Si como antes la boca de besos, los ojos de sonrisas o lágrimas,
hoy te llenara los oídos con tantas palabras nuevas
en las que no reconocerías ni el ímpetu de mi antigua voz
-aquella ardiente voz que alumbraba tu nombre
y se ponía, atardeciendo, por el oeste de tus ojos-
si te atrajera acá una última delicia
engañándote con la promesa rumorosa del álamo
que oscuramente vieras agravarse en ciprés
y me oyeras de pronto la voz transfigurada,
íntima del camino que comienza con la rosa ofrecida
y aprende a concluir en un silencio sin adornadas
manos compañeras,
si nevara a tu lado mi voz,
sólo podrías ofrecerme la muerte que alentaría en tu latido
acunada en la dulce ramazón de tus venas despiertas.
Desde tu nombre a mi alma no cabía el silencio
porque se me llenaba de bellas sílabas recónditas
que hoy descifra una soledad desde la que nunca podrás oírme.
Sílabas que tengo que pensar como el adiós, como el olvido,
como la muerte de que ya morías hacia este oscuro instante, desde entonces.
Hoy pudiera decirte:
mírala sin descanso,
mira la muerte alegre,
laboriosa, creando,
para que permanezca esta luz otoñal que invade hasta los túneles.
¿No es suyo este amarillo de la estrella,
del corazón, de la esperanza, del deseo,
de la madrugada en tiernos labios,
de las montañas, de las mariposas,
de la palabra amor?
Ya no vemos las hojas caídas porque todo es Otoño,
porque la muerte influye sin fatiga,
resplandeciente, impávida.
Convocada en mí mismo,
juntos tú y yo, desde esta voz amarga
donde te vas muriendo para mí,
donde has muerto hasta el borde de los labios,
en esta única estación del tiempo para siempre
-¡oh terquedad de Otoño!
vería hasta lo alegre de tu rostro, la luz de tu hermosura,
con un temblor mortal de despedida.
del libro Presencia por el aire (1944)