Perros, caseríos, leña, enredadera, fuegos, madrigueras… cosas de las que están hechos los versos de Jimena Arnolfi. Sus ingredientes. Sus secretos. Versos que se amasan y ven la luz en cierta zona rural de Gualeguaychú. Versos transmigrados, autoexcluidos de la ciudad y sus costumbres, del gris asfalto y sus mañas citadinas. ¿Puede la realidad transformar los versos de un poeta? ¿Puede determinado lugar modificar el devenir de una obra?
“Le voy a contar a mi madre/ que dejé de llorar/ aunque sea mentira”.
Arnolfi nació en Buenos Aires en 1986. La conocí en una lectura en el barrio de Congreso, hace varios años, cuando las discusiones del campo literario era más retóricas, más puntuales y más ajustadas al decir poético que a la coyuntura política nacional. De aquel encuentro me quedó la impresión de haber conocido a una mujer entera, una poeta introspectiva y alegre, de sonrisa joven e intensa mirada interior. Sus palabras aquella noche, el tono de su voz, sus versos, todo me inclinó a la lectura posterior y a un reconocimiento, que sentí mutuo.
Un poema transforma al poeta, sea este quien lo da o quien lo toma. Si no hay transformación no hay poesía. Leer un poema –si este no se pretende más de lo que es– debería cambiarnos. Lo mismo cuando se trata de escribirlo, darle entidad, hacerle un lugar –por marginal que sea– entre la poesía de una época. De nada sirve la descripción inocua de estados y temperaturas, colores y materiales, nombres de cosas o lugares y personas. Las listas ordenan argumentos, devenires de capítulos, estructuras narrativas. Pero no se pueden enlistar adjetivos en el poema. No vale de nada hacerlo. Porque “describir en el poema es nombrar”. No lo digo yo. Lo dijo el poeta francés Henri Meschonnic. Adjetivar revela una confianza brutal en el lenguaje; ese tipo de confianza que da nombre, que no deja nunca de nombrar.
“Rancio” puede ser un comentario o el estómago de un perro en Gualeguaychú. Olor fuerte, putrefacción impregnada, vísceras echándose a perder. Arnolfi adjetiva así para nombrar a esa jauría desolada que le hace compañía. “Rancio”. No abusa del recurso. Sus versos accionan con limpieza quirúrgica. Quieren decir. Escriben verbos y sustantivos con primacía. Se dejan hablar por la poeta. Pero a veces, solo cuando es necesario, los adjetivos asoman seguros, concisos, únicos y deseados de tan escasos.
“Mis perros se purgan en público./ Creerán que a veces hacer todo mal/ es lo que hay que hacer./ Aplico mi oreja a sus estómagos,/ escucho el sonido de las tripas rancias/ que después vomitarán”. O más adelante: “Compartimos almohada con un millón de ácaros./ Todo está envuelto en las grietas calientes/ y oscuras del colchón. No duermo tranquila.”
La excepcionalidad del adjetivo exige el reparo en ese uso que se pretende inadecuado. Las grietas son “calientes y oscuras”. No son dobleces, no son líneas o formas de fábrica. Aquellos surcos del colchón son grietas, y como tales, son oscuras y calientes. ¿Hay alguien en la sala que no haya interpretado un sentido político en el uso del término “grieta” y un modo específico de nombrarla, a partir de esos únicos adjetivos del poema?
Arnolfi no celebra –algo que ha sido tan habitual en la poesía– sino que está casi enfrentada a su propia escritura. En lugar de aparecer jocosa, manipulando rimas o juegos de palabras, lo que elige es designar. Arnolfi doblega al lenguaje, da batalla, desgrana los objetos en sus “otros” sentidos posibles, analiza, define, inventa un mundo a partir de aquellos objetos que observa, y después lo habita. “No todas las trepadoras/ pueden agarrarse a la pared/ y enamorarse perdidamente./ Sus tramas son complejas,/ pliegue, repliegue, despliegue.”
Un poema es bueno cuando no celebra. Porque en ese gesto de detener la fiesta es que, entonces, el poema transforma la realidad. La observa, la recorta, la reedita. No hay misión del poeta más allá de esa. Volverse más humano, más sujeto sujetado en el lenguaje. Un poema es, antes que ninguna otra cosa, un acto del lenguaje. Una relación entre el sujeto y su lengua. No es el producto de un trabajo, ni expresa un intercambio material. Nada de eso.
El poema no reditúa, no educa, no alimenta, no dignifica. El poema significa. Da sentido al mundo de un sujeto porque se hace a él. Es el resultado de una praxis que no cesa en su razón de ser: seguir haciendo, siempre, a un sujeto.
Por Leticia Martín.
Tomado de: La agenda.