Venías de tu predio sonrosada de aurora
por el camino niño que nació de tus huellas;
tus pupilas traían las últimas estrellas
y tus labios las dulces canciones de la hora.
Santificaba el blanco vellón de los corderos
la caricia rosada de tu mano sedeña;
y a cada nota alada de tu boca risueña
se llenaban de gracia musical los senderos.
Te vi aquella mañana fresca de tus quince años
sembrando de poesía los predios aledaños,
y hasta el bosque lejano te siguió la congoja.
Una lágrima mía copió el primer lucero
de aquella tarde triste, y todavía espero…
Sin duda te halló el lobo, caperucita roja.