GALLITO CIEGO

Las manos blancas de Aída se agitan intentando cerrar las persianas del dormitorio, sacudidas por el fuerte viento que alborota las cortinas. También el vestido negro se arremolina dejando al descubierto las piernas largas y finas. El perfil anguloso apenas se entrevé cuando gira la cabeza con movimientos nerviosos. El viento recorre la casa, baja por la escalera de mármol y acalla los ruidos de la cocina. La espuma desborda y cae al costado de la olla donde hierve la verdura y la carne. En otra hornalla, la pava deja escapar una nube de vapor que empaña los vidrios. Maruca entra apurada y al pasar recoge un delantal gris, se lo coloca mientras espuma el puchero y apaga la hornalla con la pava hirviendo. Se desploma en una silla y suspira. Las mejillas arrebatadas y los ojos negros brillan en su cara. Con la mano derecha se quita los zapatos y se frota los pies. Mueve los dedos para arriba y para abajo y observa las medias gastadas en los talones. Suena el timbre de la calle, la mujer se sobresalta y mira el reloj de pared, son las 10 de la noche. Vuelve a calzarse. El timbre suena insistente. Sus pasos se oyen rápidos por el pasillo. Una puerta se abre, un confuso murmullo y un largo silencio. Los pasos vuelven lentos. Maruca se detiene en el umbral, el rodete deshecho, las manos temblorosas sobre el rostro ensangrentado, los ojos desmesuradamente abier­tos.

El sillón de madera oscura envuelve el cuerpo de Mauricio. Una larga cicatriz divide su mejilla izquierda, tira de la comisura de los labios en una mueca que asemeja una sonrisa, desvirtuada por su mandíbula tensa. La nariz grande, surcada por pequeñas venas, la boca abultada, el labio inferior caído. Las cejas espesas sombrean los ojos pequeños. Con una mano sostiene una lupa y con la otra alisa papeles de diarios antiguos y mapas desplegados sobre la mesa de madera negra. La lupa va y viene enfocando distintos puntos que pincha con alfileres. Mauricio la acerca, la aleja; las letras aparecen ampli­ficadas, los puntos del mapa toman relieve, crecen, muestran sus nombres y sus secretos. Deja la lupa apoyada a un costado. Con un marcador resalta textos seleccionados en los diarios. El cuarto está en penumbras. Las cortinas de terciopelo sellan las ventanas. Unos golpes suaves se oyen en la puerta. Mauricio vuelve la cabeza y tarda unos instantes en preguntar:

—¿Quién es?

-Yo.

—¿Yo quién?

—Aída.

—Dejame en paz.

-No.

—No entrés.

—Sí, voy a entrar.

La llave gira en la cerradura, la puerta se abre. Asoma una mano blanca, la falda negra ondulante, el perfil anguloso, el pelo oscuro. Aída agita un sobre en la mano. El viento se cuela en el cuarto, vuelan desordenados los papeles. Mauricio no la mira, sólo detiene sus ojos en el sobre y dice:

—Dámelo.

—Ni lo pienses.

—Por favor.

—Me das lástima cuando suplicás, nunca te lo voy a dar.

Aída acaricia el sobre, lee en voz baja el nombre escrito en el frente, lo da vuelta y mira a su hermano.

—No tiene remitente, no es de nadie, lo voy a tirar o romper.

—Es mío, sabés que es mío.

Ella gira rápidamente y sale, cerrando la puerta con llave.

Recostado boca abajo en el jardín, Mauricio sigue con la mirada el camino de hormigas. Cada tanto, el niño las enfoca con la lupa una por una. Está concentrado; por momentos deja la lupa y pone la mano para que suban por ella, prestando especial cuidado en no dañarlas.

Aída se acerca y grita. Su hermano se vuelve enfurecido, amenazándola con el puño cerrado. Ella ríe imitándolo con gestos burlones. Con la punta de la zapatilla pisotea una a una las hormigas.

Maruca acomoda el disfraz de colombina en el perchero. Los distintos disfraces se mezclan apretados en perchas y maniquíes. Sobre una mesa larga, la hilera de cabezas blancas de telgopor luce pelucas multicolores; flequillos azabache, rulos platinados, cabelleras cobrizas, también capelinas, turbantes y sombreros con plumas y flores. Maruca se mueve ágil por el cuarto; sus manos fuertes y seguras tocan, palpan, presionan, ordenan. Se sienta en un sillón y abre un costurero de tapa acolchada de la que asoman cabezas de alfileres y agujas enhebradas. Se pone los anteojos que saca del bolsillo del delantal y empieza a coser. Aída entra sin mirarla, sólo lleva puesto una bombacha y un corpiño de satén blanco y el pelo envuelto en una toalla. Maruca continúa su trabajo, la observa con disimulo, los labios apretados, los ojos tensos, las manos rápidas. Aída revisa los percheros, elige algunos disfraces, los acerca a su cuerpo y los descarta.

—¿Dónde está María Antonieta?

—Se la llevaron.

—Te dije que la quería.

—¿Lo viste a Mauricio? —pregunta Maruca levantando los ojos.

—Sí, ¿y vos?

—Me parece que está asustado.

—¿Lo viste?

—Lo escuché.

—¿Pero lo viste?

—No, me tiene harta con el violín —dice Aída mientras se prueba un antifaz con lentejuelas. Se vuelve hacia Maruca:

—Conseguirne a María Antonieta por favor, lo necesito esta noche.

—Imposible, ahí tenés a colombina, lo acabo de planchar, además te queda mejor.

