(Mateo 14,1)
Las mujeres no asisten al banquete de los hombres
pero Salomé, sí.
Porque ellas no quieren sino el techo y las sedas
y Salomé mira más allá de los muros.
Salomé quiere el regalo del Bautista,
del hombre extraño
cuya voz “clama en el desierto”
anunciando la llegada del dios.
Salomé quiere a este único hombre esquivo
preso en la casa del banquete.
He aquí que Herodes le teme, pero desea verlo muerto.
He aquí que su mujer le teme
porque Juan ha dicho a Herodes:
“No te es lícito tenerla a tu lado”.
He aquí que Salomé, por el contrario, le ama
porque lo sabe inmune a su belleza.
Ella no busca la paz doméstica sino la sangre,
y danza.
Ella no busca el mundo de los niños en su vientre
sino el hombre erguido de la palabra de oro
cuya comida estaba hecha de langosta y miel.
Por eso al cabo de su danza, pide.
Y aquello que pide le será concedido:
en una bandeja de plata
la cabeza del Bautista
no mirará ya a nadie,
no hablará con nadie,
no recostará en ningún hombro su fatiga.
Salomé ahora le cierra los párpados
y sonríe.