LA PROVINCIA

 

         De niñas chupábamos miquichices, sí, miquichices, ¿no sabes?; son tubérculos muy chiquitos, blancos y dulces que sacábamos de una especie de trébol. Era más el entusiasmo que el provecho. También chupábamos huevos de gallo, ésos sí los debes conocer, la palabra lo dice. Es una planta que crece grande en los cercos y debajo de los árboles.

          Sin que nos vieran los grandes, cortábamos huevos de gallo del cementerio. Aquí crecen mejor, están los muertos abajo, decíamos. Teníamos un poco de aprensión, pero ¿quién es el primero que dice no, en esas edades? No era cierto que los muertos estuvieran debajo porque los juntábamos en los jardines entre los nichos y allí era justamente donde se pudrían los muertos, en esos nichos. Los muertos que se pudrían en el suelo estaban del otro lado de las galerías, mejor dicho a sus espaldas, en un inmenso cuadrado de tierra con tumbas amontonadas, cruces ladeadas, flores de papel y cantos de pájaros; que disfrutaban en los grandes árboles de la paz final. Allí estaban los pobres que no tenían ni para nicho, y allí sólo nos asomábamos a escapadas, para curiosear. Vos sabes que el cementerio es uno de los ritos pueblerinos, un rito privado en el que los de otras partes no participaban. A través de toda la vida el rito continúa. Se va de niño, se va de joven, de maduro y definitivamente. Cosa de los gualeyos nomás, enorgullecerse del cementerio como si fuera lo más valioso del pueblo. Era raro que los extraños fueran visitantes. Y sin embargo aquella tarde lo encontramos a Carry. ¿Qué hacía Carry en el cementerio? Lo conocíamos de vista; era alto y buen mozo y lo "afilábamos" en forma escandalosa e indeterminada, quiero decir que cualquiera de nuestro grupo joven podía ser la elegida. Todas lo amábamos. Pero la cosa no era tan simple como te la cuento.

          Mirábamos por igual a todos los viajantes. El amor era impreciso, tal vez sólo necesidad de abrazo. Y los muchachos del pueblo eran más peligrosos, la fama volaba luego por las esquinas. Se sabía. Y había que pensar en la posibilidad de casarse, de enganchar a alguien, meta suprema. Los de afuera tenían también más posibilidades financieras, mejor porvenir. Al menos, el hecho de venir significaba que trabajaban, que se movían. Los del pueblo se morían de hambre. Y los que se iban a estudiar venían sólo en vacaciones, a diluirse luego en letras de zamba o coplas nostalgiosas sobre la novia provinciana y nada más. Serenatas. Casi siempre se casaban afuera. Y sólo si eran muy románticos -la palabrita no la habíamos estudiado todavía- volvían a su primer amor. En fin, lo encontramos a Carry, te decía. Pertenecía al plantel que se hospedaba en el hotel Comercio, que estaba en la calle Mitre, como nosotros, a unas tres cuadras y media de casa. No lo creerás, pero solíamos seguir desde el zaguán de casa los movimientos de los viajantes, con los anteojos de larga vista que el tío Juan usaba en el hipódromo y mi padre para estudiar las vecindades en el campo. Sabíamos así si salían en auto o no, y hacia dónde aproximadamente se dirigían. Eso era durante el día. Por la noche paseábamos por la vuelta del perro, que pasaba por todos los cafés. En los cafés se sentaban los viajantes. Y se tendía el juego de miradas, que no iba más allá pero prometía. Muy pocos eran los que se acercaban. El que se acercaba marcaba una decisión de formalizar. Después de cenar era otra cosa.

          El encuentro con Carry en el cementerio, por su misma casualidad, marcó un acercamiento. Buenas, ¿cómo le va? ¿Qué anda haciendo por aquí? Nada, la lluvia nos tiene varados y vine a ver si el lugar justificaba los elogios. Y, ¿qué le parece? Pienso que sí, que las flores son deslumbrantes, como las muchachas. ¿No me diga? ¿Qué hace esta noche? Y... nada. Voy a ir por su casa a charlar un ratito. Lo espera-

mos.

          Siempre el plural. Pienso que el diálogo fue como éste, más o menos. A la noche salí al zaguán. Qué emociones, podes imaginarte. Era yo la elegida, a mí se dirigía, pues. Los viejos dormían.

          Ya estarás pensando que el propósito de Carry no era precisamente charlar. La malicia viene sola sin que la llamen. Y era así nomás. En mi vida tuve los ojos más hinchados y la boca más mordida. No sabía cómo disimularlo al otro día. No sé si en casa no se daban cuenta o no querían darse. El tiempo apremiaba, Carry también. Era lógico que no se iba a quedar en los besos, pero yo pensaba que sí, que con eso bastaba. A mí me bastaba. Lo curioso es que no recuerdo por dónde andaban sus manos, porque no tengo idea de caricias. Es decir, ahora puedo imaginármelo. Entonces no me lo pregunté, la intensidad del encuentro ya era mucho para mí. Carry quería irse. Ayúdame, ayúdame, decía, hacelo por mí. Y vista mi incomprensión, optó por empujarme la cabeza hacia abajo. Empecé a comprender. Manipulaba su bragueta o ya lo había hecho, no sé. Quería que yo pusiera mi boca en su miembro, igual que con los huevos de gallo, que los tomábamos en la mano y los chupábamos quedándonos con la cascara en los dedos. Así me pareció. Me negué. Empujaba él con fuerza mi cabeza hacia abajo. Yo decía: No, no, no puedo. Él: me vas a hacer ir sin terminar, te vas a arrepentir luego. Forcejeamos. Por mi parte no había caso. Lo vi envainar, cerrar la bragueta, irse trastabillando.

          Hice una poesía de amor al otro día. Pero no vino, se había ido a Gualeguaychú, según supe preguntando al hotel. Le mandé la poesía a esa dirección. Nunca más tuve respuesta. "¡Maldita tipa ésta, así son las niñas zaguaneras, carajo, pero lo que es ésta a mí no me ve más el pelo, con todas las hambrientas que andan por ahí!" Seguro que pensó eso. Ha de haber sido así nomás.