Nací en la estancia de mi padre, en un lugar muy cerca de Concordia. En ese entonces el aire era de azahar y el horizonte de naranjos. Ahora no. Pero en esa época mi padre quería ser estanciero. Algún extraño designio le hizo vender su parte de una empresa floreciente, un corralón de maderas como se decía en 1910, una empresa de materiales de construcción, como se llama ahora. Las casas que construyó mi padre en ese lugar todavía están. Pero de la estancia de mi padre sólo quedan una marca de ganado, un cencerro y un estribo; quiero decir que se fundió. Mi padre murió en el 36 y de la estancia entrerriana pasamos a un conventillo en Almagro, en la calle Pringles.
Mi padre tenía una especie de capataz, mayordomo o algo así. Sé que se llamaba Albornoz. Era un gaucho grande, domador, y vestía chiripá pero sin el calzoncillo cribado. Creo que así lo usaban los charrúas. Albornoz no sabía ni leer ni escribir, pero poseía la intuición de la lengua, una especie de magia de la tipografía. Le llevaba el diario a mi padre y le decía: “Léame acá, don David”, y le señalaba los titulares con el dedo y siempre era la noticia más importante.
Entonces, en Entre Ríos, había muchas colonias. Había mucho judío, mucho alemán, mucho ucranio. A los judíos los confundían con los ucranios porque venían de Rusia. Por eso los llamaban rusos. Todavía los llaman así. La gente se mezclaba y por eso se veían tapecitos de ojos azules, o alemanes de ojos negros. Después estaban los gauchos judíos. Los había colorados, cuchilleros y pecosos. Recuerdo a los Kostianovsky. Eran dos hermanos que peleaban espalda contra espalda y eran el terror de los bailongos. Respetaban el sábado hasta la primera estrella, pero después se iban a caballo a los bailongos de Clara, de San Salvador, de General Campos, y cuando se armaba la gresca peleaban con gran destreza. La gente los llamaba los “Curcianosky”. Otro cuchillero era Bercovich. Pero éste peleaba solo y la gente lo llamaba Bercoviche con e final. Éstos eran los hijos de los gauchos judíos de Gerchunoff, pero yo recuerdo un día en que mi padre me llevaba de la mano y vino un gaucho a caballo y se quedó hablando con mi padre junto a la tranquera. Estaba vestido de domingo, todo de negro, con botas y el chambergo requintado, tenía un talero con mango de plata y hablaba en idish con mi padre. Éstos eran los hijos de los capataces y los puesteros criollos que habían nacido en las colonias judías. Se habían criado con los hijos del patrón y hablaban el idish.
Volví muchas veces a Entre Ríos. Volví en las vacaciones y volví para casarme. Pero ésta es otra historia. En las vacaciones, paraba en casa de mi hermana María Luisa. Mi hermana vivía en Concordia y se había casado bien, con un ferroviario. En esa época, en esos años, los ferrocarriles eran ingleses todavía y casarse con un empleado del ferrocarril era casarse bien. Recuerdo dos cosas: el Longines de mi cuñado y el peso en la lata de té que decía “Té Mazawatee Orange Pekoe”. Como todos los empleados del ferrocarril, mi cuñado pagaba por mes la casita con jardín, construida por la Caja Ferroviaria. Un mediodía, un primero de mes, vino el cobrador y mi hermana me gritó desde el portoncito: “Nene, traé el peso que está en la lata”. En la lata había un solo peso. La mensualidad de la casa. Se pagaba un peso por mes.
El Longines era el reloj que el ferrocarril proveía a los ferroviarios, desde maquinista a jefe de estación. Mi cuñado lo sacaba del bolsillo del chaleco de su pamblich y decía: “Son las tres y veintinueve; las diecisiete y veintitrés”; de esa precisión me ha quedado el respeto mágico por el número impar.
Las casas de los ferroviarios eran todas iguales y los ferroviarios vestían todos iguales: panamá blanco, pamblich blanco, zapatos beige y blanco, y el Longines en el bolsillo del chaleco. Las casas tenían un jardín al frente, con clavelinas y pensamientos y una parra y temblorosas madreselvas.
Durante las largas vacaciones del 42 en Concordia, jugaba con mis sobrinos que eran mayores que yo. Nos juntábamos con los procaces muchachones y nos íbamos a pescar a la orilla del río. Pescábamos con un alfiler doblado. Ya de adolescentes íbamos a bailar al club Ferrocarril, con selectas grabaciones. En el club Ferrocarril, los martes daban cine. Pasaban Los martes, orquídeas, La cacatúa blanca y El gorrión caído.
Recuerdo los dichos y expresiones de Entre Ríos, de la gente del pueblo. Recuerdo, por ejemplo, el apodo que le pusieron a un hombre que parpadeaba: “letrero luminoso”.
Eso recuerdo. Un tiempo lento y distinto, el tiempo de los poemas de Juan L. Ortiz, de Carlos Mastronardi. Y el río, el río que durando se repite. Es una lástima que nadie se bañe dos veces en el mismo río.
De CUANDO ÉRAMOS FELICES, Seix Barral, 2006