Por Claudia Masin
Los spirituals nacieron en las plantaciones donde los esclavos negros eran explotados en jornadas interminables y extenuantes. Sin embargo, no solo eran cantos de lamento. Estaba el lamento sí, pero también la celebración, la fe, la dicha. La poesía de Stella Maris Ponce reúne también, como esos cantos desgarradores y hermosos, emociones ambiguas y complejas, como si nos dijera que el dolor siempre contiene un pequeño brote de alegría, desde el cual habrá de crecer y manifestarse. Y viceversa. Emma Goldman, la célebre anarquista lituana, escribió: “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”. Los spirituals son cantos que llevan en sí un núcleo de desobediencia: dicen lo que los oprimidos tenían prohibido decir, expresan el pesar pero –y esto es lo verdaderamente revolucionario- también la dicha de la pura existencia humana. Son la prueba de que es imposible encerrar el espíritu de lucha, la rebeldía, la fuerza vital de una persona, aunque se la intente humillar, reducir a su mínima expresión, aniquilar. Dice Ponce en un poema: “en otro lugar alguien escribe por mí/el grito/ que hace falta” Eso hacen los spirituals, eso hace la poesía, escribe por nosotros el grito que hace falta. Escribir poesía es ser hablado por los otros, por las zonas desconocidas de uno mismo, por las voces que hemos escuchado, por las que han quedado impregnadas en nosotros y a través de nosotros reverberan para ser escuchadas. La poeta dice también: “Escribo./ Otro temblor acecha/ la respiración/ Entro y salgo de mí.” En este libro, Stella Maris Ponce entra y sale de sí misma, entrelazando esos cantos centenarios nacidos en una tierra lejana con las historias próximas, las de la propia infancia, los encuentros imprevistos y entrañables, el resplandor intenso de los paisajes amados: “caminamos, sembramos/semillas de palabras/contemplamos, detenidas/un patio pequeño cubierto por la enramada/una gallina y los pollitos en la heredad/abierta de la casa donde todo se pierde/salvo el rojo rabioso de las estrellas federales/insertadas en el alambrado como estampitas”. La escritura misma es, también, uno de los grandes temas de este libro: esas semillas de palabras que, en medio de la experiencia sensible con las cosas del mundo, empiezan a encontrar su pequeña, humilde porción de tierra fértil, la proporción justa de luz y oscuridad para lanzarse a crecer. En el mismo poema, escribe “el silencio nos envuelve/volvemos/las palabras van cayendo en un lecho oscuro/cargadas volvemos/como hormiguitas/traemos hileras de nombres/y las cosas van quedando atrás/despojadas de su casa/ en el corazón de la isla/ Habrá que buscarles abrigo/en algún poema”. El poema, entonces, como el canto, es el lugar donde darle abrigo a las voces que nadie escucha, a las cosas hermosas que hemos perdido, a los seres que queremos recordar. Su tiempo es un tiempo suspendido: ni entonces ni ahora. El tiempo en que nada había empezado todavía a marchitarse, el tiempo al que es posible regresar encontrándolo todo intacto: la poesía, como el canto, embellece lo que toca. Dice Bachelard: es necesario embellecer para restituir. Es decir, la belleza que la poesía y el canto le otorgan a las experiencias no es superficial, no se trata de un adorno sino –nada menos- que de una manera de recuperar aquello que de otra manera estaría perdido para siempre: sólo transformado por la belleza, el pasado puede retornar, transformado en música, en palabras intensas y leves como el viento que se levanta antes de las tormentas.
Spirituals, de Stella Maris Ponce, es un libro delicado y conmovedor, capaz, como el spirituals mismo, de enlazar las fibras dañadas con las que permanecen sanas, de convertir en celebración aquello que en su origen fue tristeza, de hacer oír, en medio del más frío y desalentador silencio, la fuerza de esas voces que cantan a coro melodías hermosas, sostenidas en la única riqueza que les queda, la más rara y preciosa: la esperanza.