Benavento y Villagra, por Miguel Ángel Federik

Benavento y Villagra

Para la Biblioteca Mitre.

 

Por Miguel Ángel Federik

 

Hacerse cargo de cuánto en la literatura entrerriana ha venido sucediendo desde hace más de un siglo y aún sucede de algún modo y hacerse cargo de aquellos maestros, hoy bastante ignorados que corporizaron y textualizaron ese cambio, es algo más profundo y más significante que publicar un libro: es hacerse cargo.

            Este Benavento de Mario Daniel Villagra contiene —y tal vez por eso— una “Cronología” imprescindible para saber que Benavento no sólo fue esencial a esa Entre Ríos, sino también a otras provincias; una “Selección” de sus poemas —perdidos en ediciones más o menos modestas o de circulación restringida— para demostrar la hondura y belleza de su palabra; una bibliografía y una biobibliografía para conocer su obra editada y cuanto de él se ha dicho, y algunas fotografías del autor, sus monumentos, y en otras con sus amigos, pocos de ellos desconocidos.

            En este libro de casi 150 páginas, la mirada o el análisis crítico de Villagra, no supera  las diez páginas. Su trabajo meritorio y casi secreto ha sido ordenar, colectar, seleccionar y verificar datos, leer su obra completa, indagar en archivos y mostrar al otro, reservándose para sí un rinconcito exiguo, casi testimonial, como quien abriese una generosa y venturosa ventana contra el olvido, que nunca es bueno y siempre engaña.

            Y por eso digo hacerse cargo: cargarse en la mochila “un dromedario cargado de piedras preciosas” y devolverlo al presente, vivo en su palabra, andante en sus perennes soledades e imprescindible en esas capas superpuestas de lengua, sin la cuales al fin y al cabo, no habría habido lengua presente de aquí, ni la habrá hacia el futuro. Porque nada nace de la nada, amigos, y mucho menos cuando nos enfrentamos a la palabra poética y más aún ante una palabra poética y situada.

            Y hacerse cargo de Gaspar Lucilo Benavento es recordarnos las márgenes luminosas del camino. O al revés, y aunque esto incomode a muchos: enfrentarnos a la lengua nuestra  —y mucho más a la lengua poética que no nace con nosotros ni es una donación del aire, del agua o del tiempo: hay que adquirirla, y Villagra da cuenta aquí de ese camino.              

            Mario Daniel ahora vive en París donde sigue estudiando y también allá ha seguido allá las huellas de otro insigne entrerriano como es Arnaldo Calveyra: un poeta de culto para los franceses, no para nosotros, que nos lo perdimos. O lo ignoramos, para ser la decadencia provincial que somos.

            Es decir, este libro da cuenta vital que la lengua —en términos de literatura en serio— no es un regalo maternal de la infancia, y ni siquiera de ciertos aprendizajes locales. Si no una adquisición, un esfuerzo y una ética: pues elegir una lengua, es también elegir un destino, y tomarse estos trabajos, es comprender que la poesía real es un diálogo entre los vivos y los muertos, otra lengua, otras percepciones.    

            Pensemos que el nombre de esta ciudad aparece por primera vez nombrada en la gran literatura nacional por Alberto Gerchunoff  —allá por 1910— cuando todo aquí eran calles de tierra, un par de casas a la italiana y unas ilustres casas criollas de techos a dos aguas y la Escuela Mitre y/o la Selva de Montiel, educaron por igual a niños del futuro tamaño de Daniel Elías, o de Juan L. Ortiz por ejemplo. Y recordemos que Gerchunoff no escribió en su lengua materna, si no en una lengua otra, que ahora es esta en que hablo de algún modo, y aún sin alcanzar ni su profundidad, ni el estilo de su gracia.   

            Pensemos que este libro trata de Gaspar L. Benavento, poeta menor, según el canon vigente, pero que ahora lo recupera un poeta-crítico como Mario, que revisita esas márgenes, como quien leyera de nuevo y desde lo suyo, que es derecho y obligación para toda generación bien informada y para todo aquel que quisiese decir —seriamente— lo suyo, pues nada nace desde la nada, y en esta portentosa decadencia argentina: recordar, ya no es el cómodo placer de la melancolía, sino un gesto imprescindible y revoltoso, que recupera a los revoltosos de ayer…   

            Y es hora de decirlo de una vez por todas: saber leer y escribir, no implica necesariamente  —en literatura real— que se sepa leer o se sepa escribir… Si así fuera, todo la literatura sería la palabra corriente y  usual y todos estaríamos muertos dentro de nuestras propias palabras, las consignas imbéciles de las estupideces publicitarias, o el prostituido lenguaje de las redes sociales que destruyen el lenguaje, para destruirnos la intelección y  la vida y hacer de cada uno de nosotros con un telefonillo coreano un ser al margen del mundo, un ser al margen de la lengua, una criatura digital al margen, un enajenado nuevo, la víctima novedosa gozosa de su muerte virtual con cincuenta o sesenta entradas diarias a su pantallita de giladas.          

            Pensemos que poetas como Elías, Ortíz, Manauta, Benavento, Mastronardi, Luís Alberto Ruíz, Alfonso Sola González, Amaro Villanueva, y un par de otros tantos, no escribían porque sabían escribir, y  ni siquiera escribieron haciendo “literatura”, sino que realmente fundaron otra literatura: es decir, otra forma de mirar/hablar/escribir y de comprender estos mundos interiores domesticando la heredada lengua a la vez que abrían horizontes de percepción e incorporando unos vocabularios y unos colectivos sociales, no ausentes a ciertos mestizajes con el cosmos guaranítico que Benavento también conociera.

