Había una vez una galaxia que se llamaba Fernando Callero. Un flaco alto que se sentaba a cantar en el piso con su guitarra y abría un portal a otros universos. Un profesor de Letras de la UNL que rescataba palabras olvidadas como si fuesen fósiles hermosos y las ponía a sonar, redivivas, en su voz nasal y única: culipatín, carenado. Un correcaminos, se definía él. Una memoria de elefante que se acordaba de todo. Un fan de los dinosaurios dibujados que se había leído todo Góngora y lo reciclaba a lo trash. Un gran poeta que nunca se la creyó ni se la dejó de creer. Un faro del lugar donde vivía, al que llamaba cariñosamente Santoto. Un pibe eterno que disfrutaba de la vida, y cuya inteligencia verbal chispeaba creando arcos voltaicos entre mundos de sentido dispares.
Lo conocí en Rafaela en 2006. Él creó mi nuevo nombre, Bea, casi ni bien me vio. Lo segundo que hizo luego de rebautizarme fue regalarme tres fanzines autoeditados en tinta bicolor que contenían sus poemas ultra contemporáneos y barrocos, cool más allá de lo que hasta entonces me había resultado imaginable. Se acordó durante años de los nombres de lo que habíamos comido y bebido esa noche, y ya no podría preguntarle. Lo visité en su casa de Santoto, donde me leyó en voz alta un poema extenso de su fiel amigo Daniel Durand, contagiando lo que para él era un maravilloso descubrimiento, y donde me quejé del mal carácter de un personaje que él había inventado para una novela que estaba escribiendo. (El personaje se llamaba Samael Aún Peor, en una parodia de Samael Aun Weor). Nos volvimos a ver en Santa Fe varias veces, en esas noches bohemias santafesinas que se estiraban como un paraíso amasado a pura guitarra, voces, cerveza y amistad. Vino a visitarme, con Analía Giordanino y con la ayuda de Pepe Volpogni, todo el camino desde Santa Fe y Santoto hasta el Hospital Italiano en el que desperté de la anestesia tras una histerectomía y les ofrecí mate, escena que él narraba con el asombro encantado de quien revive una película de terror. Me traía de regalo un libro de viajes donde había encontrado un pirata que llevaba mi apellido. Lo puse en mi biblioteca con su propio libro de viajes, una pequeña obra maestra de la crónica junto a esa otra gran crónica maestra que es y sigue siendo C6 C7.
Un día me senté en un taxi, miré para el costado por la ventanilla y entendí el título de su primer libro: Ramufo di Bihorp es "Prohibido fumar", al revés. Los editores de su primera novela publicada no consintieron en incluir en ella el plano del barco donde había trabajado en Ibiza. No lo vi bailar en éxtasis dionisíaco-químico en las raves de Ibiza pero me lo imagino. Con Callero caminamos calles santafesinas, él hablando y yo escribiendo poesía en mi teléfono a la luz de su cerebro, bien conectado a su corazón.
Una vez vino a visitarme a Rosario y le salió todo mal: presenció una guerra telefónica (mía), no consiguió tarjeta de colectivo en mil cuadras y lo prepoteó un matón en un bar. Me escribía unos chats interminables, contándome sus aventuras con muchachos a los que describía en una prosa exquisita. En ese mismo hilo de Messenger, me avisó de su accidente. Fui a visitarlo a San Jerónimo, al centro de rehabilitación donde trataban con infinita paciencia de convertirlo en El Poeta Nuclear. Una noche soñé una máquina que le permitiría volver a caminar. Se la conté esa mañana del 22 de octubre de 2015 (el día del futuro en Volver al Futuro; el mismo día en que mi tío inventor, el único ser en este mundo que hubiera podido fabricarla, sufría un ACV devastador). Uno de sus mensajes me llegó a mil kilómetros de casa, recién bajada de un cerro asombrado en Tucumán (asombrado el cerro, es decir, lleno de sombras a plena luz). Me decía: "No te pierdas".
Pero me perdí. Para muchos, en estos 5 años, se fue llenando de sombras este mundo en el que Callero Correcaminos siguió andando, al sol, luchando contra la discriminación atroz que padecen en esta provincia las personas con movilidad reducida, denunciando en sus posteos de Facebook "detalles" tales como la falta de bidets en la mayoría de los hospitales públicos o la desaparición completa de toda vida erótica que se le inflige a un tipo bisexual en una silla de ruedas; también siguió cantando, dibujando, escribiendo y enseñando poesía, atrayendo nuevas generaciones al mágico rotar de su galaxia. Le escribí dos poemas y me dedicó una crónica. La segunda vez que fui a visitarlo a San Jerónimo, no estaba: había salido. Le dejé un libro de Lila Siegrist titulado Destrucción total. Espero que hayan creído que era pornografía. Le encantó. Una vez Fer me escribió una frase memorable: "Dibujo para no perderme". Ojalá que su hijo Simón conserve el dibujo que hizo su padre de aquel barco; vamos a necesitarlo para levar anclas un día.
Por Beatriz Vignoli, para Rosario/12, 22-09-2020