Catorce años, siete meses, y algunos días. Cumplí con la justicia. Lo anticipo porque no pretendo agazaparme como una gata y sorprender al lector, pasé trece años y nueve meses en la cárcel. Hoy, a casi un año de recuperar mi libertad, puedo cumplir conmigo y a la manera que me debía, la de escribir.
PRE: Su nombre no importa. Al momento de verla por primera vez, recordé las palabras que un rato antes me habían dicho al rechazarme un trabajo: dejaste pasar la idea, deberías haber empezado a escribir cuando la tuviste ahí delante, como primera luz. Ella salía de un bar y ciertamente irradiaba una luz única, una luminiscencia vale decir, desconocida para mí. Dejaste pasar la idea y empezaste tarde a escribir. Tarde es cuando todo se escapa, o se disloca y se pierde aprehensión de lo que se desea narrar. Narrar es asir lo que escapa a la vida ordinaria y darle un engranaje propio, narrar es vivir un poco más de lo que se vive; aunque también vivir puede ser en si mismo un hecho narrativo. Tal que se pone el cuerpo a las letras, se pone letras al cuerpo. Y si la escritura es un proceso del caos al cosmos, como también he leído por ahí, la vida entonces también lo es, o tal vez lo sea pero a la inversa. Suelo hacer este tipo de analogías mentalmente y sobre todo entre estos dos impulsos emocionales. Escribir es ante todo un impulso emocional para mí, muy afectado al deseo y al placer, a lo íntimo.
Pero no quiero decir aquí nada ni del hablar ni del escribir, ni mucho menos desde dónde cuernos hablo o escribo yo. Quiero contar en este texto, que es ante todo una confesión, una pequeña historia de desesperación y desquicio, porque realmente es esto último, aunque en cierta medida conciencia virgen también.
PROCESO: Por la figuración filosófica del mundo si se quiere, en el momento en que la vi, abordó mi cabeza aquello de proceso de un caos a un cosmos. La miré y la conocí y la comprendí mucho más de lo que cualquiera que la conociera pueda comprender. Cómo hacer entonces, o cómo iniciar en esa misma primera luz, el camino que me llevaría al cosmos de habitar su alma, meterme y quedarme en ella como ella lo hizo en mí. Porque amo con el cuerpo y amo con el alma. Pero al cuerpo con el cuerpo se llega, y esa fue la fisura que nos quebraría después. Soy una mujer hormonalmente exagerada.
Supe enseguida que ella no lo quería, o talvez si, pero no como él a ella. Eran las nueve de la mañana de unos primeros días de otoño y ella prefería el abrigo de una chalina a su brazo en el hombro. Damián, su novio; aprendí el nombre después, al otoño siguiente, hace más de quince años.
Yo caminaba sola por la plaza hacia ningún lado, lo hacía siempre. Entonces los veo, la miré, no dejé de mirarla. Nunca pensé que era yo una persona posesiva, nunca antes hasta ese momento. Hasta puedo verla ahora mismo, levanta su pelo y se envuelve en la chalina que después supe obsequio de Damián. En esa primavera siguiente la tiramos en una plaza en el Tigre, y compramos la otra que después usaríamos las dos.
Se ve en el andar si una persona es feliz, o al menos se ve perfectamente cuando no lo es, yo lo supe mirándote caminar con él. Salieron del bar y a mitad de cuadra entraron en tu casa. Eso también lo supe, por la manera en que él esperaba mientras vos abrías la puerta. Yo quería su lugar, recostarnos en la cama, oler en tu respiración el tibio desayuno del bar. Pensaba todo esto y no quitaba los ojos de la puerta cerrada. Nariz con nariz dormirnos y esperar esa hora en que todo finalmente despierta, y no despertar. Esa era mi cabeza entonces. Y más, imaginé una vida y nunca te había visto hasta esa mañana. Dulce tus mejillas blancas de frío y tus labios rojos y redondos. Recuerdo que pensé un rayo que te atraviesa en el medio del pecho en el patio, o algo así. Así es este amor, te había dicho después y nos reíamos, ningún francés lo pudo haber dicho mejor.
Hice mal o hice bien, pero pasé cinco veces por la vereda de tu casa. Quería escuchar si hablaban, si ponían música, si peleaban. No lo querías. Y entonces más, si me conocieras me amarías. Te metiste en mi cabeza así, como un rayo.
Un rato después saliste para comprar cigarrillos. Entré al quiosco justo cuando los pedías, lo mismo para mi me escuché decir. Y el hombre nos unió inconscientemente, preguntó si estábamos juntas, sonreí. Yo no fumaba en ese tiempo, saliendo del quiosco dejé el paquete de cigarrillos en una ventana.
Al día siguiente no la vi y al siguiente tampoco. Era un fin de semana largo y recibí la visita de mi madre. Mi madre, pude salir con un permiso especial a su entierro.
Era el lunes de ese fin de semana cuando tomó el 52, sola, y yo caminando con mi madre en la plaza. Bastó haberla visto para que no dijera más ni una palabra. Mamá nunca se daba cuenta de nada y por lo tanto siguió hablando sola, del verano anterior, de la enfermedad… Ese mismo día feriado era el último de mis cinco días de vacaciones, reserva de los quince que tenía a favor, con que claridad lo recuerdo. El horario de mi trabajo borraba mañanas enteras y medias tardes. Nunca me sentí así, desgraciada es la palabra. En qué momento la vería. La imposibilidad de generar un encuentro me angustiaba. Miraba la casa, iba al quiosco a comprar cualquier cosa, me paraba en la vereda solo porque sí. Hasta que levanté el alma otra vez cuando bajé de quince a cinco las ventas en el trabajo, eran mi sueldo y no tenía otra opción que levantarlas. El gerente habló conmigo, dije que no se preocupara, que solo era un mal momento personal; un proceso interno (vaya giro del término, así terminé casi catorce años, interna once veinticuatro). Se quedó conforme el jefe, notó convicción de mi parte y de íntimo también. Lo vi en su gesto, torció blanda la boca hacia abajo como diciendo si usted lo dice… y no dijo nada, y me miró bien. Agradecí que no me cuestione, que me escuche. Y mi proceso no era otra cosa que la insipiencia de una idea finalmente oscura. Y eso lo vi en mi cara tiempo después, a la mañana, en el espejo.
