UNA POÉTICA SIN HUELLAS

 

 

 

         No es casual que Stella Maris Ponce sea una poeta entrerriana. No es casual que la colección donde publica sus Rituales de la nochese llame "Ríos al Mar". No es accidental, tampoco, que se la pueda inscribir - ­aunque su lenguaje y su estética sean, desde luego, los de nuestro tiempo - ­en la tradición de los Andrade. Sobre todo, en la de Agustina Andrade, autora de estos versos: "Yo soy un ave tímida, agreste / nacida sólo para cantar / bajo los ceibos y los chañares / de las orillas del Uruguay // Donde bandadas de aves canoras / van en las tardes a contemplar / el llanto de oro del sol que muere / de las corrientes en el cristal. // Por eso apenas murmuro ahora / los dulces cantos que allí aprendí. / Me falta el cielo, la luz, el aire /¡Ah! ¡Quién pudiera volver allí."

 

         Stella Maris no es "un ave tímida" como acostumbraban serlo las poetisas a principios del siglo XX. Pero es, sin duda, en tanto hija del aire, la luz, y el agua de la tierra entre los ríos, una poeta fluvial. Los poetas f1uviales suelen ser ligeros, luminosos y profundos, como las grandes corrientes que cercan el espacio donde han nacido. También suelen tener una "conciencia edénica". A pesar de los males del mundo, del deterioro del tiempo, del "dolor de ser vivos", creen, secretamente, que su Mesopotamia es una reedición de la original: ésa que el mito ubica entre el Tigris y el Éufrates y que el Verbo de Dios regaló a la especie humana para que el "dolor de vivir" le fuera leve.

 

         Pero el paraíso de Stella Maris Ponce, no es una realidad estática y lejana, hecha de una vez para siempre, sino, antes bien, conforme al espíritu de uno de los libros más bellos de nuestra vanguardia (Dias como flechas, de Leopoldo Marechal), pura futuridad, tensión constante, ronda evanescente de imágenes que se crean para disiparse en seguida, tal las imágenes de un sueño, dejando en el aire y en la memoria el recuerdo de una luz secreta. La poeta de Rituales de la noche sabe que "ingresar a las formas es morir" (p. 81), ypara asegurarles a sus criaturas una vida eterna, las resguarda en el umbral del ser, en el juego perenne, en la antesala de la creación. El mundo camina, el mundo marcha, gracias al "Trueque" (p. 75) -se dice en un poema-. El trueque de unos escarpines para un niño, por los zapatos reparados de la mujer que teje los escarpines; el trueque de una imagen por la otra, de un ser por otro, en esa ronda de apariciones y desapariciones, de escamoteos y hallazgos, que es el juego de las metáforas.

 

         Stella Maris Ponce practica ese juego con gracia y destreza, sobre los casuales objetos y espacios que nos rodean y nos constituyen y en especial sobre los "elementos naturales" de los presocráticos, de la alquimia, de los simbolistas, que en todo buscaban y encontraban insólitas correspondencias. Este mundo de ecos y resonancias entre el aire, la tierra, el agua y el fuego, está cruzado por reverberaciones sutiles y vínculos mágicos. No hay "cosas" cerradas en sí mismas, sino organismos vivos, que modifican, con sus cruces imprevisibles, el mapa de la realidad.

 

         Si todo poeta, como dijera Borges, se sintió alguna vez frente a la "obligación de definir la luna", Stella Maris Ponce no busca para ella equivalencias sustantivas, la describe por gestos y movimientos: la ve nacer desde el fondo del río, envuelta en sepia. Ve el agua llenarse de luna, y abrirse el lecho del río para que la luna se recueste y su luz se haga espuma sobre las piedras (p. 21). O sabe que esa luz lunar es una larga enredadera que une a ella, la mano de una niña y de su madre (p. 27). En ese caleidoscopio o "lejana calesita a la que llamamos vida" (p. 51)cuya esencia es girar, los espacios se cruzan, sorprendentes, los ámbitos distantes se interpenetran. La arena es "un campo de nubes / que encierran miles de pequeñas campanas" (p. 97); "el silencio es una danza de pétalos" (p. 101), y las llamas dudan si seguir o no encendidas, porque vivir es transformarse y cambiar, porque dejar de ser es sólo un equívoco, un espejismo. Dafne florecida, siempre joven, se erige como emblema de esas metamorfosis. (p. 103) donde no se muere, sino que se sobrevive, con identidad multiplicada y nueva.

