El sonido de una marcha militar cerró la conversación.
-Comunicado de la Junta Militar….
La Gallega aplastó la colilla del cigarrillo contra el fondo de la copa y tras colocarlo en la mesa ratona ubicada en el centro de la sala, se retiró sin hacer ningún comentario. Atravesó las cuatro puertas, dos a cada lado, que daban a las habitaciones, pasó por delante de la cocina en donde el vapor que brotaba a chorros por el pico de la pava hablaba de un olvido involuntario y, atravesando la pesada puerta de chapa, salió al patio interno de la casa.
El cielo estaba cubierto de pequeñas perlas titilantes y apenas alguna que otra rala nube se atravesaba cada tanto frente a la luna. Una luna turca, creciente y brillosa alumbraba hacia ninguna parte. Hacía mucho calor a pesar de la hora. Algunas rachas que surgían de repente no hacían sino sacar el calor desde abajo de los árboles o desde atrás de las piedras. La Gallega tosió y eso le hizo llevar, sin darse cuenta siquiera, la mano hacia el costado del vestido en busca de un cigarrillo. Recordó que los había dejado sobre la mesa del living y no tenía ganas de volver a entrar para buscarlos. Respiró hondo y llenó sus pulmones de oscuridad. Desde adentro, provenían voces fácilmente identificables como la de la señora Susana y Elvira, lo que indicaba que el comunicado militar había concluido. Discutían. La Gallega cerró la puerta tras de sí, se adentró unos pasos, se quitó los zapatos y apoyó los pies sobre la tierra fresca. Volvió el silencio.
Hacía días que no se sentía bien. No era un malestar físico. No era dolor. Era esa sensación de tan difícil descripción que es imposible hablar de ella sin que, de manera instintiva, uno se frote la mano en garra contra el pecho.
-Será que me está costando bancarme los cuarenta –pensó.
La Gallega alguna vez tuvo nombre, aunque ahora casi ni ella lo recuerde. Margarita Martínez se llamaba. Había nacido en un suburbio de Buenos Aires y a quien toda su infancia llamó mamá era su abuela Rosa, una de las tantas inmigrantes que trajeron los barcos en busca del porvenir que la España de entonces les negaba. Mamá Rosa acunaba el recuerdo de la Alameda de la Apodaca, allá en Cádiz, a pocas calles del barrio que la vio nacer y desde donde observaba, como otros tantos, los barcos que marchaban, junto al levante, cargados de sueños y esperanzas. Allí, bajo los árboles frondosos que la protegían del agobio estival, con la mirada perdida en el Mediterráneo, imaginaba la lejana América quizás con la misma ingenua inocencia de los conquistadores que la precedieron. Había tanta muerte en ese entonces por la vieja España. ¡Había tanta ilusión más allá de ese mar interminable…! Un día dejó de mirar las olas del Mediterráneo desde los torneados barrotes de la Apodaca para mirar el barroso Río de la Plata desde el puerto, donde era un bulto más entre tantos bultos que bajaban de los barcos rumbo a los conventillos. Uno de los tantos conventillos en donde a los trece años perdió la virginidad y lo que le quedaba de esperanza. Quizás por eso a su hija la llamó así: Esperanza. Una Esperanza de ojos vivaces y sonrisa eterna que creció a golpes de miseria al influjo de una melodía que por entonces enloquecía a quien la oyera. No había llegado a los quince años cuando ya sus piernas se entreveraban, atrevidas, al compás de las milongas y los tangos. Mamá Rosa rezaba. Rezaba y esperaba cada noche, cada madrugada, que llegara Esperanza sana y salva. Ella sabía que una muchacha bonita y desenfadada podía llegar a ser motivo de peleas y traiciones. No había cumplido aún los diecisiete cuando le dejó una criatura recién nacida entre los brazos y escapó con alguien cuyo nombre negó hasta el olvido. Nunca más se supo de ella. Se dijo que jamás la buscó ni se enteró de que alguien preguntara por ella. Ni en ese conventillo de la calle Balcarce ni en esa calle sin nombre al costado del terraplén cerca de la Estación de Hurlingham.
Allí creció la Gallega, cuando todavía era Margarita. Aunque mamá Rosa nunca la llamó por ese nombre. Para ella siempre fue “mi chiquita.”
Mamá Rosa murió de tuberculosis cuando Margarita tenía diez años. En el féretro que entregó el municipio alcanzó a colocar, antes de que lo cerraran, sus últimas lágrimas y la muñeca rubia que le regaló Evita.
De: Cuatro putas peregrinas (2012).