FRAGMENTO DEL LIBRO "MASTRONARDI" DE MIGUEL ÁNGEL PETRECCA

Mastronardi
(fragmento inicial del libro "Mastronardi" de Miguel Ángel Petrecca- publicado por Editorial Neutrinos-2018)

1949
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Tengo un amigo que un día de 1971 vio a Mastronardi en una mesa de un bar de la Avenida de Mayo. “Aquel es Mastronardi”, le dijo alguien desde la puerta, mientras esperaban que sus sentidos se acostumbraran a la penumbra del local, y señaló a un hombre de cabeza blanca que estaba sentado de perfil a una mesa, inmóvil. Me vino a la mente la imagen que me surge cada vez que pienso en Mastronardi, esa foto en la que se ve en un sillón a un hombre de unos sesenta años, de anteojos, cejas gruesas, pelo peinado hacia atrás, mano derecha posada sobre un gato negro: bajando la mirada hacia el animal como si acechara en él una respuesta conocida, el hombre parece ignorar totalmente el objetivo, a menos que pensemos que en su gesto mismo de esquivarlo hay una elaborada puesta en escena. El gato, en cambio, con los ojos grandes bien abiertos mira hacia adelante: nos mira a nosotros, que miramos al hombre que no nos mira, al hombre que mira al gato mirarnos. (“El alma como el gato mimosa se agazapa”). Algo, que no es solamente el gato, parece agazaparse en esa foto. Algo parece agazaparse en la imagen de ese recuerdo prestado, la de una cabeza blanca entrevista fugazmente en un bar, una noche hace cuarenta años. Nada se oculta, sin embargo. No hay secreto. Nada que revelar. La imagen es hueca.

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Pensé en Mastronardi ese día mientras caminaba alrededor de un lago congelado, tras enterarme de la muerte de A. Pensé en A, que acababa de morir sorpresivamente a miles de kilómetros, y en el amigo de A que, entre lágrimas, le había comunicado su muerte a mi mujer. Pensé en una de las últimas veces que lo había visto, en un bar a la salida de la estación M., con su mujer sentada en la mesa de al lado mientras conversábamos, las preguntas que debería haber hecho y no hice, la voz de A apenas audible sobre el estruendo unido de la calle y el bar. Y más tarde, mientras bordeaba el lago donde parejas y niños patinaban alegremente, en el momento en que la noticia de la muerte comenzaba a diluirse en mi cuerpo y por lo tanto a olvidarse, me encontré pensando de repente en Mastronardi. ¿Cuántas personas quedan que lo hayan conocido profundamente? ¿Cuántas que lo hayan conocido al menos de manera superficial, que lo hayan tratado con asiduidad? Me entristeció pensar que con A moría una de las últimas que lo habían conocido de verdad. Por alguna razón que no podía entender del todo, la muerte de A me entristecía menos que la idea de que, con esa muerte, era el mismo Mastronardi el que terminaba de morirse definitivamente. Y quedan en efecto muy pocos que hayan conocido a Mastronardi. Y los que quedan, no tienen demasiado para decir. Parece como si efectivamente hubiera logrado hacerse invisible, como si se hubiera mantenido en el fleje mismo de la memoria, en donde todo recuerdo es casi una forma de olvido. “El empeño que otros ponen en ser famoso Mastronardi lo puso en pasar desapercibido” (Borges dixit). Lo que recuerdan los que todavía recuerdan: la impresión que sintieron al entrar en su cuarto de hotel de la Avenida de Mayo (monacal según algunos, tristemente despojado según otros), recuerdos con los que no es posible hacer nada, como el de alguien a quien le quedó grabada el rostro medio empolvado de Mastronardi el día que lo conoció (indicio tal vez de una visita al peluquero), o evocaciones de su cortesía elaborada, que no impedía la aparición de la réplica súbita e hiriente. Comparten casi unánimemente, de hecho, el señalamiento de esta duplicidad temible, la evocación de una maldad módica, de una maldad muy modesta, siempre desmentida a medias por la dulzura reservada de su trato.

