(Inédito, enviado especialmente para la página de Autores de Entre Ríos)
En diez años todo se desplanta, se deslíe,
escuece en soledad la verdad madurada,
quedan para después los besos, se hacen tarde,
se ponen a trenzar murmullos las ausencias.
Cuántos quedan en el camino en diez años,
cuántos se vuelven polvos que reclaman un lugarcito
ya imposible para tantos.
Cuántas cuerdas se cortan en diez años
de cantar para el carnero.
Ricos de óleos vinieron con el alba de una década
los que después ajados de silente indiferencia
se hicieron devotos de la nuca,
sordos para zafar y quedar en eco
de una ponderación fútil y ajena.
Lo grave, lo grávido de sinsentido
es el rostro como girasol que no grana,
mientras tanto lo intacto resiste,
no se entera, triunfa de quieto
en el mueble tallado hace 100 años,
en el libro cerrado hace 50 años,
en el disco que en una década se escuchó una vez.
Imperceptible es el grano rodado,
la célula disecada, el olor a viejo,
la hoja que maduró en ocre:
libros, libros, libros,
guitarras, guitarras, guitarras;
orillas que me miran despedirme,
separación, vara rota, remiendo sobre vacío.
En una década se abrieron puertas
para un segundo solar, para la piel a expensas,
para los raptos predestinados.
Se gastó el encerado en el camión,
el lavarropas careado después de miles de vueltas.
Entró un amigo por una puerta
y salió como extraño por la otra.
Toda yerba se vuelve caicué,
el pezón se seca, a los días
que amanecieron cantando
les agarró una disfonía al atardecer
y en lenguaje de señas dijeron adiós.
Las casas se desocupan de abuelos,
los que nacen a la muerte gatean,
luego corren, desconocen y crecen con sus nombres,
se ponen grandes, se apuran a la década que viene,
no ven la hora de volar a ninguna parte para otro ciclo.