LLEGAMOS JUNTOS Biyi-Biyi y yo. Yo llegue al amanecer, cuando las primeras luces del día progresaban en el pueblo y se extendían por las calles polvorientas y las casas chatas, de ásperas paredes sin revoque y techo de brillante cinc o de alisada paja. El llegó de tarde, con el día que se iba, cuando el sol, volcado sobre la sutura de un horizonte de trigo y lino, se demoraba en las últimas casas, en los lejanos árboles, en aquel ombú grande y viejo que custodiaba la incierta entrada al pueblo.
Pero llegamos el mismo día. Y el mismo día, también, a los dos nos fue dado un nombre. Nos lo dio mi padre.
Bichito, dijo ante mi cuna sin pensar en la perduración que le cabría al nombre tan ligeramente improvisado que iba a oscilar, desde entonces, entre extrañas gradaciones: y así será bichito de luz –cuando yo me portaba bien- o bicho colorado –cuando las cosas andaban mal-, según el fluctuante código que regía la vida familiar de mi casa.
Con el, supongo, fue distinto. Mi padre le habrá preguntado: “¿Cómo te llamás, che?”; y el habrá seguido allí, alto y negro, con el pelo enmarañado sobre la cabeza grande, y los ojos brillantes, renegridos, iluminando su cara cetrina, sin moverse, sin decir nada al principio para después, ante la insistencia de mi padre que le habrá preguntado de nuevo “y che, cual es tu nombre, contestá”, comenzar a mover las manos primero, los brazos después y junto con las manos y los brazos que girarían, supongo, como las aspas desorbitadas de un molinete, los labios se abrirían y cerrarían, ligeros, jadeantes, multiplicando sus movimientos, acelerando su ritmo, explicando, excusando, pidiendo, solicitando, con palabras que solo llegarían hasta donde estaría mi padre y los obreros que lo acompañaban y hasta el silencio del patio, que a esas horas se estaría poblando de sombras, convertido en el confuso murmullo de un río contenido o en el rumor elegible de un animal acorralado, o en el apretado fragor de mil tormentas.
-Biyi-Biyi-Biyibiyibiyi…
Y entonces mi padre, que tampoco esa mañana habría entendido que era yo con mis ojos cerrados, con mis labios incapaces, con mi vida sin vida, se habrá inclinado nuevamente esta vez ante el misterio de ese muchacho que extremaba su confusión en mitad del patio teñido de gris. Y le habrá dicho: “Esta bien, quedate”; y tal vez habrá vacilado antes de agregar, “Biyi-Biyi…”
Y Biyi-Biyi, con sus grandes ojos negros, habrá dicho que si.
Mi infancia creció entre precarias convicciones y confusos e inagotables horizontes. Y paralelos a esos días, que acogían febrilmente el hechizo de lo desconocido, fueron también los enigmáticos días de Biyi-Biyi. Porque la vida de Biyi-Biyi, salvo para mi, permanecía enlazada al misterio. Nadie sabía de donde había llegado. Tampoco en que lugar recogía el resto de sus horas. Pero todos sabían, eso si, que al caer la tarde, cuando el sol estiraba sus rayos para seguir tocando el pueblo lo verían llegar, alto y desgreñado, con su ropa indefectiblemente sucia –si era limpia por recién regalada o por nueva, el mismo se encargaba, en una suerte de coquetería al revés o de pulcritud inversa, de pasarle un trapo empapado de aceite que la llenaba de arbitrarios bosquejos-; y en seguida de llegar, se lo vería poner en marcha los grandes motores de la “usina”, y luego limpiar los galpones, y después instalarse en un rincón del patio. Desde ese momento su tarea consistiría, simplemente, en controlar las aceiteras de las máquinas y la gran puerta que comunicaba con ellas.
