OCHO DE SEPTIEMBRE

 

Viniste a mí en la madrugada,

te tendiste a mi lado sobre las sábanas.

Tu pudor, tu inocencia, tu miedo

rehuían el calor de mis brazos.

Pero acaso anhelabas

sentirte besar así el cuello o las manos.

Pusiste tu cabeza en mi hombro

y charlamos y dormimos

incómodas y felices

por una entrega que no era sino amistosa,

por una necesidad fraterna que se cumplía.

Por la mañana,

levanté las persianas

y oí tu ruego de que no me marchara.

Quizás la difícil confidencia

se ablandaba en tu boca,

pero el día ya no me pertenecía.

Y así fue que dejé tu casa

y ninguna palabra mía penetró ya en tus oídos

ni brilló en tus ojos desconsolados.

A veces pienso que tuviste miedo,

pero cuando te vi pintarte los párpados

supe que te había perdido para siempre.

 

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