Los veranos encienden su pepita de oro
la escama azul
la impronta de una iguana.
Una urdimbre de hojas y de tallos
se derrama sobre la piel de las heridas.
Y enero así,
tan quieto,
tan instante sobre instante.
Hablo del exilio más cruel.
Nadie convoca a la historia. Ni siquiera
a la pequeña aventura
de inventar el amor
cuando las cigarras
enloquecen la arboleda.
Nadie me llama
para cruzar el río en hojas de irupé.
Sólo los insectos, escarabajos multicolores,
transparencias aladas, aguijones, incesante rumor,
intercambian sus códigos ancestrales
en la siesta toda luz, toda uva,
y piquitos de pájaros.
Hablo del exilio más cruel.
Y el corazón resiste sin embargo.
Al atardecer
la diamela derrama su fragancia,
secreta como una mujer.
Llama a silencio.
Enciende su luz blanca.
Sólo aspiran su perfume los elegidos.
Los que en un patio de provincia
pobres de solemnidad
mendigos del amor
avaros solamente de los recuerdos,
rescatan la intimidad de un pañuelo,
de una pequeña lágrima escondida
para ese violonchelo que trabaja
las regiones del alma y más allá.
Hablo del exilio más cruel.
Y el corazón resiste sin embargo.
Hasta que la noche llega
con su cola de cometa
y despliega
el gran salmo de los astros.
Ahora el indefenso ciervo
que salta en el pecho
se refugia en la tregua.
Obstinado en seguir y seguir…
Hasta que hagamos pie
en la tierra de todos.
Jardines del amor.
Patria del hombre.
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