Yo esperaba ese momento para acercarme a Biyi-Biyi. Ahora pienso, que en verdad, recién entonces comenzaba mi día. Porque hasta esos instantes yo no vivía; simplemente esperaba. Cuando lo veía arrastrar la vieja silla de paja y quedarse en un rincón del patio de tierra apisonada que desbordaba a la calle por entre los gruesos barrotes de la verja, desde la vereda donde a esas horas la impaciencia de mi madre y la paciencia de la “muchacha” me refugiaban, yo arrojaba un incontrolable “me voy con Biyi-Biyi” y enfrentaba con lúcida energía los inútiles esfuerzos que hacían para detenerme. Claro que, en verdad, también ella -la muchacha- aguardaba ese momento; en aquella pequeña jauría de chiquillos la ausencia de uno era siempre apetecida como una pequeña liberación. Además, estaba el tácito permiso de “la señora”. Por supuesto que no siempre había sido así. Al principio mamá había protestado.
-¿Querés decirme que haces con Biyi-Biyi? –me había preguntado; o tal vez me dijo simplemente, con el “Biyi”, como le decía cuando estaba enojada o apurada, porque, debo advertirlo, el apuro y el enojo no tenían en ella claros límites- ¿querés decirme porque te gusta más estar con el que jugando con los chicos?
-Porque me cuenta cosas…
La minuciosa incredulidad estampada en la cara de mi madre casi detuvo mis explicaciones. ¿Cómo decirle que Biyi-Biyi me enseñaba la historia de los árboles, y las aventuras de las hormigas, y los enigmas de los pájaros…? Pero tenía que convencerla. Fatigué mi mente buscando la frase oportuna, el razonamiento exacto, el argumento convincente –“Biyi-Biyi me enseña…” “Biyi-Biyi me dice…” “Biyi-Biyi me cuenta…”-, hasta que de pronto llegaron las palabras de mamá para acabar definitivamente con todo invento de explicación.
-Mirá que estás mentirosa…
Esa noche, desde el refugio de mi cama, donde el temor y la pena me tenían desvelada, yo escuché:
-No se que hace con esta chica. Todas las tardes se la pesa conversando con Biyi-Biyi.
-¿Conversando? –la voz de mi padre me llegaba cargada de incredulidad. Y entonces mi madre:
Sí, al menos eso dice ella. Aunque mirá, los he estado observando y, aunque te parezca mentira, lo que hace es conversar. ¿Qué te parece?
Descalza, desde la puerta del umbral donde el desasosiego me había trasladado oí, temblando, la respuesta:
-Déjala… La chica es un poco imaginativa y el Biyi-Biyi un pobre desgraciado. Peor sería que anduviera por la calle…
No quise escuchar más. Pero el hueco de mis sueños estuvo lleno de luces.
Y entonces, ya sin temor, yo me di a descubrir el mundo con Biyi-Biyi. Porque, en definitiva, lo que hacíamos era descubrir el escondido secreto de aquello que nos rodeaba.
-Biyi-Biyi, ¿Qué son las estrellas?
Y la voz de Biyi-Biyi se levantaba para explicar lo inexplicable. Sus renegridos ojos gitanos se dirigían al cielo, y las manos oscuras, delgadas y nerviosas, comenzaban a moverse con ademanes precisos, primero, con ritmo incontrolable después, y un murmullo, suave al comienzo, exaltado luego, me acercaba al misterio de las estrellas en los rayos de luz y en los puntitos de fuego que yo sentía encenderse dentro de mi misma a semejanza de aquellos otros que veíamos multiplicarse sobre nuestras cabezas desde el patio que la noche había ennegrecido.
Y después, cuando la voz de Biyi-Biyi se detenía y el dejaba caer la cabeza agotada, y las manos quedaban como derribadas sobre su pantalón impecablemente sano y prolijamente sucio, yo también permanecía en silencio, atenta al eco de las palabras que me habían sido dichas para que penetrara en los confusos enigmas que me rodeaban. Porque, esto debo advertirlo, Biyi-Biyi no destruía el misterio: me introducía en el.
La chimenea de la usina prolongaba un cordón de humo hasta alcanzar el cielo, y el patio se hacía más hondo en el acentuado silencio de la hora, y desde la calle, más allá de la reja de hierro, nos llegaba el olor de los paraísos y alguna voz intrusa.
-Vení, che, no seas pavota…
-Dale, María Esther, vení a jugar con esto que esta regio…
Pero yo me refugiaba en mi laberinto de palabras y colores, allí donde encontraba excitantes respuestas de mis imprecisos desconciertos, los mismos que en mi casa no hallaban acogida.
-¿Qué es esta rosa, mamita?