            Y según creo, Mario Daniel es devoto de ciertas concepciones de un pensar latinoamericano profundo, es decir que Argentina no es algo que nació en 1810 sino que es mucho más antigua, lo cual es un modo de pensar para re pensarnos.

            Celebremos entonces, que en vez de olvidarnos, haya vuelto hacia nosotros de cuerpo y alma con este libro, sin más gesto elemental que decirnos: Mírense en estos espejos textuales.

            Sí señores, si este es Benavento, mírense en esas palabras, recorránlas despacito, como si las amaran. La ignorancia de la poesía y las fronteras de conciencia que ella crea, es un pecado social demasiado extendido, como para no maldecirlo cada vez que la oportunidad sea dada.

            La ignorancia no es eso que todos padecemos de algún modo y en distintos grados, sino algo más terrible: es haberse perdido el goce y la lujuria de haber sido partícipes de la verdad, la conciencia y la belleza, más allá de este montón de huesitos que somos. 

            Celebremos entonces cuando alguien se hace cargo, carro, vehículo, polea y transmisión de otros saberes y soporta en sus espaldas y en sus textos esos pesos irrenunciables e irremediables. La poesía es otro modo del conocimiento, y como en todo conocimiento: nada nace de la nada. Existen, por cierto, unos colectivos de imbéciles que creen que la poesía nada tiene que ver con las ciencias duras: lean a Ilya Prygogini en diálogos con Rabindranath Tagore. Es decir lean lo esencial, que no sólo de soja viven los cerdos, el hombre y el mundo. Leer lo negado es la única y última libertad que nos queda, hasta que eso también nos sea clausurado.   

            No es casualidad, entonces, y mucho menos ultranzas de provincianías que Mario Daniel se haya hecho cargo de Benavento, un poeta menor de la antología.

            Los poetas ingleses saben desde hace décadas que de las cumbres sólo se desciende o se las imita, y que la obra de los minor poets, los poetas menores, son canteras inconclusas, reservorios necesarios, lugares donde la palabra se quedó de a pie y hay allí materia a ser recorrida y desarrollada.

            Creo también que la elección de Benavento, es una lección generacional: de los demás se ha dicho tanto… indaguemos en las márgenes.

            Joseph Brodsky ha dicho a propósito de la poesía de Derek Walcott, natural de la Isla de Sta. Lucía: la periferia no es el lugar donde se termina el mundo, es el propio lugar en que el mundo se decanta.

            Mi maestro español, Don Luís Rosales dijo al recibir el Premio Cervantes: “La lengua no es un sistema de comunicación, la lengua es un sistema de instalación vital; quien no hable bien su lengua, no ha aprendido a vivir.”  

            En fin, Mario Daniel se ha hecho cargo del Benavento: recibámoslo en buena hora y demos gracia en buena hora, antes que sea demasiado tarde.

            Háganse cargo de este libro y del Benavento, en medio de esta portentosa decadencia argentina —y entrerriana inclusive—  en medio de este delirante festival de los olvidos, en medio de señores que hacen propaganda del glisfosato que ya ni la Bayer  —dueña real de su patente— lo hace, en medio de tanto olvido y de tanta ignorancia, pues mientras nuestros mundos naturales se destruyen, hasta el punto de querer fumigar, alrededorcito, de las miles de escuelas rurales de Entre Ríos, Benavento fue maestro rural alberdino en tiempos de bienaventuranzas de la educación y las colonias. Después llegaron estas sociedades anónimas que vemos; y vamos: ya han colmado el vaso: vinieron por la tierra  y ahora vienen por el cerebro de los gurisitos…

            Sí, amigos: el veneno y el hambre están criando criaturas que jamás entenderán esta poesía. Nacen pobres, y además los hijos del demonio ahora pugnan para envenenar sus cabecitas recién despiertas. La poesía, cuando es real, es la más alta instancia de su lengua, y por ello requiere cierto alimento y cierta salud de las redes neuronales para comprender y participar de esa olvidada dignidad, necesaria y común a todos,  llamada lenguaje.  

            O dicho de otro modo, recordar a un poeta como Benavento, no es una reverencia melancólica: es un hecho contestatario pues nos recuerda un paraíso perdido: cuando Benavento escribía para los suyos, los suyos lo entendían… y hágase cargo la educación común que no se hizo cargo, los ministros que no se hicieron cargo, los prebendarios de turno que nunca se  hacen cargo de nada, y los distraídos que no son tales…

            Y recuerden siempre: cuando un poeta debe hacerse cargo de los que otros no se hacen cargo, algo funciona mal en el sistema. Algo se va al carajo, o algo está empezando de nuevo.   

            ¿Qué otras urgencias o necesidades tenemos, para perdernos este pequeño cofre de tesoros perdidos traído al umbral de nuestra casa? La periferia no es el lugar donde se termina el mundo. Quien no habla bien su lengua, no ha aprendido a vivir. Ah, y me olvidaba: dice este libro que Mario Daniel nació el 24 de Febrero de 1987, y en Villaguay…

 

                                                       Gracias.