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Nació en Gualeguay en 1901, es decir, diez años después que Girondo, dos años después que Borges, uno después que Marechal y cuatro después que Juan L. Su padre se dedicaba a medir los campos, a trazar las fronteras invisibles, los paisanos lo llamaban “el mensurero”; viajaba con frecuencia por trabajo y de chico Mastronardi lo acompañó muchas veces en viajes por la provincia. Medía la tierra, pero le gustaba observar el cielo, tenía un telescopio con el que estudiaba las estrellas y con el que habrán seguido en 1907 el paso del cometa Halley. La madre, como el padre, hija de italianos: rostro moreno de italiana del sur, cejas gruesas, culta y sensible, había aprendido a tocar bien el piano y le gustaba aun de anciana interpretar unos vals de antes del 900. La infancia de Mastronardi transcurrió entre la casa paterna y la otra casa, más profunda y oscura y libre, de los abuelos maternos, donde se cantaban de memoria todavía canciones de la guerra. Patios cubiertos por parrales de uva negra, fondo de tierra con higueras, tapia con jazmín y achiras. En el patio de esa casa, un 7 de octubre de 1909, día de su cumpleaños, miró con intensidad el cielo de la tarde y le quedó grabado para siempre el color de la luz, el color del cielo. Esa pequeña epifanía es una de las experiencias decisivas en la vida de Mastronardi. La otra, también de esa misma casa, el recuerdo de deambular por los cuartos deshabitados de la planta alta, entre arcones pesados y lámparas polvorientas, telarañas, cajas repletas de instrumentos oxidados, armarios con olor a naftalina llenos de antiguos documentos amarillos. Estudios secundarios en Concepción, en el Histórico Colegio Nacional, pupilo. En seguida, a los veinte años, mudanza a Buenos Aires, para estudiar derecho. Conoce a Borges en una librería de la Avenida de Mayo y se hacen amigos a partir de un gusto compartido por Carriego. Caminatas nocturnas, a lo largo de esos años, los años de Martín Fierro, de la que Mastronardi participa de manera periférica. “Carecía del empuje”, dirá González Tuñón, “de los demás”. Es por entonces que toma la decisión de no ver más la luz del día: Mastronardi vive y escribe de noche. Luego en 1926, la publicación de Tierra amanecida, apadrinado por Roberto Arlt, y otro libro, el Tratado de la pena, cuatro años después, del que no hay rastro, pues Mastronardi, arrepentido casi de inmediato, se habría ocupado de rescatar uno por uno los ejemplares de la edición y destruirlos. En 1927 vuelve a Gualeguay para cuidar de su padre enfermo y tras su muerte se queda ahí durante años escribiendo su poema más famoso. Vuelve a Buenos Aires, y en 1937 publica Conocimiento de la noche, que contiene “Luz de provincia”. Con este libro obtiene el premio municipal: una modesta consagración, ni muy prematura ni demasiado tardía, sin gran corolario posterior. Desde el 40, hasta su muerte en la década del 70, salvo por regresos a Gualeguay y algunos episodios aislados, va a vivir ya definitivamente en Buenos Aires. Escribe y publica ensayos y una autobiografía, pero su producción poética es ínfima, a cuentagotas, casi inexistente.

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Hay paseos sobre todo. Caminatas de dos, pares que caminan. Caminatas en el Gualeguay de la adolescencia al atardecer con Juan L., desde la biblioteca municipal. Caminatas con Borges en los años 20, con Juan L. de nuevo en la década del 20 y del 30, con Calveyra en los 50. Con Gombrowicz no, con Gombrowicz los encuentros estáticos en el Querandí, década del 40. El gesto es el mismo, y es antiguo: el pensamiento puesto en marcha. Fondos de Palermo, bajos de Saavedra, Avenida Corrientes hasta Chacarita, Puente Alsina, Barracas. Tal vez ya esa primera noche, la noche en que se conocieron en una tertulia de la librería Samet. Deben haber caminado por primera vez esa noche, desde la Avenida de Mayo hacia el bajo, y desde el bajo hacia el sur, San Telmo y más allá. Llegaban hasta el límite de la ciudad, a veces; hasta el campo. Una noche, luego de una tertulia por Belgrano, Mastronardi y Borges enfilaron solos hacia el suburbio. Caminaban tan absortos en la charla que de repente se encontraron con los zapatos en el barro. Habían dejado atrás hace rato las últimas luces, y apenas podían verse las manos o la cara. Silbido del viento en los pajonales, olor del río mezclado en el viento con la podredumbre de los fetos arrojados al agua, ladridos de perros. Quisieron dar marcha atrás, y durante media hora chapotearon sin dirección, hasta que divisaron una luz a la distancia. Recién entonces se dieron cuenta que caminaban callados desde hacía un rato. Uno de los dos hizo una broma, mientras apuraban el paso. La luz se fue haciendo más intensa, y finalmente distinguieron hombres a caballo. Era una partida.