-Esta rosa es la flor de ese rosal…
(Pero yo estaba viendo en el fondo de la corola oscura la sonrisa de un ángel…)
-Y el mar, mamá ¿que es?
-Es como un cubo grande, lleno de agua; y en el fondo tiene… (Pero para mi el mar era sin fondo, como un cielo al revés, con olas y olas que se multiplicaban; y tampoco tenía fronteras…)
-¿Y Dios, mamita?
-Dios es el creador de todos, que premia a los buenos y castiga a los malos –y la mano de mi madre me mostraba en una vieja Biblia, llenas de estampas más viejas todavía, un anciano venerable que me miraba insípidamente desde unas precarias nubes de algodón.
(Pero a mi los viejos no me gustaban, y menos los viejos con barba, porque solo conocía uno, que era el mendigo del pueblo, y estaba siempre sucio y borracho, y con mal olor, y además se llamaba “el hombre de la bolsa”. Y Dios era para mí ese misterio que me detenía en el umbral de las noches, palpitante bajo las luces del cielo y el ruido de mi propio corazón).
Si; ahora recuerdo que por eso deje de preguntar a mi madre –por otra parte ella estaba siempre tan ocupada, tan impaciente con sus “¿querés acabar con tus porque, criatura? ¿O crees que lo único que tengo que hacer es contestarte a vos?”-; a mi hermana mayor, tan sabihonda siempre, tan mandándose la parte, y que sin embargo jamás acertó a explicarme las cosas como Biyi-Biyi; y a la misma tía Laura, tan buena la pobre, pero que tampoco sabía mucho. Ahora comprendo como, absuelta de esa suerte de autojustificación, me olvide de todos ellos para refugiarme en mis cosas… (Ahora se también lo otro: ellos me querían dar el esquema del mundo, las leyes del misterio; y yo solo quería entregarme a el…
En minuciosas y repetidas tardes yo descubrí el mundo con Biyi-Biyi. O tal vez –ahora lo pienso- simplemente lo inventamos de nuevo. Supe del enigma de los árboles que se sostiene de pie frente a las conjuraciones de los vientos, y del olor inagotable de los jazmines de la primavera, y del sortilegio de las manzanas y las uvas que en verano son iluminadas desde adentro. Vi que el mundo era inmenso e inasible, pero también tierno y cercano. Pude medirlo con mis manos. Más aún, pude sostenerlo en ellas.
Pero un día llegó lo inesperado. Fue después de una amenaza, también inesperada –“este año tendrás que ir a la escuela”-, que irrumpió de golpe en mi mundo de inagotables invenciones, para canjearme la libertad con que Biyi-Biyi y yo construíamos el universo, por un arbitrario guardapolvo blanco y un problemático cuaderno en el que tendría que inventar rayas y palotes.
Esta amenaza fue como premonitoria de la otra, aunque, en cierto modo, aquella ya me había sido anunciada en la alucinación de un diálogo apenas escuchado.
-El muchacho esta cada vez más raro –era mi padre explicándole a mamá y a un empleado.
-Casi no come.
-Yo creo que es peligroso que siga en la “usina”. ¿Saben que lo encontré dormido apoyado sobre el volante del Crossley?
-Un día de estos lo agarra la correa y esta listo…
-Para mí que esta loco.
-Para mí también.
Ese día mi inquietud fraguó terrores y presagios. Al caer la tarde yo le pregunté a Biyi-Biyi que era un hombre loco. Por primera vez creo que no entendí mucho sus palabras. Recuerdo, si, que se extendió en vagas consideraciones sobre el hombre que cansado de que las cosas no fueron como los hombres decían que eran, las inventaba de otro modo, como el quería que fuesen… En el reitero razonamiento que mi mente no alcanzaba, yo, empero, recuperé la calma. Porque pensé que si ser loco era parecerse a Biyi-Biyi, que sabía tantas cosas, y tenían unos ojos que espejaba la vida, y unas manos que parecían inventariar el mundo, yo prefería ser loco, y no como mamá, que era, si, tan buena la pobre, pero que siempre estaba tan ocupada con la casa y la comida y el tejido y las visitas, y siempre con los ojos claros oscuros de impaciencia; o como papá, constantemente hablando de negocios, y de los triste que era vivir, y de lo difícil que se hace seguir adelante…
Porque esas cosas nunca las decía Biyi-Biyi, y nunca tenía apuro, y siempre sus ojos oscuros estaban claros de luces.
