LOS CAUCES ALUCINADOS

 

(I Parte)
 

Se despertó sobresaltada, escuchando su propio corazón enloquecido. El silencio estaba rodeándola. Era un silencio rítmico de insistentes grillos que se prolongaba en las sombras hasta perderse en las distancias. Tenso el oído, como si esperase un llamado, anhelosa de reconocimientos o de asirse a una realidad inmediata para recobrar la calma.
  Pero la inquietud crecía en la dimensión de los desencuentros, de ese deambular indeciso, por cauces ignorados, más allá de sus sentidos próximos. Seguía escuchando, sus ojos asombrados hacia las estrellas, que oscureciendo el cielo, tímidamente, se asomaban hasta ella, desde la ventana. Pero los grillos seguían latiendo en, su pulso acelerado y en sus ojos buscadores; los grillos seguían ahondando su agitación, interior, penetrando cada vez más profundamente por las venas de sus sienes.  Tomó su cabeza entre las manos y apretándola, sus dedos se entremezclaron nerviosos en la nuca. Erizada, sentía deslizarse los cabellos dóciles, agua espesa y oscura, y en sus hombros desnudos, corrían hilos inquietos y rápidos. Nació una sutil vibración que se extendió presurosa por todos los segundos de su piel.  Crecía en ella un ansia indefinida, una necesidad imperiosa de levantarse y salir y enfrentarse a la noche. Pero no quería obedecer. Algo se resistía, algo luchaba para retenerla en los límites preci¬sos de su cama, de las cuatro paredes escondidas, pero seguras, con su cerrada presencia invisible. La apretaban en su lecho, la inmovilizaban, la ceñían fuertemente. Pero sus ojos querían, debían ir. No podía vencerlos y sus fuerzas eran inútiles y sus piernas apenas se tendían estiradas, los músculos casi dolorosos, buscando liberarse. Un temblor lento la recorría y palpitaba en sus ojos agrandados, fijos en las estrellas; los labios entreabiertos, resecos. Pero no pudo más. Se irguió en la cama apoyándose en los codos, escuchando.   Deslizó sus piernas suavemente y se halló de pié. Caminó hacia la puerta y salió hacía el patio. Sus pasos eran lentos, pero firmes y la llevaban, inexorables. El cielo se abrió para envolverla y los grillos enmudecieron. Levantó mecánicamente el gancho del portón y fue hacia la costa. No sintió la dureza del suelo áspero y siguió avanzando hacia la orilla cercana. Se deslizó hacia el leve rumor imperioso, ajeno a las piedrecillas que se escurrían entre sus dedos y se detuvo, cuando el agua jugó en sus pies con su tibia y escurridiza opresión.
   El río andaba bajo la noche. El río era también una vibración extraña, de un gris azulado con manchas de sombras. Con su pulso vivo lo llevó hacia la otra orilla insinuada, hacia la imprecisa línea de los horizontes. Sintió que se aliviaba su corazón, que no había quedado nada de ella en ella, como si de improviso hubiese perdido toda presencia y fuese un recuerdo que vivía muy adentro, o muy lejos. Sus ojos quedaron fijos en lejanías insondables, esperando. La ligera brisa se deslizó por sus mejillas y onduló levemente sus cabellos, plegó el camisón contra sus carnes insensibles y sé alejó defraudada hacia los oscuros pozos de los árboles. Inútilmente le hicieron seña las estrellas; el llamado era mucho más distante. Sus ojos siguieron clavados más allá del río, más allá de la noche. Un estremecimiento conmovió todas las cosas. La brisa apre¬suró su caminar en el río y los grillos volvieron con acompasadas ranas inubicables. Pero Lucía  siguió inmóvil con sus pies sumergidos; inmóvil, su cabeza erguida, avanzando con su mirada, con su corazón agitado, por encima de las aguas.
 Y la luna roja comenzó a asomar. Fue sólo un resplandor indeciso que azuló las distancias y un fulgor lineal definiendo contornos. Hasta que corrió como un relámpago sobre el río agradecido que la abrazó para no dejarla ir; para jugar con sueños de luz entre sus ondas; para que sus peces pudiesen asomarse y vestirse de plata rauda; para despertar las garzas cristalinas en las bocas de los arroyos; para que los sauces la amasen voluptuosamente inclinados y enlazándola nerviosos, la entregasen a la tierra y al canto, de los pájaros. Pero él viento quería poseerla. Andaba nervioso por entre las cosas, persiguiéndola, desesperado. Y la luna sonreía esquiva, huyendo siempre, en resplandores fugitivos, en el borde de las ondas, en las hojas levemente agitadas o en las súbitas escamas que se la llevaban hacia el azul más profundo o en los cabellos silenciosos de la mujer, de pié entre las aguas. Después, ya fue de todos y el viento se alejó a esconderse entre las barrancas, quejoso, con un rumor dolorido y monótono. Pero nada de esto supo Lucía, que seguía esperando.
   Una sombra vino a través de los campos, avanzando por encima de los juncos atentos y como nacida de ellos mismos con su regreso. La estrecharon, se confundió con ellos y comenzó a espesarse, a tener forma. Lucía la había visto, aunque su mirada llegase desolada. La veía sí y era una canoa, hecha de luna y distancia. La veía en sí y sabía su existencia porque estaba en ella, estaba en el fondo de sus ojos ausentes. Y por eso comenzó a, acercarse. La canoa avanzaba lentamente por el río deslumbrado, avanzaba sin ruidos. Lucía no podía respirar, su corazón se había inmovilizado. Habían desaparecido todas las cosas, habían cesado todos los ruidos, flotaban en una atmósfera suspendida, sin tiempo; sí, sin tiempo. Como si el tiempo se hubiese detenido, como si se hubiese cristalizado ese instante para siempre.
  Y sólo la canoa avanzando con la luna sobre el río, sólo el fantasma de un movimiento que iba hacia ella, estrujando su corazón, sin memoria. La distancia crecía al acercarse, como si estuviese luchando por romper un muro invisible que se interpusiese entre ellos. 
   Lucía quería ayudarlo pero se daba cuenta que era imposible. No tenía voz, no podía moverse. Y la canoa seguía avanzando, imprecisa, desesperadamente, con un impulso tenaz. Seguía avanzando sin moverse, porque el río era una imagen del río. Seguía avanzando detenida.
  Y gritaron unos teros. Lucía sintió el frío del agua en sus piernas y se dio cuenta que estaba allí, en la orilla; sé dio cuenta que era Lucía. El fresco de la noche le hizo tomarse los brazos con las manos y acariciarlos.  Las cosas volvieron. Salió del río. Las piedras herían sus pies. Miró hacia el este, la calma se extendía total. Buscó inútil; angustiosamente y no pudo más y aterrada corrió hacia su cuarto. Se arropó con fuerza. Temblaba íntegra. Y lloró sobre la almohada que la esperaba con la seguridad de su tibieza. En la mañana llamaban los gallos con ecos de leguas. Los ruidos comenzaron a insinuarse mezclados con los cantos de los pájaros de los bañados cercanos; murmullo sonoro que transitaba incesantemente por todos los rincones de la casa. Con la luz entraron en su pieza. Lucía no quería abrir los ojos. Una pesadez sorda desde la nuca avanzaba hacia sus sienes y pesaba en los párpados. Movía su cabeza lentamente dentro del hueco de la almohada, con los labios ardidos. Los mordía hacia adentro y dejaba que su lengua, los humedeciera y volvía a ese casi doloroso sopor, a esa incómoda somnolencia; abandonándose a ella, entregándose casi voluptuosamente a un no pen¬sar, a un no sentir, refugiándose en sus propias, sombras. Pero las cosas seguían reclamándola. Escuchó el miedo inconfundible de la roldana en el pozo, el golpe del balde en el agua y los pasos conocidos hacia la cocina. Los bancos que se arrastraban y el ruido de las astillas al romperse. El «Poroto» reclamando insistente su comida. Y por él volvió. Vio el gato barcino de ojos dorados con cola enhiesta, curvándose entre las piernas de su madre, con sus maullidos quejumbrosos y la cabeza alta. Le veía afilándose las uñas en la pata de la mesa, puntual y exigente y escuchaba las sabias palabras que le enseñaban la espera.
