A María la conocí en un taller de narrativa, sobre la avenida Callao, muy cerca de Clásica y Moderna. Nos juntábamos ahí, un par de veces al mes, a leernos lo que habíamos escrito en la quincena. Me acuerdo siempre de la voz pausada de María, en sus lecturas, una voz que le daba peso a cada palabra, que le daba entidad a cada fonema, como si estuviera deletreando un lenguaje nuevo, absolutamente imprescindible, por desconocido. Y me acuerdo, también, en particular, de una de esas lecturas. Había traído ella, ese día, un breve texto sobre esas familias que se sientan a la vera de la ruta, con el mate, con la silla plegable, a discurrir un rato. A mirar qué, me preguntaba yo, porque me resultaba desgarradora la imagen que se me iba formando en la retina, en el cuerpo, a medida que María leía. Fue un estremecimiento, porque con ese texto, al borde de esa ruta, entre esa gente que iba a sentarse allí, recordé que la tierra gira y que, en ese gesto, nos regala los días y las noches. Esto hace, todo el tiempo, María Aranguren, o las letras de María Aranguren: nos regala los días y las noches. O quizás deba decir que esto se lo debemos a la mirada de María Aranguren, porque, como sabemos, la literatura solo es posible desde una mirada profundamente perpleja. Yo creo que hay algo que se pierde con los años: la perplejidad infantil, eso se pierde, esa capacidad de mirar el mundo como si lo estuviésemos viendo por primera vez. Y, sin embargo, para nuestro deleite, María Aranguren conserva la mirada intacta, limpia, profundamente despierta. Eso le permite erigir textos como el que recuerdo de nuestros encuentros en la Avenida Callao y textos como los que componen el libro que hoy nos convoca.
Empecé a leer este libro en la playa, junto al mar, todavía en formato digital. Me acuerdo del impacto en el cuerpo y de haberle escrito enseguida, a María, apenas terminé de leer el primer cuento, Botánica, como quise llamarla, cuando terminé de leer el cuarto cuento, Cacerías en la noche, o después del séptimo, Nadie Nunca, quizás el más brutal de todos. Otra vez, como en mi recuerdo de su texto a la vera de la ruta, el impacto en el cuerpo: lo que solo logra la buena literatura.
Cacerías en la noche es, acaso, un libro sobre la ausencia. O sobre algunas formas de la ausencia. Y, como decía un querido poeta brasileño, “la piedra no flota, lo que flota es la ausencia de piedra rumbo al fondo”. La piedra no está, pero deja huella. Como si Aranguren hubiese venido a pintar esos círculos concéntricos de la piedra rumbo al fondo, en cada uno de estos trece cuentos hay algo que se ha perdido. Se ha perdido una hermana, un perro, una esposa, un nieto, un tramo del pasado, el amor de un hermano, la complicidad adolescente, la infancia toda.
“Escribo para disolver el tiempo” leemos en el segundo cuento del libro. Y sigue: “Ahora es como si alguien hubiese tirado un poco de ácido sobre las imágenes del pasado”. Repito: “como si alguien hubiese tirado un poco de ácido sobre las imágenes del pasado”. Qué manera tan perfecta tuvo la querida Aranguren de venir a recordarnos la esencia de cualquier acto evocativo.
Como decía Paul Valéry: “Nada entero sobrevive, exactamente como en el recuerdo, que nunca es más que residuo y solo es preciso cuando es falso”.
Los personajes que habitan estas páginas buscan descomponer el tiempo, encontrar un resquicio que lo detenga, que lo vuelva atrás: que les permita retener un olor, un color, una música, una voz. Pero, cuando queremos evocar el pasado, como veíamos recién, nos damos cuenta de que solo nos quedan unas pocas hilachas deshilvanadas: esa fragilidad desde la que nos imponemos tejer una historia, cualquier cosa que nos devuelva un sentido. Así avanza este libro, como una verdadera cacería, como una cacería de sentido en plena noche, con la dificultad de la noche: con lo que la noche nos permite ver, siempre de un modo fragmentario. “No hay más luz en el jardín. Lo único que se alcanza a ver es el temblor de un gigantesco enjambre de bichos”. Esto se lee en el cuarto cuento del libro: “No hay más luz en el jardín. Lo único que se alcanza a ver es el temblor de un gigantesco enjambre de bichos”. Con esos hilos de luz, desde su prosa rítmica y profundamente poética, María Aranguren logra tejer trece historias brutales que parecen haber nacido de la más lúcida de las alucinaciones. Sobre escenarios extrañados y una atmósfera profundamente inquietante, Cacerías en la noche viene a dejarnos una sinfonía perfecta: cada cuento vibra como el instrumento exacto para que el libro opere como una caja de resonancia. Una caja que amplifica hasta lo indecible cada personaje, y cada escena, para venir a regalarnos un cuadro imprescindible sobre la nostalgia y sobre la herida de estar vivos.
Felicitaciones, María Aranguren.
Mariana Travacio
Buenos Aires, 7 de diciembre de 2019, con motivo de la presentación en CABA.