De Malones, cautivos y cautivados, (Ed. Casa de Papel, 2022).
En la madrugada, la cautiva loca se ha matado. Acunando su bultito de trapos, se ha arrojado al vacío desde el despeñadero.
El indio que la había seguido por el camino de sombras esperó los primeros rayos de sol y vino a contárselo.
El secretario Basualdo trata de incorporarse, se calza las botas y ahí se queda, sentado en el cuero que le sirve de camastro, incapaz de cualquier movimiento.
El mensajero que le ha traído la noticia se retira.
El secretario se quedará inmóvil durante horas.
Desde hace tiempo ha aprendido a olvidar. Sin embargo, en la mañana fría de invierno, repentinamente, el secretario recuerda el momento exacto en que conoció a la cautiva loca.
Él está en las cercanías del toldo del cacique Ramón afinando las plumas que utiliza para escribir. De pronto repara en alguien que lo está observando, levanta la vista y la ve: delgada, de aspecto miserable, desgreñada y sucia, descalza. Acuna entre sus brazos un bulto envuelto en trapos:
«Su niño», piensa el secretario.
Se miran largamente, todavía quedan en su rostro ajado y curtido algunos rastros foráneos que los rigores del cautiverio no han borrado del todo.
Basualdo instintivamente se incorpora y la saluda; la mujer lo mira a los ojos, suelta una carcajada siniestra y se aleja corriendo hasta desaparecer en el monte.
Aquel día el secretario le preguntó al cacique por la mujer que había visto. Así supo que había sido mujer del capitanejoCaniupan; la había traído hacía ya unos cuantos años; tuvieron un hijo, pero el pichi murió al nacer, la cautiva enloqueció y el capitanejo la echó del toldo.
Desde entonces la mujer deambulaba por el monte como una sombra con un atado de trapos al que amamantaba varias veces al día como si fuera el hijo.
Al día siguiente el secretario se dirige al mismo lugar, se sienta en un tronco. Ella vuelve a aparecer, se queda a unos pocos metros y con un pecho desnudo menea su fragilidad frente a él mientras tararea una canción de cuna. El hombre queda inmóvil para no espantarla. Siente que la mujer encarna todo el horror y la desgracia del mundo. La encomienda a Dios; pero Dios no cabalga las pampas y tanta intemperie sin límites no llega a sus oídos.
En adelante, cada día el secretario apartará en un plato de madera algo de su ración para la cautiva. Lo dejará siempre en el mismo lugar y esperará a unos metros. Ella llegará sigilosa, tomará el alimento mientras lo mira a los ojos y desaparecerá lentamente.
Ninguno de los dos faltará nunca a la cita.
El espanto ligará al hombre a la cautiva en un vínculo que no podrá romper. Y él lo sabe, lo siente, lo supo desde la segunda vez que la vio.
Ahora la mujer está despedazada a merced de las alimañas. El secretario siente un dolor fuerte en los huesos como si tuviera fiebre y con la fiebre parecen subir a su cabeza escenas que ha olvidado.
En cautiverio, ha conocido personajes famosos en la frontera que llegan a visitar al cacique Ramón; así pudo ver al tan mentado Manuel Baigorria, el Cacique Blanco, trayendo cerca de cien indios de lanza y un hermoso caballo blanco; también, a uno de los hermanos Pincheira, tal vez el peor de ellos, salteador y ase-sino. Ahora vuelven a su cabeza tantos de esos personajes.
La memoria del secretario se empeña en desandar el tiempo: El viaje, las sacudidas de la galera que no le permitían conciliar el sueño; el polvo en el pelo, en la ropa, en la boca; el polvo como un castigo y aquel calor insoportable. Sus compañeros en aquella aventura: un comerciante puntano que él conocía, aquella vieja con demasiado colorete y un vestido azul brillante, el trompa del regimiento a quien le faltaba una pierna.
Iban en silencio. Basualdo, a un paso de ser abogado, se sentía superior a ese puñado de seres que con él atravesaban los campos; sólo quería llegar a Córdoba cuanto antes para asesorar a un estanciero en unos contratos con el ejército por lo que cobraría una buena paga que le permitiría recibirse e instalarse.
El muchacho iba ilusionado, con los ojos en el paisaje, acariciando su chaleco de seda violeta pálido con discretos arabescos y botones de nácar. Se lo había traído su primo desde París:
—Mirá, Heriberto, con este chaleco no parás hasta diputado.
