ALFREDO, TE CUENTO

 

  Si yo te digo que esto que te cuento, este primer retrato de Florencia que aparece en mis recuerdos, sucede un mes después de mi casamiento con el americano te sería difícil hallarme atenuantes, si es que intentaste alguna vez hallármelos, aunque creo que en realidad me aceptaste como era, sin preguntarte nada. ¿Por qué?

          Yo misma no me hallo atenuantes, aunque lo evocado me sea gratísimo.

Poco duró en ese momento mi intimidad con Florencia. Su madre la llevó de vuelta a nuestra provincia y yo suspendí mis juegos de naipes nocturnos. Recomencé a no saber qué hacer con mi nueva vida de casada. Harta de soledad vacía, ya que mi marido trabajaba por las noches, te consta, una tarde cualquiera tomé el teléfono para comunicarme con José, segura de atraerlo hacia mí.

Vos sabes quién es José: en su casa viví mucho tiempo, es decir en casa de su padre, adonde algunas noches me acompañaste en taxi. Conozco a su familia desde que fuimos a vivir ahí con mi marido, pero a José lo conocía de antes, desde unos cursos de arte que hicimos juntos. Es corpulento, de 25 años, pero se comporta como un chico. Por eso me complací en iniciarlo por el sendero del deseo, sendero que como todos "se hace andando". Así transcurrieron mis días.

          Con las amistades que había elegido en los ambientes que frecuentaba desde mi llegada a Buenos Aires, tuve muchas veces la sensación reconfortante de escapar a lo vulgar, a lo sórdido, a lo común que hasta entonces me había rodeado; de estar palpando plenamente la vida. Esta era la sensación que tenía, aunque pasando los años comprobé que mi casa y mi provincia eran como todas, pero sin que cesara mi doble certeza: lograr aquí en Buenos Aires personas con las que uno puede conversar de todo y eludir ampliamente el control del propio grupo social. Después de una zambullida en el grupo familiar, entrar a casas en las que hablaban otro lenguaje, donde había una cierta agilidad mental diaria; hallar que había seres que gastaban en perfumes y libros y ponían, de sorpresa, un ramito de jazmines en la mesa doméstica era haber hallado el camino de mis gustos, huir.

          Así había oscilado siempre: junto al deseo de escapar a lo habitual se alzaba el de integrarme en lo habitual, borrar las diferencias, regresar a los caminos trillados donde quizá se agazapaba la verdadera vida: la maternidad, la cocina, las reuniones de cumpleaños, la nivelación y el olvido absoluto en lo más profundo del sentido común, de la vida diaria. ¿Sería ése el descanso? Había pensado un tiempo así, cuando recién casada. En realidad fue para eso que me casé. Mis gustos, al fin, podían siempre ser míos. Podía guardarlos aparte. Nada me impediría leer y pensar, tener un mundo para mí, compartido, a medias palabras, con algunos seres. Con vos, por ejemplo. Por largas temporadas los intentos de inmersión en el mundo de los otros me habían hecho cesar toda labor literaria. Nadie sabía, sin embargo, con qué absoluta sensación de limpieza, de que a su lado se alineaban la claridad y la armonía, había acogido muchas veces a Eglé Quiroga después de absurdas y estúpidas escenas familiares. Todo podía pesar sobre mis hombros si sabía que más tarde habría de comentar con ella un libro de André Gide o tomar una taza de té a su lado. Lo mismo me había pasado luego con José y nuestras charlas de arte, aunque aquí ya se incluyera el deseo. No me había dado cuenta, entusiasmada con este nuevo juego, de que crecía sobre mí una marea de responsabilidades, de que una horrenda máscara de hipocresía se enredaba a mis noches y a todos mis actos, de que cada minuto alzaba una nueva mentira. Estaba ya casada, pero seguía viéndote y aquello no me parecía delito. Pero con José era diferente. Se había ahondado el subterráneo sentimiento de culpa que aún me costaba desbrozar como ya debidamente pagado. Y que ¡Ay! nunca termina de ser pagado.