   Pasó su mano izquierda por la frente y la descendió hasta los ojos y dejó escapar un hondo suspiro y con él, se fue toda la modorra y toda la niebla de su alma,
   Se vistió apresurada y salió al patio. La luz la envolvió en su plenitud de vida y sus miradas inauguraron sensaciones frescas. El cielo era purísimo. Un azul imposible y apenas si unas nubes, como  leves manchas  blanquecinas  inmovilizadas muy en lo alto. Los árboles quietos con su geometría pura recortada sobre un celeste insinuado y la barranca, con sus ocres rosados, casi lumino¬sos. El agua siempre andando con un ligerísimo erizamiento y enfrente, los juncos estáticos. Una garza blanca, como un destello de la mañana, como una luz perdida deteniéndose absorta, en la calma. Y luego los verdes, azulándose hasta las profundas manchas de las arboledas lejanas. Lucía estaba de pie, mirando, con ojos siempre nuevos. No se cansaba jamás de hacerlo, porque el río y sus costas eran también siempre nuevos, siempre estaban ofreciendo  cambiantes matices. A cada instante nacía renovándose. Y así habían sido todos los días, todos los meses, todos los años, desde que aprendió su presencia para el alma.
   Un día el río se iluminó para ella. Volvían de la escuela con su hermano. La canoa andaba por la orilla estremeciendo camalotes y alertando los biguaes y como un relámpago el deslizarse sobre las aguas, penetró en su vida. Ese pequeño; ese insignificante ruido, transfiguró todas sus sensaciones. Anduvo muy adentro y volvió a sus ojos, que tuvieron un encantamiento. El río se aisló, se fugó del río mismo, en otra imagen, en otro ser, que era idéntico, pero distinto.   Como si en él hubiese aparecido una sustancia invisible que lo alejaba de su ser de  cosa, de la materia misma y adquiriese un contenido inefable, inapresable para los ojos comunes y que se revelaba, en un sólo segundo, como si en esa imagen se sumasen todos los cambios de la luz, en una síntesis sutil de tiempo, en un maduro y apretado recuerdo que los incluyese a todos; y a las miradas de los hombres y de los animales. Cada instante después era un descubrimiento. Estuvo como en éxtasis, esperando el regreso de sus ojos hechizados, recogiendo ávidos y temblorosos la gracia extendida. Fue como si entrase en un lugar sagrado y recibiese el hálito de los dioses.
  Desde entonces supo abandonarse en él. Pero era necesaria la soledad, un replegamiento del ser, una búsqueda en sí misma, como si en su propia alma estuviese escondida. A medida que pasaban los meses, fue logrando con mayor frecuencia ese abandono. Crecían sus senos y el asombro del mundo cercano. Y supo de las soleadas tardes impasibles de otoño, de las grises y doloridas mañanas de inviernos desolados bajo la llovizna y de las rotundas noches estrelladas estivales. Y supo de cada instante y del desasosiego de pensar que estaban, aunque tuviese que seguir planchando o cosiendo la ropa entre cuatro paredes: que estaban más allá de su vida, de todas las vidas.
 Una tarde le dijeron palabras de amor; una tarde le señalaron sus encantos con frases tímidas y miradas apasionadas; una tarde le estrecharon las manos, deteniéndose en el contacto de su piel amanecida, y un nombre: Rodolfo, comenzó a ser la imagen de sus noches. Y el recuerdo eran palabras insinuadas y su mente gozosa, las recorría una a una, en el silencio y sus labios las pronunciaban al río. Era otra dicha, más pequeña, más intensa, que alegraba sus pasos y las voces, que jugaba en sus manos inquietas y la demoraba frente al espejo; que aligeró sus gestos y enrojeció su boca. Pero su amor era el río, que estaba en su sangre, innominado, secreto, imponderable.
   Lucía lo seguía mirando. Quiso recordar, pero no pudo llegar. ¿Qué había pasado esa noche? ¿Fue acaso una visión de sus propios sueños? ¿Anduvo bajo las estrellas como sonámbula? Apretaba los ojos y todo era un celaje opaco, como si frente a la realidad de la luz, de la cercanía de las cosas concretas y exactas, no pudiesen existir, sino ese mundo preciso, compacto, sólido. Pero el dolor persistía en su nuca y la mente estaba lerda. Las ideas huían inapresables y no podía fijarlas y definir. Había caído anoche en un sopor de plomo con un cansancio espantoso que le dolía en todas las articulaciones y que había dejado sus músculos laxos, agotados.  Su cerebro se vació íntegro y no sintió la llegada, del sueño, que se mezcló en tal forma en sus sentidos aniquilados, que no podía ahora separarlos. Eran uno sólo, en una continuidad indisoluble, envueltos en la misma niebla de recuerdos. Como si lo que vivió en esos instantes no hubiese sucedido la noche anterior, sino hacía mucho tiempo, y costase recordarlo. Dudó casi de que fuese cierto, pero estaban sus pies doloridos, estaba la arena manchando las sábanas y ellos no podían equivocarse.
  Mientras, se lavaba, la cara seguía pensando ¿Porqué lo hizo? ¿Cómo era posible esa locura de abandonar el lecho y, marchar hacia el río y penetrar en él y quedarse inmóvil, esperando? ¿Qué fuerza extraña e indomeñable la había empujado, venciendo su razón? ¿Por qué ese inex¬plicable cansancio, esos nervios deshechos y ese dolor punzante? Estaba frente al espejo, peinando sus cabellos ligeramente ondeados y se desconocía. Sus ojos naufragaban en sombras violáceas, profundas. Estaban allí y no los reconocía, opacos, hundidos. Tenía deseos de gritar o tenderse nuevamente en la cama y seguir durmiendo para olvidarlo todo, para borrarlo de su alma agitada y confusa. Pero su madre la salvó trayéndola a la superficie, al mundo de las certidumbres.
 —Lucía, es tarde. Apúrate.
 Y se reconoció. Trazó prolijamente la línea de sus cabellos, y los peinó apresuradamente. Cuando salió, ya era otra. Y allí estaba el café con leche oloroso y la galleta frágil y el olor a humo y el beso resbalado en las mejillas que le recobraron definitivamente. Estaba el movimiento de las mañanas y el quehacer que no admite dilaciones y el andar urgido entre las cosas exigentes. Estaba su mundo pequeño de hija solícita y tra¬bajadora, estaba la otra vida, imperiosa, ineludible.
 En la tarde llegó Rodolfo. Sintió desde lejos el resonar del galope, anunciado de teros y chajaes y en las orejas de los perros. Estaba pronta. Se sacó el delantal y se fue a esperarlo a pleno campo. No quiso mirar hacia el río.
Rodolfo desmontó y llevando el caballo de las riendas, caminaba con ella.
—¡Cómo estás de linda esta tarde!— le dijo embelesado.
Lucía   le   miró   agradecida.
 — Déjame mirarte -y la separó— Cuando estamos solos, sos distinta, no sé por qué. Sos otra Lucía te diría y que amo mas ésta. Se me alegra el corazón cuando estás a mi lado. Lejos, vivo pensando, en qué harás a cada momento. Qui¬siera ser tu sombra y seguirte incansable y entrar en esa cabecita y conocer una a una todas tus ideas, conocer todos tus sueños y estar y andar en ellos.
Lucía se sintió inquieta.
— Por qué me miras así? Pero... Debo confe¬sarte una cosa. Sé que tal vez te cause risa, qué te burlarás acaso de mí. No te lo iba a decir, por eso, pero tus ojos me lo hicieron recordar. Anoche me acosté muy cansado; estuvimos ocupados hasta muy tarde y enseguida me quedé dormido. No sé qué horas eran. Estaba saliendo la luna y me desperté escuchando tú voz que me llamaba. Pero estabas muy lejos, tan lejos que no podía verte.
          Pensé en qué harías en esos instantes y no podía imaginarte en tu cama, dormida, tranquilamente dormida. No podía imaginarte en ninguna parte y sólo sentía tu voz que me llamaba
    No sé cuánto, tiempo estuve despierto pensando en ello, con el corazón apretado pero, después encendí un cigarrillo y todo fue fácil. 
—¿Qué te pasa, Lucía?
—No es nada. Me emociona que me lo ha¬yas dicho.
—¿Acaso, soñabas  en esos momentos?  
—Tal vez, estuve sí, algo nerviosa, pero luego también me dormí.     
 —Esta mañana anduve preocupado, tenía una extraña desazón en el alma. Hubiese querido dejar todo y venir a verte y estrecharte entre mis brazos. Tenía la ansiedad de estar a tu lado. Me parecía que me necesitabas, que estuviera junto a ti. ¿Por qué te has quedado pensativa?             
—Rodolfo… no te  has  engañado.  Esta ma¬ñana necesitaba tu presencia, que estuvieses muy cerca. Tenía una tristeza muy honda.   No se por¬qué… algún día tal vez lo sepa... Te ruego que no me lo preguntes,  porque te repito,  no sé que pasó en mí.   Estaba desolada  pero un beso de Mamá, borró las sombras.
—¿Me dejas besarte?  Caminemos hasta el río antes de entrar.
—¡No! Al río, no.
—Pero. . .  qué  te pasa? 
—Besame aquí, en la luz, en el campo…
Pero Rodolfo besó unos labios y estrechó un cuerpo,  temblorosos.