En la serenidad insólitamente recuperada esa tarde, sin saberlo, yo me despedí de Biyi-Biyi. Porque esa noche llegó lo inesperado. Desde la cama sentí abrirse la puerta que comunicaba con la “usina”, y que en muy raras ocasiones era utilizada; y después del estruendo de los motores que irrumpió en el silencio de la casa dormida, sentí acercarse a mi padre, y luego lo ví cruzar rápido el vestíbulo, con su cara blanca de susto y manga de la camisa destrozada; y sentí el grito de mi madre: “Dios mío, ¿Qué ha pasado?”, y la respuesta encontrada de papá, con una voz de niño, “lo que temíamos, lo alcanzó una correa. No pudimos hacer nada…” y después volví a ver su figura, con la cara pálida y la camisa deshecha, y la de mamá, con su tapado azul sobre el camisón blanco, cruzando otra vez y desapareciendo en seguida entre el ruido de las máquinas que volvió a escucharse y apagarse. Entonces me levanté yo, despacito, como cumpliendo un rito ineludible, y caminé por el interminable vestíbulo helado, y abrí la puerta que teníamos prohibido abrir, y vi el humo, y la gente, y en el uniforme chillón de varios policías, y la cara gorda de don Ramón, el almacenero de la esquina, y la figura alta y desgarbada de doña Luisa, la modista que vivía al lado; y me introduje en el humo y en las sombras que llenaban el galpón de las máquinas; y empujé y me oculté en las difusas siluetas que se movían como espectros hablando y explicando y lamentándose, hasta llegar donde yo sabía que tenía que llegar. Y entonces lo ví.
Estaba en el suelo, con el traje deshecho y la cabeza ladeada. Desde la oreja bajaba hacia la ropa oscura de petróleo un brillante hilo de sangre. Pero la sangre no me impresionó. Algo distinto estremeció y heló mi propia sangre: Biyi-Biyi estaba tan callado. Sus labios se apretaban inmóviles, sin moverse, sin agitarse. Y sus manos permanecían quietas, abandonadas como una cosa inservible sobre el mosaico sucio de la “usina”.
Supe que allí ya no estaba Biyi-Biyi. Y entonces, me fui, sonámbula, entredormida, por primera vez derrotada. Antes de llegar a la puerta alcancé a oír:
-Bueno, tal vez haya sido mejor. Que podía esperar de la vida al fin de cuentas… Un pobre mudo…
Hoy ya no existen ni mi casa ni la “usina”, ni mi padre, ni mi madre. El pueblo resulta irreconocible bajo sus casas altas y sus calles de asfalto. Por mi parte, hace ya mucho tiempo he aceptado que todo esta irremisiblemente perdido.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, cada vez mi soledad se llena más con el recuerdo de Biyi-Biyi. Tanto, que he llegado a preguntarme si, a medida que envejezco, no lo voy recuperando poco a poco. Más aún: a veces creo tener la certeza de que en realidad yo, simplemente, estoy esperando a Biyi-Biyi: como antes. Y que el llegará otra vez. Al caer la tarde…
Pero llegamos el mismo día. Y el mismo día, también, a los dos nos fue dado un nombre. Nos lo dio mi padre.
Bichito, dijo ante mi cuna sin pensar en la perduración que le cabría al nombre tan ligeramente improvisado que iba a oscilar, desde entonces, entre extrañas gradaciones: y así será bichito de luz –cuando yo me portaba bien- o bicho colorado –cuando las cosas andaban mal-, según el fluctuante código que regía la vida familiar de mi casa.
