DE LAS MIL Y UNA NOCHE


Superado ya el luciente escollo
de saurios y de ofidios que impar proclama
el vendaval de tus blindajes y correas,
a mansalva mi lengua de los farolillos de strass
que cuelgan de tus lóbulos
con ese lánguido volar de las cigüeñas,
avanzo como un orfebre de diamantes o damascos,
un banquero de Brujas o de Rotterdam,
un arcabucero de Leonor de Aquitania,
hacia las priegas colinas del top
y los campos de ciruela que cercan los pezones.
Guiado por los radares del instinto
y ese sexto sentido de las manos,
doy en súbitos castillos de palomas
que vuelan de tus hombros,
una patria dorsal con la que sueñan los discípulos de Ingres,
una depresión lumbar anterior a la Tierra Prometida,
un canal de Venecia con su Puente de los Suspiros,
y esa pelambre sólo sensible en sentido contrario
como enseñaban Vinicius de Moraes y los maestros del Zen,
en los ambos alcoholes del delirio
y desciendo una acequia vertical entre columnas de pórfido rosado
con esa secreta armonía de yemas que me enseñaron
los arpistas del Guayrá, los sopladores de quenas del Altiplano
hasta dar en la gemela manzana de tus rodillas
y ascender la autopista de mieles que me pierde
entre mallas de cristal, nidos de colibrí, rampas de mimbre,
oriflamas de almendra, hopalandas de Opium,
"reinas moras" que brillan en ramas de aguaribay con su canto
y me paro a mirar la música que cae de tus prados,
el concierto de brillos que celebro en la lumbre
de tu braga temblando entre penumbras de baldosa
y no sé, entonces, qué hacer con el milagro.
Como el niño aquel, que una tarde ante el mar,
frotaba desprevenido una lámpara.