ATARDECER EN SAN IGNACIO

¡Oh alturas de Teyú Cuaré!
guirnalda y lámpara de lapachos encendidos
y este río que huele a luz de atardecer entre las islas.
Desde tus piedras, un hombre de afilada soledad
miró el edén, la despiadada lujuria de las resolanas
y regresó a plantar su palmera, amurar el dintel,
abrir con nafta y pala un sendero con pausa de duda
hasta las aguas que arrastran limos,
aparecidos, leyendas y jangadas.
Trajo su mujer y su silla,
y entre libros y lanchas, azadas, fonógrafos,
brazaletes, orquídeas y proyectos,
aquel hombre soñó una densa víbora
que cercaba su casa.
Asustó con tigres y tapires a una niña,
Alfonsina de alcanfor, puntillas y palomas.Cepilló moldura y alféizar. Clavó su cama.
Esbozó mapas estelares, cinturas de galaxia
Y modeló arcilla, senos y palabras.
Hizo el inventario del jesuita:
lis, tijera, escapulario, crucifijo,
goznes, chirimíes, candados y violines
Y compartió mandubíes, lecturas y suicidios con Lugones.
Tomo apuntes del cansancio, la locura,
los venenos y amó las ramas del guavirabí,
las siete cabritas a media asta
entre su boca y las tinieblas.
Se bañó en el Yabevirí de su cuento.
Le demostró a Payró la fidedigna estatura
de su temple. Fue cónsul, juez de paz,
ceramista y navegante, navegante de las azules
y terribles correderas de la desesperación
y de la inteligencia.
Un día Teyú Cuaré, ese hombre,
desayunó con la muerte en Buenos Aires.
Nosotros le llamamos Horacio Quiroga.
Sabe Dios qué nombre de panambí o anaconda,
le darán estos ángeles que me muestran
San Ignacio y su casa esta lúcida tarde,
que se demora en el aire de su propia transparencia.