 La casa está como empinada en las barrancas del Río Gualeguay. La cercanía del Paraná ha extendido el cauce y en río manso, enanchado, se desliza, casi sin árboles hacia el sur. Los meandros se suceden y el río parece replegarse, retardar la llegada, amando fervorosamente las orillas, dete¬niéndose con renovada voluptuosidad,   en  lamer las pardas arcillas, ahuecadas  y sonoras. Allá más al norte, queda la lujuria de los sauces, de los luminosos  montecitos  de  espinillos ansiosos por mirar el cielo andando: la coquetería de las playas carnosas y las barrancas  rosadas de los crepúsculos, el río es más íntimo. Aquí el cielo es total y las llanuras  se pierden en indefinidos horizontes. Es la horizontalidad pura y es también, el espíritu asediado de distancias. Los ojos se van, abandonan el cuerpo. Se van tras las apacibles nubes ascendiendo; se van con las  bandadas de siriríes que raudas atraviesan las tardes; se van con los reflejos últimos del sol, demorándose en las aguas, es una simplicidad casi absoluta. Nada hay; tal vez; porque el campo y el río y el cielo están despojados de todo, desnudos, como si acabasen de nacer, como si recién estu¬viesen construyendo sus imágenes. Pájaros detenidos en las costas, siempre inmóviles, como si no quisiesen turbar esa sensible calma, que sólo alteran los abanicos fragorosos de las bandurrias volando en movedizas líneas. Y los animales sin peso, como aplastados sobre los verdes uniformes. 
«La Azotea» está allí desde siempre. Es recuerdo de los ancianos que la sitúan puntual en las inundaciones memorables; es referencia de nacimientos y muertes en las viejas cocinas y sus paredes tienen hondas cicatrices gastadas. «La Azotea», es tal vez, el río mismo; para las gentes, una necesidad visual en la monotonía de cielo y, aguas tardías y curvas abiertas, apenas insinuadas. Allí vivían sus padres desde hace más de cuarenta años. 
En la creciente grande de 1912, llegaron de las islas buscando un refugio y sé quedaron. No tenían a nadie y todo se lo había llevado el río. Aprendieron a amar esas paredes e infatigables y tenaces malvones iluminaron las mañanas. Allí nacieron los hijos, como; nacen los pájaros, solios. Y crecieron juntos con las raíces entradas definitivamente en sus vidas. No salían nunca. Andaban perdidos afuera. .Sus pies no encontraban, apoyo y sus ojos se entrecerraban extrañados, doloridos de no poderse ir lejos. Todo, venía a ellos por el río; sólo había que esperar, sólo había que saber esperar. 
Los días eran iguales, apenas turbados por los lentos barcos que aparecían y se perdían casi sin ruidos, llevándose manos saludadoras y miradas seguidoras. No dejaban huellas, porque nunca se detenían; eran sólo apariciones que apenas señalaban los nombres de los días.
Los mayores se fueron yendo hacía las islas con las rumorosas haciendas que manchaban una mañana. Y volvían con ellas, a los gastados bancos de la cocina, a la rueda agrandada del mate, con voces aquietadas y conocidos relatos.
De los albardones, campo afuera, llegó Rodolfo. Tenía una mirada distinta que se  quedaba en las cosas. Fue una tarde de primavera, con olor a sarandí y a lusera, con vuelos pausados de garzas y altas bandadas de chajaes. Lucía cebaba el mate y la acariciaban ojos en sus idas y venidas. Escuchaba una voz que amanecía sensaciones nuevas y sus dedos temblaban al encontrar otros más cálidos, en el cálido mate. Le miró sólo una vez y fue suficiente, porque el diálogo estaba en el instante de las manos que apenas se rozaban. No tuvieron casi necesidad de palabras y supo de su amor en la frecuencia de sus llegadas. Porque no podían hablarse. La cercanía velaba adivinadora y un día los dejaron solos,   mirando morir la tarde. Le dijo su nombre dos veces  y la miró profundamente y ella le ofreció la mano, entrelazaron fuertemente los dedos y fue el juramento. Después, la costumbre, el ir y venir, el esperar el conocido galope del norte y el descubrimiento de palabras nuevas. Sin desasosiegos; sin vehemencias, con la dulce tibieza de saberse conocidos y entenderse en cada movimiento.  Su madre nada le había dicho, porque había comprendido y lo nombraba elogiosa y recatada.
Estaban sentados el uno frente al otro y su madre -gracia  concedida- llevaba  y  traía  el mate con justos ritmos. El tono de las voces no disminuía.  Para amarse bastaba esa cercanía, y acaso si un silencio y sus miradas andando juntas. Rodolfo gastaba recuerdos y le enseñaba los pagos y las gentes. Transitaban, así unidos por estancias y contemplaban  las ofrecidas calles de los pueblos. Bastaba tomarse de la mano, para sus imaginaciones.  Pero no nacían deseos de andar, porque la dicha estaba en ellos, allí, tan cerca que la nombraban en cada palabra.
Pero esa tarde quedaron silenciosos. Sentían un vacío entre ellos, como si algo se hubiese des¬prendido de sus almas y no pudiesen andar por los caminos habituales. Era inútil que las manos buscasen las manos y que los labios sonrieran interrogantes.
Lucía no lo ignoraba. Rodolfo la miraba tristemente y sus pocas palabras no le engañaban. Había una tensión extraña. La joven no podía decirlo. Pesaba en ella, pero inconfesable, estaba tan profundo que debía respetarlo o tal vez estu¬viese anegada de pudor, de un pudor temeroso por sus alucinaciones. Era algo más allá de su vida, de esta vida normal, que no puede expresarse en palabras y que la razón no acepta. ¿Cómo entonces hablar de ello? ¿Cómo decirle a Rodolfo lo que no tiene forma, ni color, lo inasible? ¿Cómo salir de la precisión de las palabras concretas y definidoras? Le miraba y se daba cuenta que no debía hacerlo. Cuando le contara su despertar en la noche, tal vez entonces debió ser, pero ahora no. Era menester por el contrario borrarlas de su recuerdo, invadirlas con la ternura, si fuese posible con las caricias.
—¿Me dejas sentarme a tu lado?
—¿Y tu Mamá?
—No importa, no  dirá nada.
Y el banco los reunió. Lucía lo tomó del brazo y apretó su mano. Cuando doña Flora re¬apareció no pudo reprimir una sonrisa. Se sentó con ellos, conversadora. Lucía se estrechaba contra Rodolfo, y acariciaba su mano, la cabeza baja, escuchando a ambos. La serenidad le llegaba a través de esos contactos y sus ojos se alegraron y rió de las ocurrencias de Rodolfo, siempre en actitud de simpatía hacia sus mayores. Pero no quería dejarlo; esa mano debía seguir en su alma, esos brazos debían ceñir sus esperanzas. Doña Flora volvió a la cocina. 
— Abrazame y apretame fuerte.
Rodolfo estaba nervioso, de respeto a la casa, pero le obedeció. Lucía se recostó en su pecho y levantó los ojos hacia él.
 —¡Rodolfo, Rodolfo! ¡Qué feliz me siento así! Paso lo  que  pase, quiero que me recordés entre tus  brazos y, mirándote con todo mi amor; sí, no tengo temor de decírtelo, con todo mi amor.
—Lucía, ¿qué podría pasar entre nosotros?
—No sé, ¿pero acaso no te preocupó tu despertar de anoche?
—Sí y no. Te dije que no quería contártelo, porque te ibas  a  burlar  de mí. Me parecía una cosa de gurises miedosos. Después me arrepentí, cuando te noté seria toda la tarde, como si te hubiese dado toda la nerviosidad que anoche había en mí. Me siento culpable, fue una cobardía, lo confieso, pero tuve necesidad de hacerlo, no sé por qué, ¿me   perdonas?
—Sí, ¡cómo  no!
—No me lo digas así, ¿por qué estás temblando?
—Por favor, abrazame fuerte y besame. 
—No, no me gustaría que tu mamá nos viese. 
—¡Aunque nos  vea!
Y Rodolfo le besó los cabellos  y  la boca que se alzaba hacia él, implorante. Una tos falsa los desasió y quedaron ensombrecidos
—Se queda a comer ¿no?
— Es mucha molestia, doña Flora; ya me voy
— Lucía, pedile vos.
— Quedate Rodolfo...
Ya era de noche. La oscuridad había llegado sigilosa y una leve claridad azulada señalaba la presencia del río. Las estrellas lucían, por sobre los campos dormidos y las ranas, a lo lejos hora¬daban el silencio transparente. Lucía y doña flora entraron en la cocina. Rodolfo armó un cigarrillo y caminó hasta el borde de la barranca. Amaba ese lugar, adonde la memoria lo llevaba incansable en las horas de la ausencia; amaba esa soledad, el silencio de las ranas y el río pensativo y ensimismado.