Maruca pincha la aguja en la almohadilla, se quita los anteojos, busca el vestido de colom­bina y se acerca a Aída.

—Quédate quieta —dice, vistiéndola.

Mauricio mira fijamente sus manos. Su cuerpo, envuelto en la robe de chambre desco­lorida, parece empequeñecido en la silla de ruedas, los hombros cansados. Frente a él, con un disfraz de arlequín en la mano, Aída le dice dulzuras al oído. Él sacude la cabeza:

—No quiero, dejame en paz.

—Es la última vez, te juro que nunca más, por favor.

Ella se impacienta. Suspira hondo y vuelve a suplicar, intenta acariciarlo pero él detiene la mano y dice con voz húmeda:

—¿Por qué me hacés esto?, ¿hasta dónde querés llegar?

—Dejame a mí, querido, vos sabés que es inútil, que siempre ha sido así.

Aída deja el disfraz sobre una silla, sus brazos envuelven la cabeza de Mauricio, que él esconde en el pecho de su hermana. Ella acaricia el pelo encanecido de la nuca; las manos bajan por la espalda, suelta el cordón de la robe de chambre y se la quita. Él parece un muñecodesarticulado, sin voluntad. Ella deja al descu­bierto el cuerpo semidesnudo.

—Mi bebé, mi chiquito, dejame a mí.

Arrodillada frente a él, le quita la camiseta y el calzoncillo, le acaricia la entrepierna y se detiene en el sexo fláccido, hunde su cabeza en el vientre y lame despacio. Después introduce las piernas muertas en el ajustado pantalón del disfraz, le pinta la cara, le pone un antifaz, lo mira y sonríe.

—Ahora a esperar a tu Colombina —dice mientras gira el cuerpo, sale y cierra con llave.

 

Las hojas de papel, desparramadas en el patio, revolotean por las ráfagas de viento. Sentados uno frente al otro con los ojos vendados, Aída y Mauricio improvisan una escena teatral.

—Te equivocás todo el tiempo, Romeo no puede hablar así, entendelo, está enamorado, está loco por Julieta y vos tartamudeás.

—Pero si me tapás los ojos yo no puedo ver a Julieta, no puedo sentir.

—Ah, ¿y si fueras ciego? ¿acaso los ciegos no se enamoran?

—Pero yo no soy ciego.

—Es inútil, nunca vas a aprender, a ver, dejame a mí, yo te voy a acariciar un poco, a ver si entendés.

Aída se acerca y con malicia le pasa muy suave la mano por la pierna desnuda.

—Ahora decí el texto, decile a Julieta lo que sentís —le dice mientras lo sigue acariciando.

Él tartamudea aún más y sólo alcanza a decir palabras sueltas. Ella le toma la mano y la pone sobre su pierna.

—Pensá que está amaneciendo, que se tienen que despedir, que ella tiene la piel muy suave, que la querés seguir tocando, así Romeo, así, más, acariciame más, amado mío, esposo, más, más.

 

Por la puerta entreabierta del cuarto de Elvira escapan voces, susurros. Desde la planta baja suben los ruidos de la cocina; el silbido de la pava sobre el fuego, la radio siempre encendida. La casa en movimiento, la afeitadora eléctrica de Esteban, la absurda conversación del loro. Y en el cuarto de Elvira, Aída luchando por librarse del abrazo de su madre. Las trenzas oscuras se sacuden y los moños se agitan, también se agita el cuerpo en el intento de escapar de los brazos que la sujetan con fuerza y la retienen sobre la falda. Elvira se abre el camisón y saca un pecho pálido y descarnado.

—Tomá, mi chiquita, tomá la leche que te da tu mamita —le dice apretando su pezón contra la boca hostil. Aída la rechaza con las manos buscando separarse, pero Elvira la aferra de las trenzas y la oprime contra su pecho. Las lágrimas brotan con furia de los ojos de su hija, se muerde los labios para no gritar, finalmente lanza un chillido y se arquea hacia atrás. Elvira se asusta y la suelta, Aída cae y se arrastra protegiéndose la cabeza con los brazos. Elvira susurra una canción de cuna.

 

En el desván se acumulan muebles aban­donados con maletas en desuso y flores de papel cubiertas de polvo. Es el refugio de Aída, el altar de los sueños, el espacio de lucha y de llanto rabioso. Sentada en la pequeña silla de madera, la niña estruja con las manos sucias el vestido de lino blanco. Los bordes del vestido están mojados por la orina que corre por las patas de la silla formando un charco. Aída levanta el cuerpo inerte y desnudo de la muñeca rubia, lo tironea de las piernas, arranca la peluca rala y apelmazada, dejando al descubierto la cabeza calva. Las manos infantiles se mueven ansiosas sobre el cuerpo indefenso. La muñeca deja verotras heridas, las bolitas azules brillan en las cuencas de los ojos abiertos. Ya no se mueven, tampoco responde el mecanismo interno, no dice mamá, sólo un sonido extraño brota cuando Aída la sacude y ordena:

—Decímamá, decímamá te digo.

La muñeca no obedece, la niña la sacude con más fuerza, la tira sobre el charco de orina y sentencia:

—Si no decís mamá te dejo ciega.

Aída tiembla de furia, sus puños cerrados se agitan y los labios finos empalidecen. Hunde los dedos en los ojos impasibles de la muñeca, saltan los resortes y las bolitas ceden.

 

  De: Gallito ciego (Vinciguerra, 2011).