Con el, supongo, fue distinto. Mi padre le habrá preguntado: “¿Cómo te llamás, che?”; y el habrá seguido allí, alto y negro, con el pelo enmarañado sobre la cabeza grande, y los ojos brillantes, renegridos, iluminando su cara cetrina, sin moverse, sin decir nada al principio para después, ante la insistencia de mi padre que le habrá preguntado de nuevo “y che, cual es tu nombre, contestá”, comenzar a mover las manos primero, los brazos después y junto con las manos y los brazos que girarían, supongo, como las aspas desorbitadas de un molinete, los labios se abrirían y cerrarían, ligeros, jadeantes, multiplicando sus movimientos, acelerando su ritmo, explicando, excusando, pidiendo, solicitando, con palabras que solo llegarían hasta donde estaría mi padre y los obreros que lo acompañaban y hasta el silencio del patio, que a esas horas se estaría poblando de sombras, convertido en el confuso murmullo de un río contenido o en el rumor elegible de un animal acorralado, o en el apretado fragor de mil tormentas.
-Biyi-Biyi-Biyibiyibiyi…
Y entonces mi padre, que tampoco esa mañana habría entendido que era yo con mis ojos cerrados, con mis labios incapaces, con mi vida sin vida, se habrá inclinado nuevamente esta vez ante el misterio de ese muchacho que extremaba su confusión en mitad del patio teñido de gris. Y le habrá dicho: “Esta bien, quedate”; y tal vez habrá vacilado antes de agregar, “Biyi-Biyi…”
Y Biyi-Biyi, con sus grandes ojos negros, habrá dicho que si.
Mi infancia creció entre precarias convicciones y confusos e inagotables horizontes. Y paralelos a esos días, que acogían febrilmente el hechizo de lo desconocido, fueron también los enigmáticos días de Biyi-Biyi. Porque la vida de Biyi-Biyi, salvo para mi, permanecía enlazada al misterio. Nadie sabía de donde había llegado. Tampoco en que lugar recogía el resto de sus horas. Pero todos sabían, eso si, que al caer la tarde, cuando el sol estiraba sus rayos para seguir tocando el pueblo lo verían llegar, alto y desgreñado, con su ropa indefectiblemente sucia –si era limpia por recién regalada o por nueva, el mismo se encargaba, en una suerte de coquetería al revés o de pulcritud inversa, de pasarle un trapo empapado de aceite que la llenaba de arbitrarios bosquejos-; y en seguida de llegar, se lo vería poner en marcha los grandes motores de la “usina”, y luego limpiar los galpones, y después instalarse en un rincón del patio. Desde ese momento su tarea consistiría, simplemente, en controlar las aceiteras de las máquinas y la gran puerta que comunicaba con ellas.
Yo esperaba ese momento para acercarme a Biyi-Biyi. Ahora pienso, que en verdad, recién entonces comenzaba mi día. Porque hasta esos instantes yo no vivía; simplemente esperaba. Cuando lo veía arrastrar la vieja silla de paja y quedarse en un rincón del patio de tierra apisonada que desbordaba a la calle por entre los gruesos barrotes de la verja, desde la vereda donde a esas horas la impaciencia de mi madre y la paciencia de la “muchacha” me refugiaban, yo arrojaba un incontrolable “me voy con Biyi-Biyi” y enfrentaba con lúcida energía los inútiles esfuerzos que hacían para detenerme. Claro que, en verdad, también ella -la muchacha- aguardaba ese momento; en aquella pequeña jauría de chiquillos la ausencia de uno era siempre apetecida como una pequeña liberación. Además, estaba el tácito permiso de “la señora”. Por supuesto que no siempre había sido así. Al principio mamá había protestado.
-¿Querés decirme que haces con Biyi-Biyi? –me había preguntado; o tal vez me dijo simplemente, con el “Biyi”, como le decía cuando estaba enojada o apurada, porque, debo advertirlo, el apuro y el enojo no tenían en ella claros límites- ¿querés decirme porque te gusta más estar con el que jugando con los chicos?
-Porque me cuenta cosas…
La minuciosa incredulidad estampada en la cara de mi madre casi detuvo mis explicaciones. ¿Cómo decirle que Biyi-Biyi me enseñaba la historia de los árboles, y las aventuras de las hormigas, y los enigmas de los pájaros…? Pero tenía que convencerla. Fatigué mi mente buscando la frase oportuna, el razonamiento exacto, el argumento convincente –“Biyi-Biyi me enseña…” “Biyi-Biyi me dice…” “Biyi-Biyi me cuenta…”-, hasta que de pronto llegaron las palabras de mamá para acabar definitivamente con todo invento de explicación.
