De Inventario (Ediciones Danke, 2020)
Viale, Entre Ríos, 195…
A contrapelo del mundo, cada vez que el teléfono suene a altas horas de la madrugada ni Sofía ni su esposo marinero saltarán de la cama haciendo un recuento veloz de las malas noticias posibles.
Sin apuro, Sofía se envolverá en lo que encuentre, un suéter del marinero o su salto de cama, e irá al living a atender. Boris, su hermano, la llama desde Francia.
Sofía lo escuchará dar vueltas, divagar un buen rato antes de llegar a lo que quiere decir. Él siempre ha sido así, necesita rodearse de un colchón de anécdotas vanas y excusas para justificarse incluso ante ella, que es y será siempre su única confidente.
Mientras tanto Sofía semidormida garabatea flores en un papel, se pregunta cómo hará Boris para pagar las llamadas de larga distancia y usa los dedos para calcular qué hora es allá. Las ocho de la mañana. Su hermano mayor es amigo de la noche, la llama justo antes de irse a dormir.
Cuando por fin llegan al hueso de la charla, Boris se ocupa sobre todo de contarle sobre Emilio. Emilio y sus canciones melancólicas, Emilio y sus paseos por todos los bares de la ciudad, Emilio y su casa que es un laberinto de pasillos y está llena de discos, Emilio y su amistad desprendida, liberal. Emilio.
Del otro lado de la línea Sofía sigue la película que presiente destinada al fracaso preguntando detalles. Quiere saber, por ejemplo, de qué color tiene el pelo Emilio. Más tarde, cuando Emilio salga de escena, querrá saber a qué se dedica Félix, de dónde viene el apellido de Viktor. “Es croata”, responderá Boris antes de asegurar que esta vez está enamorado de verdad. Como estaciones de metro, se sucederán Denis, Bruno, Luis, Pierre, Facundo.
Con el tiempo, en sus llamadas Boris empezará a decir que todo va mal. Qué cosa, preguntará Sofía. Todo, todo está mal, responderá él enroscando los dedos en el cable que lo une a su hermana como si fuera la única cuerda firme que lo aferra al mundo.
Sofía sospechará que Boris mezcla alcohol con pastillas, que usa su título de médico para conseguirlas, y que es depresivo.
Al cabo de treinta años se habrán visto unas diez veces, pero Boris y Sofía habrán conversado cientos, miles de horas. Un día Boris llamará y en vez de Sofía atenderá uno de sus hijos: ella está en el hospital. Los médicos dirán que el tiempo que quede hay que aprovecharlo y Boris, un corazón acostumbrado a quedarse solo y romperse, consultará desesperado por vuelos, escalas y pasajes, pero no se animará a regresar. En cambio, aprenderá de memoria el celular de su sobrino y lo llamará todos los días más de una vez. Nervioso, reticente. Sin querer saber demasiado.
Una madrugada el teléfono de Boris sonará durante horas. Él se encerrará en su cuarto sin atender.