CRÍTICA SOBRE “LOS QUE COMIMOS A SOLÍS”

 

 
En “Los que comimos a Solís”, - expresa el escritor Héctor Izaguirre en un excelente prólogo a En el campo las espinas - la provincia se presenta  a través de multiplicidad de ambientes y situaciones que si se acercan a los motivos locales tampoco olvidan el esencial interés que gira en torno de la problemática del hombre. 
          Ya Alfredo Veiravé había advertido, al aparecer el libro, “la profunda humanidad que respiran esos personajes”. Por su parte, Federico Peltzer hacía la salvedad de que si el título era harto sugestivo, “cuadra más o menos bien a la primera historia” ya que los que comieran a Solís se valieron del engaño, de la falsía. Y los personajes de los principales relatos, “son siempre los burlados, las víctimas, los que no tienen otra arma que alguna de las bienaventuranzas evangélicas: la simplicidad y la pureza del corazón”.  
          Un tono realista preside la mayoría de los relatos pero se busca trascender lo típicamente regional: “el único escenario del auténtico escritor es el hombre”, aclaraba Peltzer. Por eso, desde esa plataforma entrerriana, se aspira al salto que trasciende las circunstancias, los ambientes - islas, pueblos, zonas campesinas del sur de la provincia -, los grupos étnicos variados (criollos, judíos, negros, indios).
          Ñuto Asencio, por ej., personaje de “Los que comimos a Solís” tiene los rasgos esenciales de aquellos agrestes desterrados descriptos por Fray Mocho en “Un viaje al país de los matreros”.         
          Según la escritora Olga Zamboni, es evidente la preocupación por los problemas que afectan al ser humano como individuo y como grupo, arraigados en la vida rural y pueblerina;  se hace notar el conocimiento directo que tiene la autora de esos ambientes: pequeñas poblaciones, colonias, riberas del río, sitios provincianos agrestes. Los hechos ocurren y transcurren desde las primeras décadas del siglo XX en Gualeguay, Puerto Yeruá, Gualeguaychú, Ceibas, Médanos, Islas Lechiguanas, Ibicuy. Los nombres dan cuenta de una puntual ubicación geográfica, tanto que se podría ir marcándolos en el mapa de la provincia, como así también sus vías de ferrocarril, sus rutas asfaltadas o de tierra, que unen poblaciones de heterogéneo origen. De ellas extrae variada gama de personajes – vitales y verosímiles siempre – con el acierto puesto en sus conversaciones y en sus silencios; en sus candideces y en sus crueldades; en el asombro y el misterio ante la vida y la muerte.
          El lenguaje acerca giros hoy inusuales, desconocidos quizá para las generaciones jóvenes; los diálogos son vivaces y de auténtico color local cuando la ocasión lo exige. Por lo demás, la pincelada descriptiva rica en justeza y color enmarca una acción atrayente, en donde se juegan los temas universales como el amor, la injusticia, las ilusiones. Se ha dicho que en estas narraciones se exalta el mundo de los sensibles y los desheredados. 
          En algunos cuentos de este volumen, como “La creciente” - que aborda un tema característico del litoral- y en otros incluidos en “El otro lado del tablero” se ha percibido una no disimulada admiración hacia el escritor mexicano Juan Rulfo, autor de El llano en llamas. Esa cercanía va más allá de circunstanciales coincidencias de ambientes, de giros y expresiones (la ironía de algunos diminutivos, por ejemplo), sino que alcanza también al ritmo de sus relatos. Por su parte, el cuento “Alejandro Schultzman” se relaciona con un tema ya tradicional en Entre Ríos: la colonización judía, que supone continuar la senda de Gerchunoff, Eichelbaum y el más reciente José Chudnovsky.
          “Los que comimos a Solís” se compone de doce cuentos, entre los cuales se destacan el que da título al libro; "El Biyi-Biyi", con un fuerte componente autobiográfico y quizá el cuento más famoso de la autora; "La creciente", ya citado, y "La casagrande", uno de los mejores cuentos del libro, en torno a una dramática historia que tiene como escenario una antigua casa de cita, convertida luego en hospital.
          La primera edición de esta antología es de 1965, casi en el despuntar de la carrera literaria de María Esther de Miguel. Se lo considera ya un clásico del cuento argentino del litoral.
          Para finalizar este rescate queremos destacar que hemos decidido hacer hincapié en la cuentística de M. E. de Miguel, por sobre sus novelas, por considerar que es la parte más valiosa de su obra (opinión compartida por escritores como Vicente Battista, entre otros) y quizá la menos difundida en profundidad. 
          Por el mismo motivo se ha seleccionado el texto “El grumete”, incluido en “En el campo las espinas”, pero que por el tema y atmósfera pareciera un relato surgido de “Los que comimos a Solís”. El eterno polizonte que ahora parece encontrar el demorado primer plano. En la historia de Francisco del Puerto, grumete de Solís, se reitera la visión de un mundo corrompido por la ambición y lejano de la sabia lección de la naturaleza que, cerril, y hasta brutalmente salvaje, ofrece una posibilidad más cierta de salvación que complejos mundos “civilizados”.
          Diversidad de paisajes y el drama del hombre como una constante.  Hacia ese hombre, expresa Héctor Izaguirre en el prólogo ya citado, se dirigirá con hábil manejo idiomático y reiterada frescura, la mirada comprensiva de esta escritora entrerriana que se convierte no sólo en lúcido testigo de nuestro tiempo sino que, tras la agilidad de su prosa, la claridad de los planteos y la importancia de las sugerencias, concreta un raro equilibrio, a la par que un feliz aporte a la narrativa actual.
 
 
Fuentes consultadas:
- Izaguirre, Héctor. “María Esther de Miguel: aproximación a su obra”. Prólogo a En el campo las espinas. Editorial Pleamar, 1980.
- Zamboni, Olga. Introducción a “Los que comimos a Solís”. Ediciones Colihue, 1996.