Los límites pueden ser variados, sobre todo cuando hablamos de literatura. Puede existir un límite entre los mecanismos de lectura y escritura, entre la tarea del escritor y el lector, o dentro de los mismos géneros literarios. De hecho, existen límites, quizás insorteables, entre los escritores y las editoras. Sin embargo, aquí abordaremos los límites que se experimentan entre las lenguas, pues estamos frente a un traductor, particularmente, al francés del español. Al respecto, Qué leer dialogó con Gillaume Contré (1979), nacido en Angers, al Sur de Paris, actualmente reside aquí, en la capital francesa, donde nos encontramos.
Precisamente, fue en la ya típica Librería Cien Fuegos donde conocí a Guillaume Contré. Luego supe sobre sus trabajos publicados hasta ahora, entre los que figuran Pablo Katchadjian “Gracias”, de Ed. Vies Parallèles, Bruselas (2015); Ricardo Colautti “La trilogía Sebastián Dun – Obras Completas” L’Ogre, Paris (2017); Eduardo Muslip “Plaza Irlanda” Ed. DO, Burdeos (2018); Ariadna Castellarnau “Quema”, de Ed. L’Ogre, Paris (2018). Lista que se completará cuando publiquen “Al fin”, de Sergio Delgado y “La perla del emperador”, de Daniel Guebel.
Aquella noche parisina, junto con Ariel Dilon, Edgardo Scott y Miguel Ángel Petrecca, Guillaume Contré formaba parte de un conversatorio titulado “La traducción: ¿un oficio de sobrevivientes?”, un tópico propuesto por él mismo. Al respecto, comenté:
Me parece que entendieron mal tu título propuesto, o cada uno le dio su interpretación, pues vos le diste el sentido de sobreviviente, es decir, del hombre que tiene que sobrevivir. Y otros, el de sobreviviente, de algo por extinguirse, ¿puede ser?
—Bueno, yo creo que en cierta medida estos dos sentidos pueden coincidir, ¿no? El traductor tiene que sobrevivir y también se lo puede pensar como algo por extinguirse (no necesariamente en el sentido literal, ya que, por lo menos en Francia, hay cada vez más traductores, sino en el sentido, para mí, del traductor como lector exigente, o como escritor también. Ahora los traductores son productos de carreras académicas). Y sino, pensé justamente, que este título podía prestarse a interpretaciones diferentes, y de hecho así pasó, lo que no me parece mal.
—En aquella charla, cuando pregunté sobre las invariables del oficio del traductor, me contestador “el sentido”. ¿Podrías desarrollar tu idea al respecto?
—A ver... lo del sentido es incuestionable, yo diría que es casi lo único incuestionable (eso y de no hacer cambios y/o cortes -aunque esto último, incluso, en cierta medida se podría discutir, según los textos). Yo agregaría esta cosa difícil de definir que es respetar el tono del texto original, pero es ya pisar terrenos más difíciles de definir. Así que al final diría que lo único invariable es el sentido, el resto siempre se puede discutir. La traducción literaria es todo salvo una ciencia.
—De todas maneras, ¿dónde nace el título de la charla?
—Fue un poco una declaración, medio en broma. En ese sentido, viene de mi propia experiencia de traductor; que se dio así: un poco virulenta. Aun hoy me cuesta definirme como traductor, porque yo empecé como lector, leyendo mucha literatura latinoamericana y en español, libros no traducidos al francés. Y, en un momento, se me ocurrió que tenía que probar con la traducción, porque siempre estaba quejándome que tal autor no estaba traducido al francés. Bueno, me dije “a lo mejor yo podría tratar de traducirlos, nadie más lo hace”, y desde ahí comencé a buscar autores. En condiciones económicas siempre precarias, por eso dije eso de sobreviviente. Traducir es como una cosa que tiene mucha fe, mucha dedicación y un poco de ilusión para hacer eso, por lo menos es mi experiencia. Sé que hay gente que de repente una editorial le pide hacer algo, a mi no me pasó eso, más bien tuve que convencer a gente de publicar un libro. Hay que estar muy convencido del texto que uno quiere traducir para lograr convencer al editor de que lo publique. Por eso dije un poco en broma eso de sobreviviente, porque siento que es muy precario como oficio, es como una ruta llena de baches todo el tiempo. Así comencé, la primera traducción fue la novela “Gracias”, de Pablo Katchadjian, que salió en 2015, para una editorial belga llamada “Vies Parallèles”, y me costó un año convencer al editor.
—¿Cómo trabajar entre los límites de las dos lenguas: la francesa y la española?
