Con amor
pongo mis manos en tu vieja caja de pesca,
toco suavemente
las sogas entrelazadas
y con paciencia las ordeno,
clasifico sonriendo los anzuelos,
admiro tu reserva de corchos,
tus mojarreros preparados para los niños
que tal vez te acompañaron
al reino ceñido de los hombres,
para aprender a serlo.
Comprendo tu dicha tranquila.
Sé que el hombre que pesca, huye,
sueña, piensa,
esconde su soledad,
hace estallar la rapacería
que lo rodea y lo corroe,
mira el cielo y respira,
mira el agua y se alimenta,
mira la presa con vanidad
de niño que completa su serie de figuritas.
Ahí nadie podía seguirte,
ni gastos, ni pleitos, ni políticas, ni vestidos de noche.
En los estantes queda ahora tu único tesoro
para que alguien que te desconoció
te celebrara.
Así lo hago.
Y te tiendo la mano,
hombre que mirabas el río
y seguramente sonreías.
(De: Pliegos de poesía 23)