El salón estaba limpio, pocos pelos en el piso. Mechoncitos como de gato caían de la gris cabeza de una vieja. Una cabeza chiquita, reducida por los años; no mucho que cortar, acaso veinte minutos.
Atravesando la ventana, el haz de luz revelaba pelillos suspendidos en el aire. La sequedad en la garganta obligó el carraspeo. Tanteó la plata en el bolsillo y se sentó en el borde de un sofá, enfrentado al gran espejo, viendo que no estuviera nada fuera de lugar en el asiento.
En las paredes colgaban retratos de actores y actrices de moda, deportistas, modelos con peinados que él jamás usaría. Había también uno de esos cascos secadores que le hacían pensar en la tele transportación cada vez que veía uno. Un casco, anaranjado con un acrílico azul como visera, por el cual, o se era abducido, o se le conificaba la cabeza a quien lo utilizara de manera incorrecta. Pero todo transcurrió sin anormalidades y ninguna partícula fue desmaterializada o abducida en aquel salón. Tal vez, si la señora hubiera metido su jibarizada cabecita...
Veinte minutos después, la señora se pone de pie: prolija nube de pelos en la terraza. Toma un espejito de mano y evalúa el corte en la nuca. Hace un comentario mientras el peluquero le pasa el cepillo por la ropa: Regio, querido; chupándose los dientes como si un filamento de algo. Dientes saltones. Teñidos por el rush. Él, que hojea sin interés una revista, mirando en diagonal hacia la ventana, puede verlos reflejados en el vidrio.
Cuento:”Póster” La señora paga y le da una apretadita en las manos al peluquero, quien retribuye muy amable: tenga linda tarde, la espero el mes que viene. Al dirigirse a la puerta, pegada al sillón donde él se halla sentado, cruzan las miradas. Ninguno de los dos, el menor gesto de saludo. La señora vuelve a chuparse ruidosamente los dientes antes de abrir la puerta. No podría cortarle el pelo -piensa- tocar esos pliegues de carnecita muerta detrás de las orejas, fumar el pútrido aliento del estómago flotante a su alrededor... no.
El peluquero lo convoca a ocupar la butaca. El almohadón plano y la cuerina conservan el calor del culo de la vieja. Pelusas, pelusillas, polillas en el piso. La menor agitación del aire y la tendría incrustada en la garganta. Otro carraspeo, como si tragara algo indefinible. Contrae los hombros y en acto reflejo toca la punta de su nariz. Hay un escobillón en la sala, silencioso, felpudo y de color cola de zorrino: negro y blanco. El lugar es silencioso, la cuadra, la temprana hora de la tarde.
El peluquero extrae de un cajón una capa bordó y con despliegue acampanado le envuelve los hombros. Siente el abrojito en la nuca y la suave opresión de la pollera de raso sobre muslos y rodillas. Desea que todo fuera nuevo para él, el peine, la tijera, hasta el espejo. Pero tiene que contentarse con una ligera limpieza a los elementos y ver su cara en el mismo lugar en el que hasta recién veía la de la vieja. Todo está listo para empezar y el peluquero dice: ya vuelvo.
Se mete a un baño en la parte trasera del salón. La puerta queda entreabierta y él puede verla en el espejo. Al lado otra puerta, cerrada, que llevaría al interior de la casa. Mientras espera hace un riguroso inventario de lo que tiene frente a él: tres tijeras sobre un paño negro, dos en un estuche plateado, tres navajas, un cepillito blanco, dos rociadores, un talquero, dos maquinitas y otros utensilios del oficio; un televisor, una pequeña radio y revistas con fotos de diferentes cortes masculinos y femeninos. Mariconadas, pensó. Vino por esas tijeras, no se va a ir sin ellas y se dice al espejo: este tipo a mi hermano no le toca un pelo.
El peluquero sale secándose las manos con toallitas de papel. Suenan sus pasos al caminar. Mocasines, taco y media suela. Se detiene detrás de él, alarga la mano y toma un spray para rociarle el pelo. Instante después, tijera y peine sobre su cabeza: shhk-sksk-shhk-sksk.
En el espejo todo sucede a la inversa. No alcanza a entender de qué lado de su cabeza siente los tijeretazos. Pelo mojado, aplastado, lengüetazo de vaca ¡puaj! El peluquero, juntando tijera y peine en una mano, le revuelve el pelo con una leve agitación de sus dedos. Luego va hasta la ventana y entrecierra la persiana diciendo que entra mucho sol. A estas horas se pone insoportable, dice. ¿No te molesta, no? No fue una pregunta, sino una especie de orden para blanquear algo que pulula en el aire. Él, aprovecha para borrarse una obstinada picazón de nariz. Tenés cara de estar molesto, dice el peluquero y sigue cortando. No habla, susurra; como si en la pieza contigua a la que da la puerta pegada al baño, alguien no debiera escuchar.
No creo que seas tímido, prosigue ¿estás incomodo? ¿Prendo la tele? ¿Música? ¿Qué te gusta? Así está bien, responde; mira en el espejo el color de la capa, el raso bordó bajando un poco las rodillas, los ojos serenos, los labios sellados, la piel de la cara. El pelo frío contrasta con el calor en la frente; las tupidas cejas pican por adentro y piensa que no permitirá que también le corte a su hermano menor; sólo él se lo corta. Necesita esas tijeras. Y nunca más le va a ver la cara por ahí.