-Mirá que estás mentirosa…
Esa noche, desde el refugio de mi cama, donde el temor y la pena me tenían desvelada, yo escuché:
-No se que hace con esta chica. Todas las tardes se la pesa conversando con Biyi-Biyi.
-¿Conversando? –la voz de mi padre me llegaba cargada de incredulidad. Y entonces mi madre:
Sí, al menos eso dice ella. Aunque mirá, los he estado observando y, aunque te parezca mentira, lo que hace es conversar. ¿Qué te parece?
Descalza, desde la puerta del umbral donde el desasosiego me había trasladado oí, temblando, la respuesta:
-Déjala… La chica es un poco imaginativa y el Biyi-Biyi un pobre desgraciado. Peor sería que anduviera por la calle…
No quise escuchar más. Pero el hueco de mis sueños estuvo lleno de luces.
Y entonces, ya sin temor, yo me di a descubrir el mundo con Biyi-Biyi. Porque, en definitiva, lo que hacíamos era descubrir el escondido secreto de aquello que nos rodeaba.
-Biyi-Biyi, ¿Qué son las estrellas?
Y la voz de Biyi-Biyi se levantaba para explicar lo inexplicable. Sus renegridos ojos gitanos se dirigían al cielo, y las manos oscuras, delgadas y nerviosas, comenzaban a moverse con ademanes precisos, primero, con ritmo incontrolable después, y un murmullo, suave al comienzo, exaltado luego, me acercaba al misterio de las estrellas en los rayos de luz y en los puntitos de fuego que yo sentía encenderse dentro de mi misma a semejanza de aquellos otros que veíamos multiplicarse sobre nuestras cabezas desde el patio que la noche había ennegrecido.
Y después, cuando la voz de Biyi-Biyi se detenía y el dejaba caer la cabeza agotada, y las manos quedaban como derribadas sobre su pantalón impecablemente sano y prolijamente sucio, yo también permanecía en silencio, atenta al eco de las palabras que me habían sido dichas para que penetrara en los confusos enigmas que me rodeaban. Porque, esto debo advertirlo, Biyi-Biyi no destruía el misterio: me introducía en el.
La chimenea de la usina prolongaba un cordón de humo hasta alcanzar el cielo, y el patio se hacía más hondo en el acentuado silencio de la hora, y desde la calle, más allá de la reja de hierro, nos llegaba el olor de los paraísos y alguna voz intrusa.
-Vení, che, no seas pavota…
-Dale, María Esther, vení a jugar con esto que esta regio…
Pero yo me refugiaba en mi laberinto de palabras y colores, allí donde encontraba excitantes respuestas de mis imprecisos desconciertos, los mismos que en mi casa no hallaban acogida.
-¿Qué es esta rosa, mamita?
-Esta rosa es la flor de ese rosal…
(Pero yo estaba viendo en el fondo de la corola oscura la sonrisa de un ángel…)
-Y el mar, mamá ¿que es?
-Es como un cubo grande, lleno de agua; y en el fondo tiene… (Pero para mi el mar era sin fondo, como un cielo al revés, con olas y olas que se multiplicaban; y tampoco tenía fronteras…)
-¿Y Dios, mamita?
-Dios es el creador de todos, que premia a los buenos y castiga a los malos –y la mano de mi madre me mostraba en una vieja Biblia, llenas de estampas más viejas todavía, un anciano venerable que me miraba insípidamente desde unas precarias nubes de algodón.
(Pero a mi los viejos no me gustaban, y menos los viejos con barba, porque solo conocía uno, que era el mendigo del pueblo, y estaba siempre sucio y borracho, y con mal olor, y además se llamaba “el hombre de la bolsa”. Y Dios era para mí ese misterio que me detenía en el umbral de las noches, palpitante bajo las luces del cielo y el ruido de mi propio corazón).