—Bueno, quisiera hablar de ese tema del límite. Pues yo traduzco del francés al castellano, que parecen que son parecidos, parecen, pero finalmente no lo son tanto. Lo traducido tiene que ser aceptable en francés, pero también tiene que ser parecido al original. No sé si es un defecto del traductor, pero yo traduzco porque tengo mucho amor al castellano; el amor que le tengo al castellano es mas fuerte que el amor que le tengo al francés. Entonces, tengo que combatir un poco, porque tengo que hacer algo que sea bueno en francés. Digo limite en términos de lucha entre las dos lenguas. Como dije, traduzco textos que me han gustado, entonces, tengo que luchar contra ese enamoramiento, porque sino termino diciéndome “bueno, no vale la pena traducirlo, que la gente aprenda idiomas y ya”. Porque, te digo la verdad, a mi como lector, no me gusta leer mucho las traducciones; me gusta leer buenas traducciones. Es una sensación extraña, pero en esa lucha uno va encontrando sensaciones nuevas. De repente uno logra hacer pasar al francés, como se dice, una cierta música original. Ahí si hay como un goce que, al final, contradice esa cosa negativa que tengo contra la traducción. Me interesa mucho el intento de trabajar dentro de ese límite entre los dos idiomas, pues hay muchas operaciones que tienen lugar al mismo tiempo.
—¿A qué operaciones te referís?
—Bueno, supongo que se trata de las operaciones de lectura del texto en su contexto original (no solamente el idioma en sí, sino los sistemas de lecturas locales en los que se va inscribiendo una obra). Y a las operaciones de una hipotética lectura de ese mismo texto en otro contexto, no solamente idiomático, sino también estético, crítico, etc. Creo que, en un momento, el traductor tiene que convertirse en un lector doble, algo esquizofrénico. Por un lado, lee desde el contexto original (o lo que él entiende del contexto original) y, por el otro, trata de leer el texto desde su propio contexto. Por ejemplo, puede tratar de ubicar el escritor que va traduciendo en ciertas líneas estéticas de la literatura de su propio país, etc. Entonces, cuando se ha encontrado la "musicalidad" que requiere la traducción, este tema del límite entre los idiomas, y de esta lectura esquizofrénica, queda resuelto.
—Tratando de separarte, al menos un poco, de lo que haces, ¿cuál es tu opinión sobre la traducción y/o los traductores?
—No tengo nada en contra de los traductores. Yo aprendí castellano de grande, entonces antes leí muchísimas traducciones del español al francés; recuerdo “Rayuela” de Julio Cortázar (1914/1984), hecha por Laure Bataillon (1928/1990), que fue como la diosa absoluta de la traducción francesa. Ahora bien, en el momento que uno empieza a leer muchas traducciones, comienza a leer de otra manera. Es decir, ahora leo los calcos, encuentro cosas enseguida, que antes no las podía ver, eso me arruina la lectura. No voy a hacer una historia de la traducción en Francia, porque tampoco soy un experto, pero durante muchísimo tiempo hubo una tradición en Francia, lo que se llamaba "belles infidèles", o sea las "bellas infieles", y se consideraba que en Francia tenemos una lengua tan perfecta, que hay que traducir Fiódor Dostoievski (1821/1881) como si hubiera escrito como Víctor Hugo (1802/1885) que no le alcanzo para nada), hasta que llegaron las nuevas traducciones. Antes eran muy pomposo, fue una tradición muy larga. Pues se tenía una especie de ego del idioma francés, con una idea de estilo muy fuerte, justamente, que está en la idea del limite entre el texto original y su traducción que va a ser diferente. La traducción nunca es literal. Cuento algo que me sorprende: una vez, leyendo una obra completa de Rainer Maria Rilke (1875/1926), del francés, en el libro había dos traducciones, debe ser porque es tan complejo traducir poesía, que no supieron elegir entre las dos y pusieron las dos, eso me pareció interesante. Ya que hablamos de los límites, es muy interesante leer las traducciones de los otros para ver que libertades se tomaron los otros traductores, sobre todo con la poesía que es lo más difícil, y ver las traducciones bilingües, para ver que es lo que el traductor no pudo traducir, porque no hay modo, y punto. Pero también veo que pudo encontrar cosas. Entonces, es interesante ver los aciertos, pero también uno ve lo que falta. En definitiva, el traductor también es un lector del libro que va a traducir.
—Entonces, ¿cómo definirías la traducción?
—Para mí la traducción es como una mega reseña, una reseña perfecta, una reseña de un libro que gustó mucho. Es decir, yo vi la traducción, primero, como lector. Uno va traduciendo el libro y va analizando la lengua, la escriture, etc. Entonces, digo que es una reseña perfecta, porque uno va analizando el libro, pensando que poner en la reseña, digamos. Hay traducciones diferentes: pasa con los clásicos, como por ejemplo con la Divina Comedia (Dante Alighieri 1265/1321), que cada traductor toma decisiones diferentes, hay mas libertades, también porque saben que, si al lector no le gusta, hay otras traducciones. Pero eso no pasa cuando traducimos autores que no son clásicos, pues ya sabemos que no va a ver otra traducción que la que estamos haciendo. Eso también te pone una responsabilidad.
En consecuencia, la lógica de los límites siguió operando. Ahora, entre los límites de la escritura y la reescritura; las charlas en vivo y las conversaciones por chat; la grabadora y los apuntes. En suma, para superar ese limite entre tener un registro en torno al trabajo del traductor Guillaume Contré y la posibilidad de ser publicada tan significativa experiencia: la de vivir entre el límite de las lenguas en la que uno nace y la que adopta.