Hace tanto tiempo que nadie lo llama por su nombre que al secretario le parece extraño. En realidad, el chaleco ha sido su única prenda fina porque siempre su economía fue bastante precaria.
Recuerda el grito del postillón:
—¡Se nos viene la indiada!
Fue lo último que dijo porque un bolazo en la cabeza lo tiró del caballo.
– ¡El que tenga un arma que la use! —ordenó el mayoral, y un lanzazo en el pecho lo sacó del pescante.
La vieja pintarrajeada comenzó a gritar. El comerciante tomó de su maletín una pistola y, sacando medio cuerpo por la ventanilla, disparó apenas un tiro porque una lanza le atravesó el cuello. El trompa de la guarnición se prendió el botón del cuello de la chaquetilla, sacó pecho y se quedó quieto. Heriberto no sintió miedo; supo que no iba a morir, tal vez, por esa inmortalidad que los jóvenes creen tener comprada. En realidad, no alcanzó a reflexionar porque dos brazos poderosos lo arrancaron de la galera.
Una vez todos en tierra, el capitanejo que comandaba, sin desmontar, señaló con su lanza la chaquetilla del viejo soldado. El trompa se la entregó. La vieja ya no gritaba, parecía una estatua. El capitanejo giró el caballo y señaló el chaleco de Heriberto. La respuesta fue instantánea:
—¡No!
El indio no se inmutó. Miró al resto de la indiada y ordenó llevarse al muchacho. Ataron con un tiento sus manos, lo montaron en uno de los caballos y se lo llevaron dando gritos desaforados.
El malón llegó a las tolderías de Ramón Coyhepan. El griterío era infernal. Parado a la entrada del toldo más grande, estaba el cacique.
A Heriberto lo sorprendió el aspecto del indio con atuendos de gaucho; se lo podía confundir tranquilamente con un estanciero rico, excepto por la vincha tejida en colores blanco y negro que le sostenía la pelambre.
El prisionero fue desmontado bruscamente y llevado a empujones frente al cacique que lo indagó y, en seguida, supo que Heriberto Basualdo era casi abogado, que sabía muy bien leer, escribir e interpretar la ley.
—Desde ahora vos siendo mi secretario.
Así quedó sellada la suerte del muchacho porteño. Le señaló un rincón en su toldo y le entregó un cofre de metal con plumas y tinta. De allí en más Basualdo debió escribir peticiones al gobierno, a los jefes militares, a los obispos; contestar a los mismos; leer en voz alta los diarios viejos que llegaban con los malones. También tuvo privilegios: comía regularmente, no intervenía en los combates; con el tiempo se le dio un caballo. Alguna vez el cacique le había ofrecido una china; Heriberto había dicho que no y nunca más se tocó el tema.
Ahora el hombre comienza a recordar aquel día que el malón no había traído cautivos: sólo una carreta conducida con muchísimo cuidado y, en su interior, un inmenso espejo, posiblemente traído de Europa para la sala de alguna estancia.
Lo bajaron como a un tesoro y lo apoyaron en un tronco. Los más alborotados eran los chiquilines y las mujeres. Se acercaban, se descubrían en el vidrio, se reían nerviosos y salían corriendo.
El secretario jamás se había asomado al espejo: sentía, como la indiada, que era juego de mujeres.
Por primera vez, después años de cautiverio, el secretario siente un incontrolable deseo de mirarse a sí mismo. De un salto, con la firmeza del hombre corajudo que enfrenta a su adversario, se planta frente al espejo.
Lo que ve le hiela la sangre: tiene frente a sí a alguien que lo mira espantado; la barba enmarañada, el cabello lleno de canas, la frente surcada por arrugas, botas de cuero de potro, la camisa hecha jirones, el chaleco descolorido lustroso por la mugre y sin un solo botón. Tiene frente a sí a Heriberto Basualdo, casi un aparecido que regresa de la muerte.
Frente a su propia imagen, piensa en la cautiva loca. Y comprende. Comprende con certeza absoluta que Dios, sí, al amanecer la ha ayudado; le ha otorgado un único minuto de lucidez para que la mujer pueda comprender para siempre que en el bultito que ha acunado y amamantado por años no había más que un vacío cubierto de trapos.
El secretario pega un alarido feroz que atraviesa la infinita soledad de aquellos parajes. Monta su caballo y, a galope furioso, sale también él hacia el despeñadero. Y con la misma urgencia de la loca para aprovechar ese único lúcido instante, también él se arroja al vacío.