LA PIJA DE ORO

 

  La recuerdo como MACHOTA, sí, leíste bien. Machota.  Me encaró una vez durante mi estadía en Córdoba, dentro de un hostel de aspecto sucio. -“Tenés cara de torta”- dijo- mientras me invitaba una cerveza que transpiraba sobre la mesa del patio común.

-¿De qué?- dije incrustando un beso en la birra.

-De torta- murmuró mientras se agarraba las puntas del pelo quemado y miraba para abajo.

  Esa chica tenía tics nerviosos, definitivamente. De los siete días que había pasado en “El amanecer del Sol”, así le decíamos a la ratonera, jamás la había visto quieta ni sobria. Tenía ojos amarillos y un flequillo cortado por el peor manos de tijeras del mundo.

-¿Ya estuviste con…?

-No- me precipité- cayendo en ese afán de las lesbianas de creer que todas son lesbianas – Bienvenida al devenir. Tiempo después le hube contado a Belén esta historia y nos destartalamos de risa en algún balcón, o en algún pasto húmedo.

-Dormí conmigo esta noche- dijo, sin vueltas- de la homosexualidad no se vuelve.

  La miré y escupí una carcajada con espuma. Siguieron dos o tres cervezas más y extrañamente no intentaba escaparme todavía. Me gustaba la Machota. Me metía dentro de una bola que no llegaba a ser de cristal, sino un cartón medio podrido y arruinado por el que me arrastré sin darme cuenta a su habitación. Subí a la cucheta, sí, encima le había tocado la cama de arriba, vaya suerte la mía.

-Dame un segundo, ya subo- dijo- mientras acomodaba las puertas del ropero que se caían a pedazos. No sé como escaló tan rápido hasta mi cima, pero cuando quise acordar ya estaba sobre mí. Al tanteo, cacheteando la oscuridad, se lo iba acomodando. Me dio un beso y me alcanzó un lubricante de paquete viejo, probablemente vencido.

-Ponete esto o te va a doler-  dijo en tono de chiste la machota en mí oído, muy orgullosa de su pija de oro.

   Prendió el velador y ahí estaba su anexo de verga, grande como el obelisco.  Lo que siguió fue una avalancha de vómitos, si mal no recuerdo. La machota me echó de su cuarto. Me dijo que era una ridícula y que no se me ocurra volver. Que había perdido una gran oportunidad, porque ella no era así de buena con nadie.

  La machota tenía manos firmes y, después de todo, le debo muchas cosas. Una campera limpia de vómito y las yemas de los dedos más suaves que tuve el placer de conocer después, entre más.