Por estos lugares andan sus ojos, este suelo áspero ha conocido sus pies desde niña, sus juegos sus risas y aquí comenzó a amarme. Está lleno de Lucía, es Lucía, su vida total, con sus ilusio¬nes, con el recuerdo de mis besos y murmurando tal vez palabras que no supe decirle, pero que están en mí. 
Una brisa lenta le acarició las manos y el rostro y sonrió como si ella lo besase. Tuvo deseos de bajar hasta la orilla y seguir caminando por ella hasta perderse en la noche, sintiendo el apenas rumor del agua. Le atraían esas sombras llenas de la amada. Dio unos pasos y se detuvo.
Algo había que se lo impedía y sus ojos en vano querían penetrar la densa penumbra. Volvió a caminar, pero la voz de Lucía se oyó extendida y con una extraña sonoridad.
— Rodolfo,  Rodolfo,   ¿dónde estás?
— Aquí, en la barranca, ya voy. 
— Vení no bajes al río!— y la voz temblaba. 
Se volvió rápidamente y la vio con los ojos azorados, tendiendo sus brazos hacia él. La recogió con emoción. Lucía escondía la cabeza en su pecho y la besó en la frente.
— No tengas miedo, Lucía. ¿Por qué te lo habré   dicho?
— No lo olvides, pase lo que pase, ¡te querré siempre!
— Por favor, no insistas más. ¿No me tenés aquí, contento, feliz de quererte y poder tenerte en mis brazos? No sos feliz cuando te beso y te
nombro: Lucía, mi Lucía!
— Sí,  Rodolfo,  pero no es por esto.
— ¿Por qué,  entonces?
— No sé, no puedo saberlo, pero el corazón me duele
— Muchachos,   vengan...
Y en la cocina estaban los platos esperándo¬los humeantes. Allí entre tanta cosa cercana; enlazando charlas, la tristeza, se fue y las miradas eran claras, y exactas las palabras. Tenían los pies ceñidos bajo la mesa y las manos se rozaban, voluptuosas, al pasarse el pan o la sal.
Allí quedaron charlando. Rodolfo mirando lavar y secar los platos y repasando la belleza de su novia. Conociendo en los cambios de la luz sus ojos hondos, la frente generosa, la pequeña nariz ligeramente respingada, los labios delineados  en curvas amplias y el mentón fino con   un ligero hoyuelo.   Era  más   alta   que   doña   Flora, cuerpo ágil,  senos   pequeños y cintura estrecha, caderas onduladas  y piernas firmes. Así  la veía ahora, así la veía siempre, aunque no la mirase, aunque estuviese lejos, en las noches, en las madrugadas del campo o en los días precisos del pueblo. Estaba en él, era todo ella y sus ojos estaban en las nubes, en el agua; el viento dibujaba su silueta, en los remolinos de tierra o en los árboles agitados de los caminos. Ella se daba vuelta, sorprendía sus miradas y sonreía.
Después hubo de irse. Lo acompañaron has¬ta su caballo. Doña Flora, complaciente, regresó. 
— No, te demores, Lucía.   Hasta pronto, Rodolfo. 
Le  dio un beso en los labios, tomándole la cabeza entre ambas manos. Besó  sus  ojos  y  la estrechó contra su cuerpo. Las manos de Lucía apretaban su cintura. Volvió a besarla y  montó: Pero ella se quedaba, entretejiendo  sus  dedos en las crines. Se curvó sobre el cuello del caballo y besó los labios húmedos ofrecidos en puntas  de pie. 
Taloneó y se alejó en la noche. ¡Lucía, Lucía! decían los cascos en el suelo y lo llevaban con el corazón dichoso. ¡Rodolfo, Rodolfo! repetían en los oídos de ella que se había quedado en el mis¬mo lugar, con los labios todavía ávidos. Desde la puerta, doña Flora sentía la emoción de ambos y la esperó para abrazarla Juntas entraron y juntas  se las  llevó el sueño.
Sucedieron días y noches del verano reciente y Lucía anduvo en ellos con la vista clara y el canto en los labios, esperando las conocidas tardes de Rodolfo. Nunca más hablaron de aquello y fue muriendo como una pesadilla. Bajaba al río con tranquilos pasos en  la mañana, con su atado de ropas para lavarlas. Se demoraba con insistencia, ubicando loa pájaros habituales junto a las orillas, saludando los lanchones periódicos o escuchando vibrar quejumbrosos mugidos de las vacas, que se  prolongaban  en  el aire tibio. Cru¬zaban haciendas tumultuosas hacia las islas y se recortaban siluetas de jinetes con gritos de leguas y se perdían hacia el sur. Todo era actual, vivido, presente y su alma andaba en serenidad, apacible y lenta. Los crepúsculos se demoraban en luces siempre nuevas, jugaban   con   los   colores   ensayando sorpresivas  imágenes  en el cielo y era un gusto, detenerse  a mirarlas y salir al campo, con los perros husmeadores, a buscar pichones de teros para tenerlos un instante sintiendo sus corazones agitados y cálidos en el hueco de la mano, mientras los padres le erizaban las carnes con sus vuelos  rasantes. Era un  gusto pararse en el centro del  mundo   y   girar   y  mirar a todos los vientos y saber hacia qué rumbo se inquietaba su corazón. Porque el campo era desolado.   No se distinguía una sola casa en la enorme extensión llana y sin árboles. Apenas si se presentían en las manchas oscuras y distantes.   Era como sentirse dueña ab¬soluta, como  si se posesionasen sus  ojos de todo el universo de las cosas. Pero era también como si el campo, cómo si el cielo, la envolviesen y la aprisionasen. Sus pies quedaban apenas unidos a la tierra y la horizontalidad, la hacía flotar en el aire porque también así andaban los perros y las vacas mironas y hasta los chajaes de lento y cere¬monioso andar. Todo sí, era aéreo, sin peso, de una ligereza cristalina que parecía ondular con la brisa más tenue.  
Era la hora, de las bandadas llevándose pre¬surosas las miradas, curiosas por seguir los cambios de las líneas rumorosas y aguzadas, ensayan¬do signos o acaso letras. Era la hora en que se descubren formas en las nubes y se piensa en los mares con islas coloreadas, como las de los mapas de la escuela. Era la hora en que amaba, porque sus ideas estaban solas y podía jugar con ellas y poblar de imágenes su mente, mientras caminaba por los blancos senderos de los animales. No insistía jamás en uno de ellos, era mejor nombrarlo y dejar que su nombre mojase los labios y que llegase un recuerdo y que anduviese en ella, envolviéndola ¬hasta hacerla detener, a mirar las hierbas a sus pies y, tal vez, era muy larga la distancia hasta ellas; pero otras era mejor no ver nada y abrir los ojos y oprimir el labio inferior¬ bajo los dientes y respirar hondo. No le gustaba pensar, sino abandonarse.
Cuando regresaba sus pasos eran rápidos y hasta solía regresar corriendo catreras con los perros alegres y rezongones. Y así fue ocultando, escondiendo, olvidando con límpidas emociones. Y así fue entregándose al hechizo del río. Volvió a caminar por sus orillas. Seguía la corriente mirando las toscas y los caracoles; recogiendo cucharas y limpiándolas de arena y volviendo al agua cangrejitos secos, flexionando sus piernas sobre las puntas de los pies y gozando con la sensación de la tierra que cede y oprime. Luego volvía por el campo, mirando las nubes y descubriendo, las tempranas estrellas. 
Pero una tarde siguió el vuelo de una garza a través del río, casi rozando la superficie inmóvil. El lento batir de las alas le llevó los ojos y se fue. No se quedaron con el albo pájaro ya estático, sino que siguieron, siguieron sin detenerse. Su cuerpo había quedado de pie, como una cosa olvidada y sus sentidos habían muerto, indiferentes, abandonados, inmersos en una delicia inefable. Y el río estaba silencioso porque cesaron todos los ruidos, se perdieron todos los cau¬tos. Estaba otra vez vacía, no se pertenecía, diluida, desvanecida su presencia física, como sí fuese un recuerdo ajeno, como sí fuese una vibración sutilísima del mundo detenido, una imagen transparente que la luz trajese de sí misma y la dejara allí, como un reflejo más.
No supo si fue un segundo o extendidos e interminables minutos, pero un aletazo de sábalo desgarró en sus oídos el silencio absoluto y sorprendida, no pudo reprimir un grito angustioso que le agitó más aún, y que empujó sus piernas temblorosas, casi tambaleantes en una desesperada carrera hacia las casas. Su corazón agitado locamente, sus ojos desmesuradamente abiertos y las manos crispadas, doloridas. Subió la barranca y respiró. No quiso volverse. Vio a su madre remendando unas ropas y se miró los brazos erizados y le extrañó su inexplicable zozobra ante¬rior. Pisó el suelo con fuerza, se inclinó, tomó una tosca y la arrojó al aire, bien alto y sonriendo la miró caer velozmente y sonar en la tierra. Gozó con el balar de una oveja y la alegró el viento acariciando sus muslos y despeinándola.