CAOS: Salí del baño secándome la cara. La chalina colgaba del perchero. Ella va a volver a buscarla pensé, hace frío afuera y acaba de salir. Puse en su lugar la toalla de manos y fijé mis ojos en el espejo. Fui después a sentarme.
La estaba mirando le digo, cuando veo que su brazo entra por lo puerta entreabierta y su mano la toma. Es mía responde, deja abierto y se va.
Tu ingenuidad fue ir a verlo justo ahí. Yo hice que conozcas ese lugar, y allí nos conocimos y nos dijimos el alma en palabras. Siempre lo supe, pero dejé que sucediera. Y así fue esa mañana, porque entendí también que él sabía que en ese lugar, que yo, que nuestra convivencia. Aunque no me conociera la cara no importa, sabía de mí, aún es insoportable pensar en eso. Cerré yo la puerta y me clavé en la ventana para verte salir. Caminabas tan distinto a cualquier otro día. Como cuando te encontré y me acerqué a vos en la calle. Te paré casi tomándote del brazo en la vereda de un bar y te dije que me acompañaras con un café, sin vueltas, y aceptaste y terminamos tomando una botella de vino más tarde. Me acuerdo que lo llamaste y le dijiste que habías conocido una amiga y que a él no le importaba dónde estábamos, y terminaste mandándolo al carajo. Ahora te veo por la ventana ir atravesando la cuadra, con la chalina en la mano casi tocando el asfalto. Entonces recuerdo mis ojos abrirse solos y el pecho empujarme calle. Corrí dos cuadras y me adelanté a ella, llegué antes a la casa. La casa del museo que tiene un jardín de cuento de hadas. Allí habíamos caminado y hablado tanto. Allí nos vinimos a vivir juntas a mi casa dos meses después. Allí fue la primavera, nuestros primeros diálogos, el lunar en tu nuca, la pestaña en la yema de los dedos. Entré un poco agitada. Saludé y levanté un programa y pedí para salir al patio. Caminé rodeándolo mirando cada calle del jardín. En una de ellas estaba sentado él. Vio que me acercaba, saludé y le dije busco a Pedro, yo soy Damián, me respondió tapándose el sol con la mano para verme la cara. El profeta maléfico, pensó mi cabeza hablando en mi boca…Creo que se sonrió. La punta se hundió fácil en el costado y envolví rápidamente el cuchillo en el programa del museo. Alargué el paso y me perdí entre los pasajes del jardín. Lo imaginaba doblándose y cayendo del banco a mis espaldas.
COSMOS: Abrió la puerta y entró sin decir nada. Caminaba por la sala mientras yo la miraba. Esperaba ver como descargaba la ira en rojo de sus mejillas y sus labios apretados. Abruptamente me miró distante a los ojos ¡Qué hiciste estás loca, como pudiste...! Y gritó mi nombre ¿Me vas a denunciar? Respondí ¿que esperabas, que lo salude con un beso y le diga yo soy la le besa la espalda?! Y volvió a gritar mi nombre. Cállate vos y fíjate lo que haces. Lo veías ahí, sabías que esto iba a pasar, que no me quedaría sentada, que no soy un forro de bolsillo. Estás enferma me repetía. Yo la veía enloquecer, caminar cada vez más rápido sobre sus propios pasos, ir y venir, fumar y echar humo. No me decía nada. Yo esperaba que se disculpara, que me dijera que solo lo vio una o dos veces porque necesitaba hablar con él porque estaba mal o algo así, y no, nada. Hasta llegué a decirme que quizá lo hiciste para que yo reaccionara como lo hice y hacer el trabajo sucio de sacárnoslo de encima. Nada de eso, no importaba lo nuestro, lo mío, mi vida. Y no se daba cuenta, ya ni me hablaba ni me miraba, sonaban sus tacos en el piso. La casa era una penumbra de humo y cortinas cerradas, un silencio espantoso, y sus pasos.
Y entonces abrió la puerta, apareció ahí parado, con una venda sobre la remera, la campera abierta y la mano derecha sobre el costado izquierdo. Se me vino encima y me paré, alcancé a esquivarlo y empujarlo por la espalda y cayó de boca en el sillón. Me di vuelta y te vi con las manos en la cara. Él se levantó y me sacudió un golpe con el puño. Casi me voltea. El velador de bronce tambaleó también en la mesita junto al sillón. Recuerdo verte cubrir los ojos en la chalina. Volvió a golpearme y esta vez lo tapé con mis brazos y lo pateé entre las piernas. Entonces el brillo del bronce trazó un arco letal sobre su cabeza inclinada.
Quise abrazarte, temblaba tu espalda. Policías y personal del hospital corrían por la escalera y yo te besaba la boca llena de lágrimas.
Supe que era el final y me entregué sin fuerzas desmayándome sobre uno de ellos.
De: Ratón Blanco (Colisión Libros. Buenos Aires. 2009)