 

         Así, recuerda Julio Cortázar desde un certero epígrafe, "el tiempo es un bicho que anda y anda", y del colibrí y de las flores de la aljaba, sólo se ve la mancha roja de un temblor. La contradicción es sabia, y se puede quedar, como los grillos, abriendo caminos en el aire. Las nubes llevan mensajes escritos que acaso no descifraremos nunca, porque la belleza es la inminencia de una revelación, no la revelación misma, y porque también nosotros somos bichos "que vamos hacia la luz atravesados por el tiempo" y llevamos para los otros un mensaje ignorado, como las nubes que pasan.

 

         En esa percepción de la levedad del ser, que para Stella Maris Ponce no es intolerable, sino más bien, una celebrada condición, se construyen los haikus que también forman parte de este libro y que lo iluminan con reflexiones fulgurantes, para recrear las cosas desde otro ángulo de la mirada, y señalar, en la apariencia quieta, el brote del futuro (de la transformación), la vibración del acontecimiento en el presente estático:  "Rama desnuda. /Sueños de primavera /dentro del árbol", "Ella suspira/y el aire ya es encuentro/ en la ventana." (p. 111)

 

         Lejos de toda soberbia, de toda voluntad monumental, las palabras de esta poesía se disuelven en lo indominable y lo infinito, llevadas por el amor de la aventura, no por el afán de la posesión. Andar es nadar y el mar es como un desierto. Agua y desierto se parecen en que ni sobre el agua ni sobre la arena se dejan huellas. Tampoco sobre el aire, que es un mar o un río inverso, ni sobre la luz, que es la más alta forma del fuego. Cuando se piensa en alas, se piensa en garzas; no se busca la hazaña épica -clavar una pica en Flandes o en el sol- sino cubrir las nubes, "esas masas gaseosas donde todo se disipa", con "un brillo nacarado de espuma marina"

 

         Cabe preguntarse por qué este libro, tan colmado de brillos y destellos, dilatado en espacios luminosos, se llama Rituales de la Noche.Quizá, me respondo, para recordamos que la noche es la madre de la luz, y que sus blancos resplandores no dañan ni hieren, protegen la promesa de la vida. Esa luz de la noche original se enciende, con peculiar intensidad, en el último poema del libro titulado "En el principio era el verbo". Es la luz de la Nada que es anagrama de Adán, el primero de los hombres. Una vez más, en la poesía, el juego de los significantes, la trama del sonido, se convierte en sentido, en significado.

 

"Nada.

La Nada.

Estar -en-la-nada.

Enalanada en la lana de la nada.

Abrigada, cubierta por la nada.

La nada es una araña. Un lanadar.

Nadar en la nada

Nadamente

Nada-en-la-mente.

Nada la mente en su mar.

 

Enredadas en algas giran las aspas de la mente

Buscando algo en la profundidad.

 

         Nada ® en el agua... olas

         Nadar ® en el aire... alas

 

            La Nada no es la ausencia, el agujero negro, el terror del vacío. Es abrigo, infinito sostén, potencialidad de vuelo. Lejos de la calavera y la guadaña, aparece como otra figura de los cuentos infantiles: un Hada. Su luz azul derrite la escarcha mientras los mortales duermen.

 

         El verbo de esa nada o esa hada, no habla en imperativo. Pero sabe comunicarse con los durmientes, sin omnipotencia, casi imperceptiblemente. Como si se tratara de contarnos un cuento, el mundo empieza así: “Sólo el suspiro leve de un Hada / que se despierta / y nos llama / al oído / con susurros / cada mañana.” (p. 129)