Tenía sed de movimientos y de ruidos. No dijo nada a su madre, porque no hubiera sa¬bido qué decirle, pero la besó y se puso a conversar, o mejor dicho, a monologar sobre las cosas más simples y cercanas, repasando los quehaceres del día, mencionando los vestidos gastados, el vaso que rompió la semana pasada, las botas nuevas del padre, las hormigas que avanzaron sobre los malvones... Se levantaba, sin dejar de conversar. Entraba en su pieza y repasaba las almohadas, cambiaba los frascos de la mesa, sacu¬día el cuero de oveja; se introducía en la cocina, retiraba la pava humeante, soplaba el fuego, re¬costaba los bancos contra las paredes sin revoques y los repasaba, con la mano y seguía hablando en voz alta, aunque no la escuchasen.
Cuando llegó su padre de recorrer, corrió a preparar el mate cantando y salió con él a reci¬birlo y le preguntó sin cansancio. Y volvió con él del brazo y le trajo la palangana para que se la¬vara y le alcanzó la toalla y volcó el agua en  abanico. Y se sentaron con la pava, en la puerta de la cocina, siempre conversando.
 —Estás contenta, Lucía.
No contestó, pero le puso la mano en el brazo.
—A tu edad no se tienen preocupaciones.
Lucía entrecerró los ojos, apretó los dientes y sobreponiéndose, le dijo: 
—¿Te   gustaría irte, irte a otro lugar al pueblo, por ejemplo?
—¡Ni me lo digas! Aquí espero morirme. 
—Cuando ando por otros pagos y tengo que quedar unos días, ando como si me faltase el aire. A veces pienso que soy como estas paredes, enterrado en esta tierra. Y vos, ¿tenés ganas de irte?
— ¡No podría dejarte nunca!
— Pero no es eso lo que te pregunto. Aun¬que me imagino, sos joven y te gustaría andar y conocer. Es claro, las mujeres siembre quedan en las casas. Algún día alzarás vuelo con Rodolfo y de tu padre, ¡ni me acuerdo!
— No creas papá, hay veces, no lo tomés a mal, en que quisiera ser como los siriríes y volar rápido hacía cualquier lado.
—Pero los siriríes vuelven todas las tardes...
—Volvería a verte y ver a Mamá y me iría, otra vez.
—Ya te llegará el tiempo...
—Pero hay veces, no sé, que siento como vos, que no podría estar lejos, que también me falta¬ría el aire y andaría perdida…
— endrás que  consultarle.
— Ah, Rodolfo… él también se ha aqueren¬ciado. Me decía las otras noches que le está tomando odio a la altura, a los caminos, y que le gustaría vivir junto al río, aquí o en las islas; pero son pobres y tiene que ayudar a sus padres y no se animaría jamás a dejarlos solos.
—Está bien. Pero el pájaro cuando aprende el volar, no vuelve al nido ¡es el destino! Ya lo ves, ahí andan tus  hermanos, ni sabemos  dónde. Vienen apurados por irse y no paran en las casas hasta que   se   olvidan   de volver
—¡Es distinto!
—No, es lo mismo, y así fui yo y así fue mi padre. Supe que había muerto por unos troperos que estuvieron en el velorio y  ni   sé   donde  lo enterraron.   Tuve   una   pena   enorme,  lloré una noche, aquí, en este mismo banco y cuando salió el sol, ya estaba curado. No tuve deseos de ir a besar su cruz,  y por el contrario, más ganas me dieron de no moverme.
—Y decime, Papá ¿nunca has pensado, por qué querés tanto estos lugares? No hay árboles, no hay gente. . .
—Y nunca se piensa por qué se quiere. Me quedé y después ya no pude irme. Cada vez que me decidía a hacerlo, me entraba un desgano e iba dejando de un día para otro. Y luego... me olvidaba. Y así me fui quedando. A veces me parece que en estas cosas de querer al pago, debe haber una brujería que no conocemos.
Lucía se sobresaltó y aparentando calma, le  preguntó:
—¿Y has sentido alguna cosa extraña, alguna cosa rara, para que hables de brujería?
—Y no, digo nomás. Pero a lo mejor cuando se distrae mirando lejos y se queda, como, dormi¬do, algo pasa, que uno no se entera.
—¿No te sentís triste,  después?
—Al contrario m’hija.   Se anda liviano y con ganas de pegar un alarido.
¿Y á todos les pasa así,  papá?
—Al menos a mí. Pero no hay pescador que no recuerde que la boya estuvo hundida y él estaba con los ojos abiertos, sin verla.
 ¿Y nunca te ha parecido ver otras cosas?
 ¿Cómo, otras cosas?
— Si, que no son; cosas que no están y que sin embargo las vemos.
—Mira Lucía, dicen que sí. Pero yo nunca he visto nada. Hay quien ve luces, quien siente quejidos. A veces con los arreos viene gente de los montes y ellos han visto, o les han contado. Aquí nadie recuerda y no te preocupes por lo que te dije; tantas veces anda uno como perdido, descansa la vista mirando y se cura. Y eso no puede ser brujería. Yo digo que las brujerías las tenemos dentro, Lucía. Cuando estamos alegres, vemos todas las cosas alegres. Cuando estamos apenados, todo lo vemos oscuro y triste. Porque este banco, será banco siempre y esa mesa, mesa... y ese cielo, cielo... y el río, río. No puede tener otra vuelta.
Lucía, los codos en las rodillas, las manos sosteniendo la cabeza, escuchaba, inmóvil. La voz cansina, severa y tranquila de su padre, su acento firme y las ritmadas pausas meditando, recogiendo de adentro y luchando luego para decirlo, durmieron sus inquietudes, como si las hubiese cubierto una nube cariñosa que acariciase cada uno de sus nervios alterados. Lo miró, como invitándolo a seguir, invitándolo a retenerla.
—Las cosas no son como las personas. Uno anda, vive y sufre y cambia. Me ves de afuera y soy el mismo, pero adentro soy otro. Y por eso a veces me parece que algún amigo ha cambiado de golpe y es porque siempre lo miramos de afuera y nos olvidamos de lo demás. Pero las cosas no cambian; están donde están y si nosotros no las movemos, se quedan siempre en el mismo lugar. Esta silla, si vos no la traés seguirá aquí, un mes, un año, no sé, hasta que alguno la mueva. Una canoa está atada y si alguno no sube en ella y rema, ahí se quedará hasta podrirse. «La canoa en el río» ¿fue un sueño? Y ya no pudo escuchar. ¿Y si las cosas tuvieran otra vuelta, como las personas? «A veces me quedo mirando una flor y siento como si me devolviese la mirada». Dos ojos dorados estaban fijos en ella, con las orejas altas, «Poroto» parecía escuchar.
—¿Y los animales?
—Los animales son distintos. Nos entiendan y, también los entendemos. Los perros saben su nombre y si los llamás, no se equivocan; si les ordenás algo, te obedecen. Los caballos te adi¬vinan lo que vos querés y cuando te alejás, van nerviosos, desganados, pero cuando volvés, tiran de la rienda, contentos y resoplando. A los que nunca pude entender, son a los gatos. Sabe que se llama «Poroto», si lo llamás y tiene hambre, viene, si no, no, ni te oye. Ahí lo tenés sentado. Parece que nos entendiera que estamos hablando de él y al mismo tiempo como si no le interesasen nuestras charlas. Ya vez, llegó y se quedó sin consultarnos y mañana se irá, no sabemos dónde, con la misma tranquilidad y el mismo desgano con que nos está mirando.
—¿Y vos creés que piensan y sienten como nosotros?
—Y uno no puede saber. Habría que ser perro, o caballo, gato. Entre ellos tal vez se conversen; en su lengua es claro. Pero eso es otra cosa que no nos interesa. Tienen su mundo de perros, de garzas, de caballos o de gatos… 
—¿Y no puede haber un mundo de cosas?  
— ¡Ah, eso no! —dijo riendo.
—¿Y cómo lo podríamos saber?      
—Y... saber, no se puede;  es imposible 
—¿Por qué, imposible?
—Y... ¿no te das cuenta?   Es imposible; son cosas. . .
 Lucía no quedó conforme y mientras su padre seguía conversando, volvió a desviarse, ¿Y si hubiese un mundo de las cosas? También tienen su vida, quieta, silenciosa, pero viven. Y viven cerca de nosotros y nos escuchan, tal vez. Y sienten cuando estamos tristes o contentos, pero no pueden expresarlo y acaso gozan con ser nuestras, con saber que las queremos casi como personas. ¿Y por qué las queremos así? ¿Por qué no puedo tirar el vestidito azul de cuando era chica? ¿Por qué Mamá guarda la taza rota de la abuelita? ¡Son recuerdos, sí, son recuerdos! Recuerdos nuestros ¿Y acaso ellas no podrán también tener recuerdos, no tendrán memoria? Estas paredes tan viejas... «si hablaran», como dice Mamá, y la barranca... y el río... ¿No tendrá recuerdos el río?
