Las armas

Primer capítulo de Las armas (Agua viva ediciones, 2021).

 

I

 

Los cazadores caminaban con borcegos, se movían con la paciencia de quien tiene la certeza de estar por ejecutar una obra programada. Y los pastos se inclinaban en una reverencia.

            Los sacos pesaban como un cargamento. Tenían bolsillos grandes y dentro de ellos los estuches de las balas y de los cartuchos. Los colores estaban antes en la tierra y después se pasaban a la tela, como si los cazadores formaran parte de la brutalidad del paisaje, como si en ese acto de vestir los cuerpos de los hombres estuviese su verdadero fin que era dejar de ser un disfraz para mostrarles quiénes eran.

            Los disparos rompían con el silencio que tienen los cielos espesos marginados del tiempo por la distancia. El silbido de la bala rajando el aire atravesaba la niebla y la memoria. Igual a los teros que armaban el vuelo chillando, mi pensamiento se iba hacia otros rincones.

            Había en mi infancia un oso rojo sentado al lado mío en un auto armado por sillas de caño que estaban oxidadas en el patio. Acostaba cada una en el suelo y las amontonaba para que formaran el cascarón de un auto. Las charlas con el oso eran sobre los viajes que haríamos y las ciruelas que manchaban las veredas podían ser nieve o arena según la ruta que tomáramos. Le contaba al peluche, que tenía mi altura, la historia detrás de la rodilla raspada. Una siesta me había trepado por los huecos de los ladrillos del tapial, me convencí de mi equilibrio, incorporé el cuerpo hasta pararme. Con un brazo me prendí de la rama del ciruelo de Arnoldo que se asomaba siempre tupido de frutos a mi patio, con el otro tironeaba las ciruelas para comerlas. No vi el panal atrás del jazmín de mi mamá. Las abejas me atosigaron. Después vino la herida, algo blanco abierto entre la sangre. Hoy ya no tengo ni juguetes ni salidas al campo con el ruido de las armas, pero me casé dos veces, casarme me devolvió al entorno agreste de las cacerías que hacían los hombres de mi familia. Dejaban de ser el padre, el hermano, el abuelo o el padrino y se convertían en el traje. Eran cazadores. Cuando tenía dieciocho años me quedé embarazada. Pensar en “quedar” como por el toque de una varita mágica y no por el acto que esconde, me salvó de volver a revisar el ritual animal de la saliva chorreando en el borde del lóbulo de la oreja, del rumiar de lo que sale entre los dientes que no llega a traducirse, de las extremidades enredadas como trepando por el aromito cuando crece el arroyo y las rastreras envuelven los troncos.Y del agua que te llega hasta el cogote.Y de la asfixia del grito del último aire saliendo como si se empezara otra vida, y se acabara la propia.

            Me dejé llevar al altar del brazo de mi padre. Me dejé entregar al otro brazo cubierto de pelos negros enrulados que también odiaba. En la puerta de la iglesia, dos amigas con los jeans rotos fueron a verme y a dejarme grabadas sus imágenes para siempre. Era el fin del año dos mil y yo no volvería a ser joven nunca más.