De Malones, cautivos y cautivados, (Ed. Casa de Papel, 2022).
Aún es época de malones. El día es claro; el cielo, celeste; el aire, suave.
El franciscano, ayudado por tres cristianos y un indio, improvisa el altar en el rancho que servirá de iglesia.
Algunos a caballo, otros a pie, algunos de gala, otros con vestidos raídos van llegando y quedan a la puerta esperando que alguien les dé la orden de entrar.
Es mañana de bautismo comunitario de criaturas hijas de cristianos refugiados, de cautivas y de indios. Llegan los niños, los padrinos, las madrinas, los padres, los hermanos.
A pesar del temor por las escasas dimensiones del rancho, se nota que el fraile está feliz por la gran cantidad de sacramentos que administrará.
El espacio es estrecho para tanta gente. Los niños están un poco asustados. No están acostumbrados a la quietud en lugares cerrados ni al clima solemne. Previendo que pueden volverse insoportables, lo mejor es iniciar la ceremonia cuanto antes.
Pero falta María, la hija del cacique Mariano Rosas. El coronel cristiano Lucio Victorio Mansilla, ajeno a la tribu, oficiará de padrino alzando a su ahijada durante la ceremonia.
Por fin aparece la niña en la puerta de la provisoria iglesia. Se hace un silencio rotundo.
María, de unos cinco años, es menuda, trigueña, ñatita, de grandes ojos negros. Es huraña, pero el día anterior ha congeniado con quien será su padrino y se ha mostrado confiada. Entra con pasitos tímidos calzando sus botitas de cuero de gato que usa habitualmente.
Pero lo que es rotundamente extravagante dentro de las cuatro paredes del rancho, lo que ha dejado mudos al padrino y al fraile es su vestido. ¡Increíble!: brocato rojo con adornos de oro y encaje.
—¿De dónde ha sacado esta niña el vestido? —se pregunta Mansilla. Estupefacto, él que es hombre de mundo y conoce detalles. ¿De dónde, con tan buen corte y mangas a lo María Estuardo?
No pudiendo resistir la curiosidad, le pregunta al lenguaraz que tiene a su lado:
—¿Sabe, usted, de dónde ha sacado la niña el vestido?
—De la Virgen de la Villa de la Paz. El día que hicimos la invasión y saqueamos la iglesia, le vimos tan lindo el vestidito a la virgen que lo trajimos para nuestro general.
El padrino no sabe si lo que ve es una niña salvaje con atavíos ridículos o es la encarnación de la mismísima virgen que por fin ha bajado a estos valles.
Lo cierto es que, por tan impresionado, el coronel no atina a tenderle los brazos.
Pero María le ahorra el chubasco porque, al ver al hombre de larga barba con capa roja y brillante y las manos metidas en guantes, huye despavorida.
Y, si alguien le hubiera hablado de demonios y santos, se diría que la niña ha visto al padrino como si fuera el mismísimo diablo.