— ¿Qué estas pensando?
— Nada, te escuchaba.
Me parece que esta noche no vas a dormir, porque se te van a aparecer fantasmas, por todos lados —dijo burlonamente jovial.
—¿Y qué hacen Uds. acá como dos novios?
— Hablando de aparecidos, Flora.
— A mí, déjenme  de aparecidos  y vengan a comer.
En la mesa siguió sin embargo el tema, y los cuentos de «luces» menudearon. Don Pablo recordó relatos casi olvidados de «gente correntina» que creía en todas las agorarías, que se persignaban a cada canto de lechuza, que cuando se cruzaban los cuchillos en la mesa, se levantaban y no volvían nunca más a ese lugar; que llevaban anillos de cola de iguana y plumas de caburé, que creían en los huesos envenenados de las víboras y en la mirada penetrante de los basiliscos y que habían visto y peleado lobisones incansables en noches de luna llena.
Después, fueron a dormir. Lucía desvelada los sintió conversar y como las voces fueron mu¬riendo hasta que el acompasado roncar de su padre, fue dueño del silencio. Su corazón estaba agitado. En ella había, quedado una sola pregunta  ¿y si el río tuviese memoria? ¿si el río tuviese recuerdos?
Le pesaban los párpados pero no podía entrar en el sueño, aunque el hueco de la almohada le acariciase. Le obsesionaba el interrogante, tenía deseos de asomarse a la ventana, la atraía, la lla¬maba. No pudo resistirse. Se levantó y se apoyó en ella, a escuchar los grillos y las ranas lejanos. La oscuridad era espesa y el leve resplandor del río era la única realidad. Quería penetrar las sombras pero todas las cosas estaban dormidas, inapresables. Sus ojos se agrandaron inútilmente, le dolían, pero era en vano. Volvió al lecho y siguió mirando la ventana ¿Si el río tuviese recuerdos? Cerró los ojos, apretándolos. Sus labios estaban secos. El ronquido ruidoso y uniforme, no le traía serenidad. Rodolfo apareció. Su imagen estaba clara frente a ella. Alto, delgado, pero, musculoso. Boca carnosa y nariz recta y su mirada siempre franca, bajo las pobladas cejas. Una sonrisa jugó en las sombras y fue dulce decir su nombre.
Un vuelo solitario cruzó la noche y tembló. Sintió frío y se cubrió hasta el cuello.   Pero el frío venía de adentro, de muy adentro. Se acariciaba los brazos erizados y curvaba las  manos sobre los hombros desnudos,  oprimiéndolos y las hundía en las carnes. Pensó llamar a su madre, para apretarse contra ella, como cuando era niña y tenía miedo del viento, de los silbidos del vien¬to. En la penumbra las cosas habían perdido su realidad y eran sombras que se agitaban inmóvi¬les,  que  la miraban con miles de ojos oscuros y que alargaban manos amenazantes. Se cubrió la cabeza para escapar de ellas, pero las sentía andar tanteando su cuerpo tenso. Le  dolían las rodillas y el cuello y una punzada le atravesaba las sienes.  Se destapó y las cosas se habían ido, y estaban ordenadas y quietas. Todo estaba inmóvil. Pero Lucía seguía con su aguzada inquietud, clavada en el corazón conturbado. Solo ese ritmo apresurado. Todos sus sentidos estaban en él, vivían en él, padecían en él. Y escuchando sus latidos la invadió un sopor, una somnolencia ex¬tendida. Se aflojaron sus nervios y la respiración fue pausada y tranquila, pero el sueño no llegaba.
Se dejaba estar, extenuada, con un cansancio vertical, agotada, pero algo en ella seguía vigilante, algo en ella seguía esperando, más allá del adormecimiento.
Una claridad lechosa, comenzó a iluminar el techo y las paredes se agrisaron. Lucía se recostó en los codos, los ojos perdidos. Y no supo más. No supo de su salida silenciosa, de la luna na¬ciente iluminando la palidez de su rostro, de su lento tránsito hacia la barranca, de su descenso al río hasta que penetró en él. Allí sus ojos, se recobraron. Se clavaron en las sombras espesas de los juncos en la orilla vecina. Sus labios se entreabrieron, todo su cuerpo era una invocación. Vio brillar las aguas y la canoa avanzando inmóvil entre sus destellos; la vio andar hacia ella, cercana, pero desde unas lejanías enormes. Quería ver, quería ver... ansiosa y apenas si una sombra había en ella, una sombra que no era humana. Tenía su forma sí pero se diluía en cada resplandor vivo que despertaba, como, si jugase con su avidez. Sus ojos luchaban angustiosamente con esa siempre imprecisa imagen, quería anular la distancia que los separaba pero estaban muertos, inertes, eran sólo un espejo sensible, sin raíces interiores, sin conciencia. Todo estaba allí fuera de ella, como ella misma. Todo era un reflejo inmóvil, hasta su cuerpo, hasta sus pies internados en el agua tibia, hasta sus manos caídas con los dedos abiertos, hasta su tez azulada y luminosa. No podía moverse, no podía dar un solo paso, no podía casi respirar y hasta su pulso parecía haberse detenido. Y quedó así, con toda el alma en suspenso, hechizada, con la sensación de no pertenecerse, de que algo extraño estuviese en ella, la dominase, en una anulación imponderable de su vida. No era muerte, sino la aparición de un ser desconocido en ella, que se hubiese introducido con la calma total del río detenido. Estaba en ella esperando algo que habría de venir algo que necesitaba poseerla aun más para revelarse, como si secretamente hubiese alguna zona no invadida que se resistiese, algún repliegue muy íntimo de su existencia que dormido, estuviese alerta sin embargo, defendiéndola.
—¡Rodolfo!—dijeron sus labios entreabiertos, sin sonido, como una vibración recóndita que ape¬nas llegare a la superficie.
Y el río comenzó a andar y la brisa tembló en el río resplandores, chispas de luna y las estrellas volvieron a titilar. Sus manos se alzaron urgidas y se cubrió los ojos y apretándose la frente helada se desligaron hasta la nuca que le dolía. Sacudió la cabeza y volvió a mirar. No quería regresar; era necesario saber. No le importaba el fresco de la noche humedeciendo sus cabellos ni las arenas escurriéndose entre los dedos de sus pies, ni su cuerpo aterido, marcando las puntas de sus senos. Era menester luchar, sin miedo, aunque su corazón acelerado le exigiese el regreso. Era necesario enfrentarse definitivamente al misterio.
Recorría su vista la extensión iluminada y se iba deteniendo en cada circunstancia del lugar. Estaba igual, pero ya no era el mismo. Se dio cuenta que era imposible, que ni su voluntad, ni sus sentidos podían alcanzarlo. Caminó sin embargo. Llegó basta la entrada del arroyo, despertando los biguaes que volaron con su doble estela rozando las aguas. Los siguió hasta verlos en la orilla vecina, con sus negras siluetas recortándose. Volvió desesperanzada, con tardos pasos. Unos siriríes que pasaron gritando sobre su cabeza, ni siquiera le hicieron levantar los ojos. Todo era sabido, normal, exacto. Antes de subir la barranca, buscó las huellas de sus pies, las siguió, pisándolas, ubicándolos precisamente en ellas penetro en él río y se quedó inmóvil, esperando. Pero también fue inútil. Sus sentidos estaban despiertos y sus ondas llegaban nítidamente a su cerebro vigilante.
—No es una relación entre mi vida y el río y estos lugares, sino algo que yo no alcanzo —se dijo.
¿Y si el río tuviese recuerdos...?
Pero… ¿por qué, yo?
Cuando llegó a su cama y se tendió en ella, sintió el cansancio innumerable de sus nervios destrozados y el sueño la aplastó con su realidad.
 
(De: Los cauces alucinados; Gualeguay, Entre Ríos, Edición de autor, 1960, Pags. - 11 a 43)

________________________________________
 

(II Parte)

Mercedes, con sus perros, regresaba de la tarde. Le gustaba alejarse con ellos, siguiendo la sinuosa línea de la orilla del río. La ausencia de árboles en la costa y los llanos totales de los campos, le permitían hacerlo sin perder nunca de vista la barranca, donde el rancho elevaba su silueta solitaria. Parecía que las aguas la llevasen y caminaba sin cansancio, mirando la ligera espuma lamiendo las costas arcillosas. Recogía pequeños camalotes de raíces blanquísimas y carnes verdes, casi vivas, que arrojaba luego al agua unos pasos más allá levantaba caracoles y los lustraba con sus dedos o solamente miraba como el horizonte siempre se alejaba y cada metro era un llamado a seguir más, un poco más allá, con la sorpresa de una nueva imagen del río.
