Para mí, la alegría
era el viento meciéndome
en la más alta rama
de un curupí
en la orilla del arroyo
y ese sol de la siesta
tocándome la espalda
con su áspera ternura.
En ese iluminado
sitio aéreo, tenían
mis pies descalzos
su verdadera importancia.
El niño solitario,
en ese instante,
adoptaba actitudes
de pájaro, y cantaba.
Las palabras del canto
eran oscuras, pero
él reconocía su sentido,
sabía qué colores
qué rumores de hojas
traducían, qué silbidos
de calandrias nombraban.
Regresaba sonriente
y ocultaba los ecos
de su canción de siesta,
guardados en lo íntimo,
muy adentro,
como pichones tibios
en su nido.