como una disputa de un texto que puede aparecer descriptivo pero que no es sino el motivo –la excusa- para producir el efecto de ese afecto.

Al poeta creo que le compete aún exhibir desde los bordes del poder, emerger en sus fisuras y decir su palabra “aunque no se rompa”.

A veces he pensado: ¿qué es un poeta? ¿Quén escribe de manera encolumnada largas y aburridas tiras que obtendrán su “premio” con la publicación en el suplemento dominical del diario de turno? ¿Qué hacen en su materialidad esos versos que siempre están refiriéndose a algo más amplio, más abarcador, menos “literal”? Creo que fue Barthes quien dijo (escribió) –y con razón- que sin significante no podría existir literatura “ni ninguna otra cosa”. A veces al lector sólo le interesa deslizarse por esa cadena que lo guíe hasta su propio goce. Uno puede recordar disímiles maneras de leer y habrá tantas como hombres lo intenten.

Uno puede cerrar el libro y sin saberlo sentirse feliz. No habrá libro que no modifique algo en nosotros y “todo poeta no dejará una línea que nos acompañará hasta el fin”.

 

Rosario, mes de octubre de 1985.