Y un día la adultez comienza a repetir
	inocentemente esa actitud habitual en los niños
	echarse de bruces sobre un mapamundi: el césped
	o el frío tabernáculo de las baldosas en verano.
	 
	Echarse de bruces a mirar tierras y mares,
	la liturgia del instinto en las hormigas
	o el vegetal santo y seña del misterio sobre el patio.
	Echarse de bruces a mirar el acaecer
	de los juegos impuestos por Algo o Alguien.
	 
	Mirar el espacio, al tiempo con los antiguos
	inocentes ojos, mientras el muro de la soledad
	reverbera hasta fingir otro cristalino e impenetrable.
	De pronto, caen los muros de luz bajo
	la imperativa noche de la ternura humana
	traída por una piel que echada de bruces, junto
	a la nuestra, mira sin ver lo que sin ver miramos.
	 
	Manos o raíces, filones o galaxias: mímica
	perecedera del Eterno Rostro que nos miró de frente
	el día en que nacimos y que de frente y silencio
	nos mira cuando el amor nos echa de bruces y amamos.
	 
	 (De: El arenal perdido, 1958).
 Autores de Concordia
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