LAS CUATRO

Despierto, mi mujer duerme serena; me pongo las pantuflas y tambaleante recorro en la oscuridad el pequeño espacio que existe entre la cama y el ropero, mientras trato de no golpear las rodillas y tobillos contra sus bordes. Salgo de la habitación y llego al pasillo, adivino las paredes y me dirijo hacia el final; a la izquierda se encuentra la pieza de nuestra hija —la tenue luz del velador me permite notar que también duerme— y a la derecha el baño. Ingreso, enciendo la lamparita y deposito mi cuerpo sobre el inodoro. Orino. Por el mismo camino regreso a la cama. Me acuesto y tomo el celular. Como todos los días son las cuatro, las cuatro en punto: nunca las tres o las cinco, ni las tres y treinta o cuatro y treinta o alguna otra hora intermedia; solo la costumbre y mi curiosidad hacen que controle, pero sé que los números de la pantalla me dirán que son las cuatro. Si es día de semana, pienso que restan tres horas antes de levantarnos; si es sábado, domingo o feriado, que el tiempo de sueño que nos queda es ilimitado. Tras eso vuelvo a dormir, tal acontece hace… ¿Cuántos años ya? ¿A partir de cuándo me sucede a diario a las cuatro de la mañana? Aunque pretenda olvidar, lo recuerdo con claridad: desde esa helada noche de invierno de hace quince años en que una temblorosa voz en el teléfono me avisó, con exactitud a las cuatro, que no despertarías nunca más.