  Ya no recordaba el Paraná y sus costas. Tenía olvidada en su infancia las islas pobladas de sauces y ceibos y las enormes playas extendidas. Este río era más íntimo, más suyo. Tenía la sensación de estar en él o mejor dicho, que el río estuviese en ella o tal vez ambas cosas al mismo tiempo. Mercedes no podía saberlo y sólo le interesaba sentir hondamente esa efusión y entregarse a ella por las tardes, cuando terminaba sus ocupaciones. Se sabía vigilada desde las ca¬sas y no podía andar sin temores. Los indios ya no existen —le repetía siempre su padre— pero más de una vez había encontrado flechas en las barrancas y cacharros de arcilla quemada en la boca de los arroyos; más de una vez, se sintió como mirada, mientras se bañaba en la costa.
  Su padre se reía de ella y le recomendaba rezar más a menudo. Así lo hacía, y se hincaba de rodillas frente al río. Comenzaba con fervor, uniendo sus manos piadosamente, inclinando su cabeza con humildad. Cada palabra tenía un hondo sentido de oración y le parecía que la gracia llegaba a ella. Pero su mirada encontraba una piedrecilla reluciente en la arena y sus manos inconscientemente descendían; la tomaba., la alisaba, la despojaba del barro seco que la envolvía y se extraviaba en sus brillos. Las rodillas le dolían y se ponía de pie y le daban deseos de andar, que no rehuía. Después, más tarde, recién condenaba sus oraciones inconclusas, su sacrilegio horrendo y largos rosarios en la noche, eran nece¬sarios para calmarla y tenía que dormir con sus manos fuertemente asidas al escapulario.
  Rehuía en las tardes sucesivas bajar al río y cuando doña Isabel la mandaba en busca de agua, lo hacía corriendo y regresaba de inmediato casi sin levantar la vista, temerosa de detenerse a mirar la corriente andando y dejar que sus ojos se alejasen. Se quedaba a escuchar los renovados recuerdos de la lejana juventud de su madre en Santa Fe, el relato de las procesiones, la enunciación de las familias de su amistad y de los parentescos inextricables con ellas o bien se demoraba mirando lustrar la larga espada o el repaso prolijo del arcabuz.
 Pero solo eran unos días, ya que el río al final, triunfaba y las orillas se hechizaban para sus ansias y el caminar por ellas volvía a ser el encanto de su alma desnuda. Estaba demasiado cerca para no vencer, para sustraerse a su influjo.
Una tarde de otoño, salió como otras veces. Los perros iban delante haciendo sonar las patas en la arena mojada. Las garzas la dejaban llegar, mirándola atentas y luego emprendían su rítmico vuelo para posarse cerca, en la misma orilla. Y así la iban llevando casi imperceptible¬mente. El aire estaba puro y fresco. El sol era un deleite en la piel y en el espíritu deslumbrado. Las cosas tenían una luminosidad cristalina y el río un espejo recorrido por lentas irisaciones, por imperceptibles temblores. Mercedes iba disminu¬yendo sus pasos, haciéndolos cada vez más tardos hasta detenerse. Y todo comenzó a cambiar, sin un movimiento y sin que nada fuese distinto. Las cosas comenzaron a flotar en el aire detenido, los pájaros enmudecieron, y no tenían peso; los juncos eran largas agujas verdes quietas y las aguas, también estaban, como suspendidas en sí mismas. Mercedes se dio cuenta de que ella  misma no se pertenecía, que no podía mover una mano, paralizada. Como si todo hubiese muerto de improviso o tuviese otra vida misteriosa o inalcanzable para ella; como si el río estuviese en éxtasis o como si Dios, se hubiese contemplado un instante en él. Estaba sobrecogida, pero al mismo tiempo vibraba en ella un placer muy hon¬do, una mezcla de gozo y de infinita tristeza. Pero fue sólo un segundo, nada más, porque todo volvió a ser como antes, es decir, todo siguió siendo igual. Porque las cosas estaban en el mismo lugar, las nubes, los pájaros, hasta esos mismos reflejos de las aguas, pero ya no era lo mismo. ¿Qué pasó en ese segundo mágico? Mercedes quería saberlo y buscaba, en ella y fuera de ella: Me quedé como dormida. Como si estuviese soñando con las mismas cosas que vivía, que tenía frente a mí, porque eran tan claras, tan ciertas, como un sueño, como un recuerdo. Las cosas cuando se sueñan o cuando se recuerdan, son las mismas pero distintas. No dejan de ser ellas, pero ya no son. Es difícil explicármelo —se decía— pero me entiendo. Y Y algo así, me pasó a mí en este instante. No era yo, aunque lo fuese, estoy segura, ?Pero acaso se puede dejar de ser uno mismo? y si ello sucede ?qué fuerza extra?a a nosotros es la que realiza este cambio? ?es un ángel o un demonio? ?qué anda en nosotros o fuera de nosotros? Y este interrogante la atemorizó. Porque no tuvo visiones, apariciones que pudiesen definir el dilema. No era nada, ni una sola imagen distinta que pudiese venir de otro mundo, era el mismo mundo que le rodeaba que se había transfigurado sin dejar de ser. Y sus razonamientos se enredaban. ?Y si fuese un demonio, un embrujamiento? Pero el demonio es tentación del mal y nada había tras de esa ima­gen llena de lucidez, llena casi de beatitud. 
Decidió no decir nada a sus padres y rezar mucho para que ella no sucediese más y pedir a la Virgen que la apartase de esa tentación. Volvió tranquila, segura de haber encontrado la salva­ción de su alma, porque tenía la sensación de que su alma había estado en peligro. 
?Luego ante ella y la negativa pertinaz le otorgó gravedad y en un momento, hasta imaginó... no quería recordarlo. La castigó más por su silencio que por la culpa que ignoraba. Después ya serenado, tuvo necesariamente que concluir en la imposibilidad de que ello sucediese. En esa soledad, en ese aislamiento casi total, sin relaciones, sin que frecuentaran ninguna familia, Mercedes no podría tener jamás aventuras y menos, pecaminosas, como lo pudieron hacer supo­ner esa insólita salida en la noche hasta la orilla del río y la humedad de sus vestidos y su silencio cerrado hasta permitir que la golpease, hasta sufrir callada los latigazos sin que se escapara una sola palabra reveladora de sus labios. Mientras anduvo por el campo, había confirmado esos pensamientos pero más inexplicable le re­sultaba la actitud de su hija. Ahora era necesario esperar que Isabel se lo dijese? 
?Se sentaron a la mesa. Como todos los días rezaron un padrenuestro. Mercedes no había le­vantado una sola vez la cabeza para mirarle. Comieron en medio de un silencio pesado, cada uno seguía sus pensamientos y do?a Isabel fue la primera que habló: 
-Mercedes ?explicó- me ha dicho que tuvo un desvanecimiento, que no sabe qué le pasó. Temía que hubiese sido una brujería y por eso, no quiso confesarlo. Tal vez los indios hayan dejado un hechizo en estos lugares ?no te parece? 
Don Lucas, las miró preocupadas. Su hija seguía con los ojos bajos y un intenso rubor; coloreaba sus mejillas. Ambas esperaban sus palabras. 
-Cuando se está con Dios, no hay que temer brujerías. ?Rezás tus oraciones? 
-Sí, Papá -dijo sin mirarlo. 
Entonces, no debes tener miedo a nada y cualquier cosa que sientas debes confesarla a tus padres y llamarnos. Lo más grave que has hecho es ocultárnoslo, eso no te lo podemos perdonar. Eres muy joven y no conoces el mundo, ni las acechanzas de Satanás que se aprovecha de los que son débiles. Si no lo haces así, el alma se te irá envenenando poco a poco y después no podrás sacar el mal de ella. ?Y qué te hizo ver el Demonio? No tengas miedo, decilo con la frente alta; lo combatiremos todos juntos. 
?Nada, Papá. 
-?Cómo, nada? ?Volvés otra vez a lo mismo? 
-Es que no puedo explicarlo, fue como un sue?o, como si las cosas no me sucediesen a mí, como si yo las estuviese mirando. 
-Y qué viste? 
-Una casa de forma extra?a en la barranca y una mujer en el río con sus ojos fijos en la canoa que avanzaba hacia ella. Y esa mujer tenía vestidos que no puedo recordar, que no eran como los nuestros y tenía el pelo muy corto. Sentía que debía acercarme a ella, pero cuando llegué, no estaba, pero la canoa seguía en el río. Fue un instante, y luego todo pasó y quedó co­mo antes... 
