En los concursos de poesía,
los poetas de setenta años
sacan premios que no alcanzan
ni al precio de una edición modesta
ni al de un par de zapatos.
Lo saben
pero mandan igualmente sus versos.
En los partidos de ajedrez
se ponen y sacan los anteojos,
limpian con atención los cristales,
esperan, como siempre,
que el peón pueda anular una jugada
que parecía brillante.
En los reportajes
hablan del viejo Palermo
o de los amigos que se murieron
o de lo que podría hacerse en el país
si la marcha del mundo fuera otra
y volvieran los brillantes debates de las Cámaras.
En la radio evocan los tiempos
de Crítica o de la Revista Martín Fierro;
y no recuerdan a Boedo
porque es un tema peligroso
y revivir no quiere decir suscitar
ni resucitar.
En la calle Florida
miran,
como los provincianos,
a ver si alguien conocido los saluda,
o ciegos,
se dejan tomar del brazo
hasta la próxima bocacalle,
hasta la próxima charla.
En las librerías
observan los estantes con disimulo
en busca del lomo con su nombre
y discretamente se informan
sobre el modo cómo se vende la poesía.
El triunfo llega siempre tarde
para ellos
o se renueva en actitudes de cada día
y en un mundo que los desconoce
navegan aguas incontaminadas.