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En realidad los momentos que importan, o que a mí me importan, son dos. Importa el arco que va de las caminatas nocturnas con Borges en los años 20, a las que comparte con Calveyra en la década del 50, los fines de semana, al caer la noche. Entre 1950 y 1960 Calveyra viaja desde La Plata casi semanalmente para encontrarse con Mastronardi. Mastronardi lo había acogido en seguida, desde aquel encuentro en concepción del Uruguay, cuando Calveyra se le acercó, lleno de fervor discipular, pues se acercaba al poeta que había escrito “Luz de provincia”. Se acercó, lleno de fervor discipular, aprovechando la oportunidad trivial que los había hecho coincidir en un mismo lugar y momento: la conmemoración de los 100 años del colegio del que ambos habían egresado, uno varias décadas atrás, el otro pocos años antes. Por lo que me dijo A, una de las veces que charlamos, en esos cafés ruidosos que apenas dejaban pasar su voz, supe que Mastronardi había viajado en barco desde Buenos Aires a Concepción aquella vez, la vez que se conocieron en el 49. Por aquella época había aun servicios regulares que remontaban el río Uruguay, barcazas de vapor a paletas que tardaban unas ocho horas en unir los dos puertos, parando en el medio y siguiendo a veces más al norte, hacia Paysandú, Colón. Mastronardi debe haber viajado en uno de esos barcos, que generalmente partían de noche y llegaban poco antes del amanecer, transportando mercadería y pasajeros. Había llegado a Concepción junto con toda una delegación, para participar como ex-alumno de los festejos del centenario y escribir una nota para uno de los diarios en los que colaboraba. El barco llegó temprano y Mastronardi, que había permanecido despierto toda la noche como de costumbre, se quedó en el camarote mientras los pasajeros y el resto de la delegación desembarcaban. Se quedó en el camarote y, mientras el día comenzaba para los demás, se metió en la cama pequeña y se durmió. Poco más de una hora, hasta que lo despertaron unos golpes en la puerta, y se escuchó la voz del capitán. “Don Carlos, todos los pasajeros tienen que bajar”. Mastronardi respondió desde la cama sin abrir los ojos: un monosílabo ronco, un informe acuse de recibo. Media hora más tarde ya estaba pisando tierra firme.

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Se tiende a pensar que su decisión de vivir de noche era más que un hábito extravagante; o mejor dicho, que lo que empezó como un hábito se convirtió más adelante en una fobia sincera. Nada es menos seguro. Sin ir más lejos Calveyra (según Herrera) recuerda haberse bañado con Mastronardi en las aguas del Uruguay, un mediodía. La leyenda, sin embargo, se encuentra tan sólidamente asentada en mí que es capaz de proyectar una sospecha sobre la imagen de los bañistas. Sospecha en doble sentido, porque si por un lado intuyo en Mastronardi una tendencia a refrendar con silencio su leyenda extravagante, me parece adivinar en Calveyra la pasión rotunda del escéptico y la impaciencia de quien quiere afirmar que la poesía no necesita la coraza banal de los mitos. En todo caso es indudable que su fobia, si existió, no le impidió participar ocasionalmente de la vida diurna. A veces no habría alternativa. Como esa mañana en Concepción en la que, seguramente a desgano, seguramente pensando todavía en el camarote oscuro y en los sueños que ya empezaba a olvidar, bajó del barco y se dirigió a la ciudad. Debe haber recordado entonces, parado en el muelle, la primera vez que había estado ahí, cuarenta años atrás, mirando con su padre el tráfico de los barcos y las islas. Una anciana triste los había invitado, a ellos y a otros paseantes ociosos, a acompañarla en una barcaza que la esperaba para partir de excursión (como quien dice, la última excursión), y se habían alejado entre las islas, mirando la gente extraña, los pájaros, las costas solas. Sin nostalgia pero con cierta sorpresa, debe haber comparado el puerto de aquella vez con el paisaje más calmo que tenía frente a sus ojos. A lo lejos se veía el barco y al capitán sobre la cubierta. Gesticulaba exageradamente frente a un marinero que, de pronto, salió disparado con la presteza de quien cumple una orden. El capitán sacudió la cabeza y Mastronardi lo observó sacar una pipa y exhalar, apoyado contra la baranda, lo que a la distancia parecían anillos de humo, y luego dio la vuelta y enfiló por una calle perpendicular. Una calle que le resultaba familiar, pero a la que no podía asociar un recuerdo concreto. Familiar de una manera genérica, como las de cualquier pueblo en cualquier provincia. Dobló varias veces, haciendo zigzag y esquivando las avenidas, hasta que se acordó de la existencia de un bar al que solían ir con sus compañeros la víspera del fin de clases. ¿Se encontraría ahí con algún viejo conocido? ¿Con el norteño Rollano tal vez, con Colman, el poeta Misionero, o con Gadea, cuyo padre era amigo de su padre y en cuya casa cenaba a menudo en la época del internado? Le agradaba menos la idea de un encuentro que la de su inminencia no realizada. Habría tiempo más tarde para reencontrarse con los compañeros. Le gustaba disponer de ese tiempo ahora para dedicarse a lo que, con los años, empezaba a convertirse en su pasatiempo favorito: el del hombre que juega a ser en todas partes un forastero.