Sus pensamientos, como una bola de flipper, entrampan cada movimiento del peluquero. Evita verlo. Lo adivina. Se mira al espejo como buscando una fuga interna, el retiro a un recuerdo es una técnica que lo ayuda para evadir la expectativa y esperar a que solo aparezca el momento preciso. De la calle, pocos ruidos, algún auto en la otra cuadra, un caminante por la vereda y entonces, súbitamente su mirada se posa en la puerta verde, de vidrio verde, esmerilado, con relieves en forma de rombos, uno dentro de otro, el color es verde y con el efecto de la luz solar desde atrás, desde el afuera y los árboles y las intermitencia de sombras de follajes, encuentra un recuerdo de luz criptonita en un campamento de estudiantes en Unquillo, Córdoba, juego de luces y sonidos. Así se llama el viejo juego.
Los grupos ya formados salían disparados en la noche a buscar una luz blanca, roja, verde; un silbato, una lata, una palabra gritada en el silencio. Ganaba el que primero completaba la lista; la verde, última en la lista que a su grupo le había tocado:
Era de noche en el cerro, la veían, se apagaba y aparecía en otro lugar. Se escondía. Subiendo llegaron a la capilla, una cripta de base circular en la que tres péndulos operan como sismógrafos. Entraron dos del grupo con él, pero salieron enseguida ya se les había advertido que no debían ingresar y mucho menos por la noche. La capilla había sido cerrada tras la muerte de quien la mandó a construir y así permaneció algunos años. La gente de la sierra cuenta que, durante la noche, las pinturas, los frescos que recubren la bóveda, se desprenden de las paredes. Se detuvo a mirar las figuras pintadas, ninguna parecía moverse. La luz verde había vuelto a brillar unos metros más arriba. Treparon. Él adelante. Fueron sumándose otros, de distintos grupos en busca de la misma luz. El brillo verde, escurridizo en la oscuridad, volvió a ocultarse a pocos metros. Daba largas zancadas entre los pastos sin quitar los ojos del lugar donde la luz se había apagado por última vez. Exaltado, sólo vio el alambre de púas cuando le rajaba la carne en el pecho y las piernas. Sangró de a chorros. Nadie lo escuchó gritar. Se desmayó casi al instante. De espalda entre los yuyos, sintió las voces de sus compañeros como en retirada y comprendió que se estaba desvaneciendo. Reaccionó en una salita pegada a la capilla. Las paredes eran celestes. Al despertar, una chica que limpiaba la sangre, sin proponérselo, lo animó a sonreír.
Voy a rebajar un poco más a los costados -irrumpió el peluquero-, acá ¿te parece? Y se apoya sobre el brazo, cerca del hombro. Él, no se mueve y siente el impune desplazamiento en su pequeña espalda. Quietud pétrea. Aunque también de péndulo. Expectante. El peluquero continúa con los retoques del corte y se detiene delante de él. Le hunde los dedos en el pelo. Dice que tiene mucho y muy buen cabello. No dice pelo, dice cabello. La nariz a la altura del cinto. Pantalón pinzado, cremita. Perfume barato de revistita en cuotas. Toma un cepillo blanco de blandas cerdas y vuelve a rodearlo quitándole pelitos de la frente y la nuca. Por último, toallita en cada mano, con la yema de los dedos le limpia en un diminuto movimiento circular el interior de las orejas.
Sus ojos permanecen detenidos en los pelos salpicados en el piso, y de vuelta esta imagen lo lleva a la sangre derramada en Unquillo. A aquel despertar y a la chica. La habitación celeste. Los tres péndulos en la cripta. Oscilar entre el recuerdo y la peluquería; entre el espejo y la intimidad de su pensamiento; entre el roce de la tijera y las manos del peluquero girándole la cabeza, húmedas, presionando suave del mentón.
Al amparo de la capa, busca la cicatriz de los alambres de púas. Toca con su dedo la piel lisa de ese gusano en el pecho, ese corpúsculo de imprecisa sensibilidad, ajena. Son los pensamientos y el tiempo los que oscilan. Las tres tijeras están otra vez prolijamente ubicadas sobre el paño negro. Las del estuche plateado, intactas, relucientes, lujitos de la profesión. El peluquero frota una, dos, tres, cuatro veces su navaja en una faja de cuero. Le marca las patillas, sigue el contorno del pelo toda la vuelta una vez más. Taco y se yergue. Lo ve buscar el espejito de mano. La huella encremada de la vieja sigue en el mango. No puede evitar olerlo cuando el peluquero lo ubica en diferentes posiciones para que pudiera verse. Huele a pomada, a resbaladizo.
Mirate atrás, en la nuca ¿te gusta? ¿Te parece bien?
Así está bien.
Perfecto, le dice viéndolo a los ojos, dejando el indeseable espejo.
La mano pesada sobre su hombro. Respira parejo. El tipo vuelve a meterse en el baño. Por el espejo ve la puerta entreabierta. La de vidrio verde a la calle y la que da a la casa, cerradas. Escucha el desparejo sonido del agua golpeando las manos y la loza. La puerta que comunica con la casa se abre pero nadie asoma tras la mano en el picaporte; una mano fina y sin pelos que desaparece en silencio. Con ágil movimiento, se estira y agarra las dos tijeras del estuche. Mete una en cada bolsillo del pantalón para que no se choquen entre sí. Sería inconfundible el tintineo. Las aprieta tanto que las manos sudan. Saca la plata para pagar.
El peluquero ya está detrás de él. De la puerta, la mano y la voz femenina, emerge: Natalia, mi hija y ayudante, la presenta. Los dejo un minuto, acaba diciendo y se mete a la casa por la misma puerta por la que ella acaba de entrar.
Natalia, acumula fácilmente el pelo en dos partes a los costados de la butaca; lo levanta en un palita y deja todo en un rincón. En tres pasos se para justo frente a él, sonríe por cortesía y desprende el abrojo en su nuca. Huele a chicle de uva.