De Donde baila la tierra (Antología).
¿Llovía aquella tarde sobre la Quinta Avenida
sobre las manos que la usura transformó en
garras
sobre los ojos que el tiempo de esclavitud
o círculos de cadenas herrumbradas
transformaron en palomas bélicas?
No sé realmente qué pasaba,
en el Grenwich Village tampoco se sabía
mucho,
alguno se desbordaba aullando como un saxofón,
también la locura es un gesto de rebeldía
en aquellos lugares donde la piedad o el vuelo
o la ternura
son arrojados a los canastos de los grandes
basurales
entre gatos perdidos y nieves locas.
No sé realmente qué pasaba cuando escuché
tu voz,
quedé aturdida, hablando a gritos, saliéndome
de mí.
Andabas revolviendo tu dedo en cada llaga
abierta de la senectud,
sobre la sombra de Ginsberg, sobre tu propia
piel, que a veces extravía la dulzura.
Yo te escuché, pero te advierto,
antes había conocido a Aimé Cesaire
ciertamente antes que a ti,
cuando los pajaritos caribeños le comían
los ojos, las pestañas
y algunos lloraban debajo de los grandes
bananales de los imperios,
de las palmeras y los mares.
Lo conocí antes que a ti,
cuando llamaba con su boca ardiendo,
sin piedad, cavada de líquenes y algas antillanas,
llamaba amorosamente «negro» a su propio pie,
y sus dedos se deshacían bajo la magia
de su propio color.
Aprendió el principio del amor dedo por dedo
y así amaba a los otros,
decía a un hombre agobiado por ojos tan
profundos, que las llagas no le penetran nunca:
-negro, hermoso, negro- le decía
y al hombre le crecían unas alas acuosas
y miraba de cerca, altivamente, con un vuelo
vago,
a los grandes mercaderes de la fruta.
Pero ¿sabes?, urgida por mis propios oleajes
aprendí otras cosas, como los versos
despachados cablegráficamente -al servicio
de otros asuntos menos bellos- o locos
al viento, ácimos, dulces, locuaces,
saltando por las vocales y las consonantes,
pervirtiendo al fin las vaguedades
de la poesía rosada.
Desde Walt Witman, convertido en una
catedral de dedos humanísimos,
desde entonces hasta ahora, pasaron los
silencios,
las dudas, los crímenes,
las cópulas bestiales
los violinistas se enloquecieron,
un guitarrista tocaba con una cuerda sola
y te aseguro Leroi
que toda la poesía de tu cuerpo andaba
flotando por ahí.
Leroi Jones
soy una blancucha miserable, que sé agazaparme
como tú y esperar al enemigo
de frente,
también conozco día por día tu historia,
al fin nacimos de la misma magia
y las mismas águilas nos devoraron
para siempre la ternura,
aunque yo la defienda a todas horas y ella
sea mi arma sobre las tierras bajas.
Leroi Jones, «de vuelta a casa» viste demasiadas cosas.
Te fue dado ver como un paisaje bíblico
el revés de la trama,
tu dedo tocó con furor tanto páramo y tanta
mentira,
realmente no son los blancos,
o sí, es cierto, todo comenzó para ti con
esos barcos navegando entre lamentos
con bajeles hechos de hermosísima piel
arrancada a las esclavas negras,
quizás todo comenzó para ti con esos
cazadores de niños por las selvas
esos niños que siempre te dolerán
como una espina de tuna en la garganta,
pero la historia tiene además otras sombras
que yo no puedo contarte en una carta,
sólo te hablo de las mías, repetidas tantos
millones de veces quieras.
Aquí estamos nosotros,
los subdesarrollados, los subverdes,
hombres y mujeres que nos besamos
absurdamente tristes,
consumidos por cuanto perro suelto del odio
ambule por las calles,
o a veces, francotiradores que nos volvemos
con palabras o miradas furtivas o fusil.
Aquí, en este sur violento y miserable, sólo
basta con tener una boca profunda
para que te persigan como a un lobo,
como a un asesino feroz, enturbiando la quietud
de estas aguas,
que en realidad son lodo.
También los perros están entrenados para
cazarte
bajo las luces de los grandes reflectores
y las águilas saben muy bien —previo aprendizaje
en algunas escuelas del norte- cómo
pueden desollarte los ojos,
y aprendemos los altibajos de la economía
y la ferocidad de la colonización
sobre nuestros dulces cuerpos
a señal de garrotes, o sirenas rompetímpanos,
o picanas hundidas
más de todo el tiempo que un hombre
puede conservar la voz.
A veces,
cuando estás escribiendo un poema
pueden llegar a buscarte y llevarte con las manos
atadas, a cuenta de todo lo que has o no has hecho
y puede que ya nunca regreses con tus muslos
o cadera o boca ardiendo, delirante.
El periodismo informa de esos bellos perdidos
miserables,
y tú leerás al pasar
como quien lee un grabado en un árbol
y no entiende toda la desolación o la ternura
que se quedaron por ahí, con sus fuegos
y sus miserias.
Así andamos Leroi Jones
caminando al borde de muelles de cartón
y barcos de papel y ríos de cenizas donde uno
puede caer a cada rato
y toda la dulzura quedarse por allí
como en un pozo ciego.
Leroi,
piensa en lo que mi corazón anduvo queriendo
decir,
escucha la geografía, lee el mapa de América
y trata de poner un signo
amorosamente hecho con estas manos
que te amarán en algún amanecer.
«El subdesarrollado vive en la periferia
del amor», dicen algunos,
«el negro vive en la periferia del amor»
y el colonizado, ese bailarín loco
danzando en las macumbas y en los ritos
con sus pobres huesos, que ya no lo resisten más.
Sólo la mansedumbre, tan sólo la mansedumbre
es terrible ahora,
porque los chacales nunca aprendieron a mirar
estos pechos nuestros, hechos a manera comba o
cilíndrica,
pero tan dulces, tan furiosamente dulces.
Ya ves Leroi
soy una blancucha que vive a tu manera
de tormenta en tormenta.
Perdona si no insisto demasiado en cosas
como flor o pájaro o cuchillo o mis oleajes
muchedumbrosos o mi piel sonambular,
soy de carne y hueso, como quien dice, y tengo
el mismo olfato que tienes
cuando hueles los destinos futuros de
Wall Street.
Pero mira bien Leroi,
que entre las cuevas ceñidas por las grandes
ramplas
que entre la antigua música de todos
los bosquejos
estamos igualmente envueltos.
Escúchame Leroi:
voy a escribirte cartas con mis manos furiosas
inventadas para el amor,
con esta lengua que desmiente las metáforas
y los lenguajes,
porque es necesario decir las frases más
cercanas, las más dolorosas y tiernas,
es necesario Leroi, subvertir todo lo que
nos queda vivo al paso,
de cada hombre a pedazos por la miseria,
la impiedad o huecos del dolor,
hacer un hombre entero, disparado
sobre todos los mitos de la historia.
Amorosamente te escribo LeRoi
como si anduviéramos por el Bronx o Manhattan
o Chicago,
al pie de tus heridas, con toda la locura
y la pasión, como viejos leñadores alzados.
(1969)