Era una mixtura entre Robin Hood, Linterna verde y Tarzán. Andaba a los saltos de un árbol a otro, con un arco y las flechas calzadas en la espalda. Se confundía en el paisaje y viajaba a la misma velocidad que nuestro auto en plena ruta camino a algún pueblo de la Costa Atlántica. Se llamaba Flecha Verde y creo que su virtud era justamente ésa: aparecer y desaparecer entre el follaje a una velocidad asombrosa, con piernas y brazo de una elasticidad que hubiesen sido la envidia del hombre de goma. Su función era la de un ángel guardián de turno por la mañana. Flecha Verde custodiaba el camino y nos defendía de posibles enemigos. De posibles males. Pero sobre todo era la mejor distracción que encontraba mi viejo para que yo me quedara en el asiento tranquilo y dejara de romper las pelotas con eso de estoy aburrido, tengo hambre y cuándo llegamos. “Mirá, allá, allá está Flecha Verde”, decía mi viejo. Y yo miraba allá, donde sólo se veían las ramas de los árboles y algunos huecos misteriosos entre el verde.
Cuando tenía siete años viajamos a Uruguay y luego de algunas horas de buscar sin suerte a Flecha Verde en la hilera de árboles al costado de la ruta, me dormí entre mis dos hermanos, en el asiento de atrás. Siete quilómetros antes de llegar a Montevideo, cuenta la historia familiar, mi viejo quiso pasar un camión y se le rompió la dirección del auto, entonces volanteó desesperado y sin sentido, hasta que un poco antes de dar de frente con un árbol, pisó el freno. Dimos dos vueltas y media: nosotros tres terminamos sentados sobre el parabrisas del auto, milagrosamente vivos. Papá se azotó la cabeza contra el asfalto, mi vieja se rompió el brazo y a mi hermano se le veía el hueso de la rodilla que había raspado contra el piso.
Yo no tenía nada, nada más que una mancha de sangre ajena, que me limpié con miedo. Nos sacaron a los tirones del auto aplastado temiendo que explotara. Mi viejo gritaba que por dios no nos separaran, que nos llevaran a todos juntos.
Después de tres días de reposo en Montevideo, de hospitales y esperas, de liberar el susto cada cual a su modo, volvimos a la ciudad y en casa nos esperaba un tío con una botella de champagna para mis viejos. El champagne para celebrar que estábamos vivos.
Papá se hundió en una depresión de meses cuando se puso a pensar que en una maniobra podía haber llevado a su familia de viaje al final. Tenía la facha de un boxeador masacrado a piñas y no se levantaba de la cama. Mi hermano se quitaba los vidrios de la rodilla con una pinza y mi vieja se acordaba de un sueño mío.
Una semana antes de viajar, yo soñé y le conté la imagen del sueño como una foto: el auto en llamas al costado del camino y yo caminando solo por el medio del asfalto. Caminaba buscando algo o a alguien, perdido, mirando los árboles gigantes, pidiendo que Flecha Verde apareciera de una vez para salvarnos.
(De: Mala letra)