ANZUELO

La curvatura del anzuelo tiene algo de potente y agresivo, y el hombre sentado en la escalera del muelle también. Con sus manos agrietadas, sostiene la caña y, despaciosamente pero sin dudarlo, saca las lombrices vivas de una lata y las atraviesa con el anzuelo; ellas no mueren enseguida, se debaten nerviosamente hasta cumplir con el destino que el hombre les ha impuesto: ser devoradas por un pez, que a su vez se debate nerviosamente por liberarse del anzuelo y del fatal destino que el hombre le ha asignado: ser devorado por él.

El anzuelo va y viene cumpliendo con su tarea de engañar en complicidad con el hombre; el acero brilla con los insinuados resplandores de la madrugada y se parece a una pequeña arma de tortura,  lisa, resplandeciente y amenazadora.

El hombre hace muchas horas que se encuentra allí, tal vez no ha dormido o quizá sí; acostado con las primeras sombras, ha interrumpido su descanso en mitad de la noche para levantarse en silencio y preparar una a una sus cosas, las que llevará hasta el muelle. Luego, calienta un poco de café que bebe junto con unas galletas y parte resuelto hacia aquello que le atrae más que nada. Esta mañana tiene un presagio; despierta más temprano que de costumbre y con un sudor instalado en su cuerpo y en sus manos, le cuesta trabajo levantarse y cuando comienza a preparar sus cosas, aquellos anzuelos distribuidos en hilera de acuerdo con su tamaño lo intimida, casi tiene un principio de miedo y de rechazo al acercarse a ellos. Pero no es un hombre que se deja dominar por ideas absurdas, y desterrándolas de su cabeza, parte como todos los días a su puesto en el muelle.

Cuando aprieta la caña entre sus manos y lanza la línea, se siente nuevamente omnipotente, dueño del agua de aquel lugar desierto y de los peces que por allí nadan. Un pez grande pica, con suavidad primero y luego con esfuerzo, el pescador tira del reel; el pez, después de dar una voltereta por el aire se suelta, reintegrándose a su ambiente natural, el anzuelo vuelve como un búmeran hacia su dueño, incrustándosele en el cuello. Tiene mala suerte el pescador…Justamente le atraviesa una arteria y poco a poco se va desangrando sin poderlo evitar. Las gotas de sangre caen en el agua formando, primero un pequeño círculo y, luego, uno cada vez más grande hasta que todo el arroyo cambia de color. El cuerpo cae despacio por los gastados escalones de madera; con los ojos muy abiertos y las manos todavía apretadas contra su cuello, va desapareciendo en aquel mar rojo. Al poco tiempo, los peces se acercan cautelosos, lo rodean y luego comienzan a picotearlo por uno y otro lado hasta devorarlo casi completamente.

 

 

                                               (De La memoria del caracol,

Editorial Vinciguerra)