DÍAS DE LLUVIA

Días de lluvia

(Cuento ganador del Primer Concurso de Narrativa “Ana Editorial”. Publicado en la antología LA  CRECIENTE y otros cuentos entrerrianos)

 

 

—¡Qué linda araña!

—No, abuela, es un pulpo —la corregí.

La anciana sonrió y lanzó la criatura de harina a la sartén, que enseguida despertó entre burbujas y vapores.

Era costumbre en las provincias de la mesopotamia argentina, yo vivía por aquel tiempo en Concordia, los días de lluvia hacer tortas fritas (unos panes ácimos o leudados que, como su nombre lo indica, se freían en grasa vacuna).

Cuando caían las primeras gotas, comenzaba a insistir a mi abuela para que las hiciera. Esa vez, creo recordar —tal vez la memoria me falle—, no teníamos los ingredientes necesarios en la casa. Así que me pidió que fuera por ellos al almacén. Disfrutaba salir cubierto por el paraguas. La lluvia ya era torrencial, y las zanjas corrían cargadas como ríos rojos. En algunas de las  espaciadas casas surgía ya el olor a fritura. Las veredas se habían anegado. Aprovechaba para saltar entre los charcos. Volví con la bolsa de víveres y los zapatos mojados. Después de secarme,  me calcé las alpargatas. Era otoño, no tenía que enfriarme.

Mi abuela siempre me daba algo de masa para que yo la modelara. Hice una mojarra y el pulpo.

Una vez dorados, la anciana los sacaba con la espumadera y los dejaba escurriendo en el papel que antes había contenido la harina.

Los contemplaba azorado. La mojarra, ya desfigurada, podía ser cualquier cosa; en cambio, el pulpo con sus nuevas protuberancias parecía real. Una burbuja había crecido en su cabeza; los tentáculos, inmunes al proceso, estaban lisos y tiesos.

—Esperá a que te sirva el mate cocido; y cuidado, no te vayas a quemar —me indicó mi abuela; obedecí.

A los minutos, plantó ante mí la taza humeante. La lluvia ya tenía la fuerza suficiente para hacer imposible cualquier conversación. El techo era de chapa,  algunas paredes también.

A la mojarra la devoré a mordiscos, no merecía la pena detenerse en ese adefesio. Con el pulpo demoré. En un principio pensé no comerlo. Luego desistí, fui arrancándole las extremidades; solo quedaba la cabeza abultada; la tragué de un bocado.

Esa noche cenamos sopa de pollo y verduras. Mi abuelo se alegró por el menú; aunque la razón era que yo ya empezaba a dar muestras de estar engripado.

Fui a dormir. El anciano pasó a arroparme con el edredón de cuero; rezamos juntos el padrenuestro. Algunas noches también me contaba historias, tal vez inventadas. Era pescador, a veces lo acompañaba al río. Él lanzaba lejos el aparejo; yo lo imitaba con mi mojarrero, siempre en silencio para no espantar a los peces. Durante el camino de vuelta, mientras arrastraba la bicicleta de la que salía un palo de escoba donde colgaba su botín, me entretenía con alguna narración. Así fue que supe del kraken. Una bestia de los mares. Me aclaró que no se podía pescar en un río. Era, según sus palabras, un calamar o pulpo gigante; tan grande que podía envolver barcos con los tentáculos.

La fiebre me hizo despertar. Era de madrugada. Sentía algo en el pecho y en la garganta. Tal vez, dormido, me quejé; mi abuela apareció al lado de la cama. Un silbido se escapaba entre mi respiración.

—Seguro, te pescaste una gripe. Ahora te traigo un tecito.

Escuché que hablaba con mi abuelo. Le decía que podía ser una pulmonía, se culpaba por haberme mandado al almacén. Al rato, me llevó un té con limón y miel. Lo tomé. Sentí que algo dentro de mí se retorció. Casi no podía respirar. El silbido fue más fuerte.

—Vamos a tener que llamar al doctor —la escuché.

La presión empezaba desde el centro de mi pecho; como si eso estuviera creciendo. Buscaba subir. Mi garganta se convirtió en un nudo que dolía.

El tórax, de repente, se liberó. Pasó a mi cabeza. Parecía que iba a eclosionar, como un huevo maduro; latía.

Me aferraba a las sábanas. Intentaba erguirme en busca de aire. Caí. Estaba empapado como si hubiera salido recién del río. Todo giraba. Escuchaba lejana la voz de mi abuela que había vuelto; no sabía qué me pasaba.

Un escalofrío estalló en mi nuca.

Ya no hubo aire ni luz. El tentáculo buscaba salir por la nariz.