-Era una india? 
-No, era muy blanca y más blanca aún pa­recía bajo la luna. 
-Y en la canoa, ?quién estaba? 
-No vi a nadie, no pude ver a nadie. 
Don Lucas estaba desconcertado. Mercedes esperaba nerviosa. 
-Sí, tenés que rezar. No sé que sentido podrán tener estas apariciones, pero solo pueden ser del Demonio y el Demonio ha sido quiten te hizo callar. 
Mercedes aceptó todos los consejos, porque su confesión la había liberado de ese miedo a las reacciones de sus padres y el saber que podía confiar a ellos sus visiones, le dio fortaleza. Esa noche miró hacia el río sin temores y habló en voz alta y durmió tranquila, pese a los dolores de su espalda herida. Todo le pareció muy simple y hasta los mismos castigos de su padre, fueron como una expiación necesaria. Su madre estuvo con ella largo rato, rezaron juntas, la cubrió y se alejó luego de darle un beso en la frente. 
Al otro día su madre le contó las conversaciones tenidas con Don Lucas y como maduraban el proyecto de ir río arriba y poder confesarse y comulgar y asistir a la Santa Misa, que hacía tantos a?os no escuchaba. Mercedes sintió que su vida se llenaba pensando en ese día. Tenía ahora, deseos fervientes de alejarse y comenzó a molestarle esa Soledad; el campo, no le atraía, ni la llamaban los crepúsculos, ni el caminar por las orillas. Parecía que el encanto del lugar hubiese desaparecido, que nada hubiese quedado de esas sensaciones tan hondas de semanas anteriores. Los cielos estaban más solos que nunca y las noches se sucedían sin huellas. El calor les hacía demorar la hora de dormir, sacaban bancos afuera y quedaban conversando. Don Lucas les iba narrando todos los sucesos que conocía y que había recogido de sus vecinos en ocasionales encuentros, o de los hombres que arrastraban los barcos en sirga, por el río. El tono era cordial y alegre y jamás se mencionó el pasado, ni siquiera le volvieron a preguntar si se había repetido; estaba aparentemente olvidado de todos. 
A fines de febrero pasaron lanchones, que se detuvieron. Era gente del Buen Aire y llevaban provisiones hacia el éste. Por ellas supieron que ya habían comenzado a talar los montes y que Rocamora llamaba a los pobladores para el reparto, que se reuniría mucha gente y que habría grandes fiestas. Do?a Isabel estaba tan entusiasmada como su hija. Quería saber de parientes y amigas que hacía a?os no veía, y por sobre todas las cosas, tenía interés en alejar a su hija de esos lugares que odiaba, sin saber por qué. Allí cerca del cura Santiago Mino que conocía de joven, con sus sabios y santos consejos y acaso si Mercedes encontrase novio, todo quedaría perdido como un mal sue?o. Pero don Lucas no se decidía; hablaba con interés, sí, y se asociaba a los proyectos, pero se quedaba mirando las distancias y callaba. Un día les confesó: 
-Si voy, voy por ustedes. Pero me costará. 
-Qué harán ahora? Sentadas bajo los ár­boles, en los ranchos recientes, porque no todos han regresado. Los humos seguían uniéndose por encima del pueblo. Pasarán con sus hachas y sus sacos al hombro, saludando y los seguirán con la vista hasta perderse en una esquina. Acaso si Martín la esté recordando pero no levantara sus ojos hacia las nubes. 
Así llegó al río alucinado bajo el crepúsculo. Lo miró, pero su alma melancólica, estaba poblada. No podía ver y la soledad de las costas le dolía. Se había olvidado de sus perros, de las aguas azules, de los horizontes desplegados, de todo. 
-Cuándo podremos volver? Tal vez si Mamá insiste, será pronto. Aquí ya no podré andar. Todo esto antes me maravillaba, amaba este silencio, esta llanura igual y dilatada, estas costas monótonas, pero ahora... no sé! Tal vez por­que mi alma estaba vacía! 
Llegó al pie de la barranca y se detuvo. Y entonces, por primera vez, le llegó la visión per­dida, como una lejanísima reminiscencia que se agitó levemente un instante y desapareció, sin llegar a su conciencia. Subió sin volverse, y entró dispuesta a no cejar un segundo, hasta que volviesen. Su padre había regresado del campo y no bien llegó a ellos, se dio cuenta de que no era necesario. Do?a Isabel conversaba de continuo y cada tema le traía, una referencia. Sería su aliada, sin que fuese preciso que se lo pidiese. 
No tenía sue?o y con emocionada placidez fue recorriendo los momentos de su estadía en el Gualeguay. Se atropellaban por llegar y ser en su memoria y se maravillaba de tenerlos. Entre ellos llegó nuevamente Martín. Allá había sido solo un comentario que no le interesó, solo un peque?o halago de su vanidad. Ahora sin embargo, le sorprendía la insistencia en volver. Casi no podía precisar su rostro que se le perdía entre tantos otros. Y eran unos ojos indefinidos y hondos que estaban en ella y su silueta alta, y fornida. Lo demás, era como los troncos de los a?osos algarrobos, apenas insinuado, juego de imaginaciones. Pero se esforzaba en precisar sus rasgos y lo logró. No le interesaba si Martín, era así, o no. Así sería para ella cuan­do lo nombrase, cuando quedase a solas con él en las sombras. Se aferró a esa imagen, síntesis de un sentimiento sin nombre ligado a la ausencia, porque Martín fue toda su vida allá en el pueblo, desde esos momentos. Nombrarlo era nombrar todas las sucesivas emociones desde el instante en que descubrieron las carretas en la costa. 
Por eso lo llamaba ahora en la noche, por eso su alma andaba jubilosa de esperanza y por eso se durmió con su nombre en los labios. 
Era la media noche, cuando sintió una voz que con toda claridad la llamaba; una voz dulce, ardorosa que conmovió su corazón. Despertó, sin sobresaltos, pero la tenue luminosidad que en­traba por la ventana entreabierta, la llenó de zozobras y la visión perdida golpeó en su mente, alejó todos los recuerdos y quedó sola, ante sus ojos absortos. Quiso murmurar: -Martín! pero no pudo y se levantó y abrió la ventana. Las estrellas parpadeaban altas, incitándola. 
Su piel no sintió el fresco de la noche y avanzó hacia la puerta como una autómata con los pies desnudas. Y se acercó a la barranca. La luna roja comenzaba a asomarse, allá lejos, no importaba dónde y en el río se iluminó la mujer con una luz blanca, tan blanca que parecía azulada. Bajó hacia ella, sonriéndole, reconociéndose en ella y entró en ella y fue ella. La canoa avanzaba por el río inmóvil. Avanzaba con el hombre de pie, avanzaba sin un ruido sin dejar una estela, sin que brillase el agua a su alrededor, avanzaba... y su corazón latió enamorado. La luna brillaba en los cabellos, pero no podía ver su rostro; sus labios se abrieron para nombrarla. Y el hombre llegó hasta Mercedes y la llamó. 
Y su voz entró en sus carnes y cerró los ojos. Y los brazos del hombre la rodearon y una boca ardiente buscó sus labios. Y el cuerpo del hom­bre se ci?ó al suyo, que vibraba enloquecido de pasión. Y sintió que los brazos la depositaban sobre la arena y que manos cálidas acariciaban sus senos desnudos, mientras la boca seguía besándola... y luego fue ascendiendo por cielos malvas hacia las nubes púrpuras que comenzaban a azularse. Y los horizontes se alejaban con su gozo sin límites, se alejaban hasta ser una sombra que la cubrió íntegra. Los perros aullaron. Eran quejidos dolorosos, extendidas, penetrantes. Don Pablo, saltó de la cama. 
-Qué hay? ?Qué pasa? 
-No sé ?dijo do?a Flora. 
-Por qué aullarán los perros en la barranca? 
Y salió corriendo. Los perros seguían aullando desesperados. Miró hacia el río y vio una sombra blanca tirada en la arena, casi confundida con sus resplandores. Se acercó corriendo y era su hija, desvanecida. Sé arrodilló ante ella y no la reconocía. La cabellera extendida, sus ropas desgarradas, los hombros desnudos, los brazos abiertos y una extra?a expresión de feli­cidad y sensualismo en su rostro, corno si no fuera su hija. 
-Lucía, Lucía! 
La luna roja seguía iluminando el río que se estremeció con la brisa que se fue a despertar los pájaros en los juncos. Don Pablo sintió que el terror erizaba sus cabellos. La tomó en sus brazos y ascendió la barranca. Mientras un grillo invisible, latía el silencio sin tiempo, el silencio de eternidad. 



(De: Los cauces alucinados; Gualeguay, Entre Ríos, Edición de autor, 1960; pags.45 a 49; 76 a 79 y 112 a 115)