¿Y después de todo y de todos los intentos, me digo ahora, de definir a la poesía hay un mayor acercamiento que el que la asimila a las operaciones de la magia? Una magia que produce el efecto –en su formulación absoluta- de que no podría haber mundo sin ella y que nos hace ejes de esa perplejidad.
La obra de todo poeta que se precie de tal, pretende sostenerse en ese punto ilusorio en que el mundo comienza a reinventarse; como a comenzar de nuevo.
Esto es lo que logra Leites, un mago entrerriano al que es necesario tener en cuenta cuando se hable de poesía y de poetas en la Argentina. Mago, claro está, como el extraordinario poeta que es.
Leites resuelvo el conflicto que lo acecha –como a todo lírico- entre “lo poético” y la poesía con un tema como la memoria que se presta a toda clase de fáciles difuminaciones. Pero donde otros abusan de ellas, él pone precisión.
La memoria como resonancia de una música perdida a la que se sigue escuchando pero ahora como un ruido de fondo: el ruido de un naufragio, el del hastío, el de esa pérdida.
Pero no hay efectos lacrimosos. Leites exprime su materia: ninguno de los recursos de un sentimentalismo barato o del sentimiento bastardeado turba la eficacia de una poesía envolvente, densa, rigurosa, como es la suya. Una poesía del sentimiento del mundo como diría Ungaretti.
Fulguraciones, eso sí, de pronto, de la belleza e intensidad de la vida cuya realidad trabaja en abierto misterio:
(…) alucinado, sí, por esas manos que siguen
el juego de las gotas de agua que tocan
su pubis. mojada ahora, sí, mojada y absolutamente conciente (…)
que termina con esta inesperada variante de “La carretilla roja” de Williams. Leites reescribe:
(…) una mujer desnuda
con el pelo mojado
y un toallón naranja
yéndose en su Renault
mientras la luz
declina.
Con estas líneas finaliza el poema VI de La música perdida, primera sección del libro. Ese texto, una obrita maestra en sí misma, es magia pura, tanto como decir el exceso de una dicha: la del propio texto.