No es pan la luz, sino frescura que se agota
con su último cansancio,
como esta ráfaga ligera en la penumbra de la casa,
donde somos arcilla, peones y pesadumbre
de los astros, y donde hemos aprendido, mujer,
a costa de nuestros muertos,
que todo tiene un terminarse en paz como esta tarde,
una súbita conciencia de órbita salada,
que ya mira desde lejos y para siempre
la perfecta lisura del horizonte y sus árboles.
Y será un día la hora de partirlo todo.
Pujarán contra el silencio
para hacerme más tenue y más liviano,
como potrillos que ateridos se fugaran
ante las incesantes cenizas de la luna. Disputarán las ganadas razones de mi peso
y me devolverán, devotamente las raciones de olvido,
que sin duda yo también sin quererlo, les he dado;
porque todo tiene un terminarse en paz
como esta tarde,
un equilibrio sagaz para el último instante,
una lucidez animal que halla estrellas
desprendidas y volantes por el aire.
Dejo a Lucía de los Ángeles las campanas de Singapur
y la exacta mitad de mis poemas.
A Juan Pablo mi silla, mis perfumes y las llaves,
las del cielo, las del infierno y la que abre la decisión de
elegirlas
que siempre estuvo en mis actos.
Y a María Victoria, mis bufandas y mis ojos
para que alumbren de mí, mi cesantía
del gozo que les queda por delante.
Y a vos nada. Prefiero
seguir debiéndote lo que me llevo:
el botín de tu caricia y tu condición de lámpara.
Y a los cuatro, el corazón que fue mío en condominio,
como un trébol feliz, fecundo y calmo.