Si; ahora recuerdo que por eso deje de preguntar a mi madre –por otra parte ella estaba siempre tan ocupada, tan impaciente con sus “¿querés acabar con tus porque, criatura? ¿O crees que lo único que tengo que hacer es contestarte a vos?”-; a mi hermana mayor, tan sabihonda siempre, tan mandándose la parte, y que sin embargo jamás acertó a explicarme las cosas como Biyi-Biyi; y a la misma tía Laura, tan buena la pobre, pero que tampoco sabía mucho. Ahora comprendo como, absuelta de esa suerte de autojustificación, me olvide de todos ellos para refugiarme en mis cosas… (Ahora se también lo otro: ellos me querían dar el esquema del mundo, las leyes del misterio; y yo solo quería entregarme a el…
En minuciosas y repetidas tardes yo descubrí el mundo con Biyi-Biyi. O tal vez –ahora lo pienso- simplemente lo inventamos de nuevo. Supe del enigma de los árboles que se sostiene de pie frente a las conjuraciones de los vientos, y del olor inagotable de los jazmines de la primavera, y del sortilegio de las manzanas y las uvas que en verano son iluminadas desde adentro. Vi que el mundo era inmenso e inasible, pero también tierno y cercano. Pude medirlo con mis manos. Más aún, pude sostenerlo en ellas.
Pero un día llegó lo inesperado. Fue después de una amenaza, también inesperada –“este año tendrás que ir a la escuela”-, que irrumpió de golpe en mi mundo de inagotables invenciones, para canjearme la libertad con que Biyi-Biyi y yo construíamos el universo, por un arbitrario guardapolvo blanco y un problemático cuaderno en el que tendría que inventar rayas y palotes.
Esta amenaza fue como premonitoria de la otra, aunque, en cierto modo, aquella ya me había sido anunciada en la alucinación de un diálogo apenas escuchado.
-El muchacho esta cada vez más raro –era mi padre explicándole a mamá y a un empleado.
-Casi no come.
-Yo creo que es peligroso que siga en la “usina”. ¿Saben que lo encontré dormido apoyado sobre el volante del Crossley?
-Un día de estos lo agarra la correa y esta listo…
-Para mí que esta loco.
-Para mí también.
Ese día mi inquietud fraguó terrores y presagios. Al caer la tarde yo le pregunté a Biyi-Biyi que era un hombre loco. Por primera vez creo que no entendí mucho sus palabras. Recuerdo, si, que se extendió en vagas consideraciones sobre el hombre que cansado de que las cosas no fueron como los hombres decían que eran, las inventaba de otro modo, como el quería que fuesen… En el reitero razonamiento que mi mente no alcanzaba, yo, empero, recuperé la calma. Porque pensé que si ser loco era parecerse a Biyi-Biyi, que sabía tantas cosas, y tenían unos ojos que espejaba la vida, y unas manos que parecían inventariar el mundo, yo prefería ser loco, y no como mamá, que era, si, tan buena la pobre, pero que siempre estaba tan ocupada con la casa y la comida y el tejido y las visitas, y siempre con los ojos claros oscuros de impaciencia; o como papá, constantemente hablando de negocios, y de los triste que era vivir, y de lo difícil que se hace seguir adelante…
Porque esas cosas nunca las decía Biyi-Biyi, y nunca tenía apuro, y siempre sus ojos oscuros estaban claros de luces.
En la serenidad insólitamente recuperada esa tarde, sin saberlo, yo me despedí de Biyi-Biyi. Porque esa noche llegó lo inesperado. Desde la cama sentí abrirse la puerta que comunicaba con la “usina”, y que en muy raras ocasiones era utilizada; y después del estruendo de los motores que irrumpió en el silencio de la casa dormida, sentí acercarse a mi padre, y luego lo ví cruzar rápido el vestíbulo, con su cara blanca de susto y manga de la camisa destrozada; y sentí el grito de mi madre: “Dios mío, ¿Qué ha pasado?”, y la respuesta encontrada de papá, con una voz de niño, “lo que temíamos, lo alcanzó una correa. No pudimos hacer nada…” y después volví a ver su figura, con la cara pálida y la camisa deshecha, y la de mamá, con su tapado azul sobre el camisón blanco, cruzando otra vez y desapareciendo en seguida entre el ruido de las máquinas que volvió a escucharse y apagarse. Entonces me levanté yo, despacito, como cumpliendo un rito ineludible, y caminé por el interminable vestíbulo helado, y abrí la puerta que teníamos prohibido abrir, y vi el humo, y la gente, y en el uniforme chillón de varios policías, y la cara gorda de don Ramón, el almacenero de la esquina, y la figura alta y desgarbada de doña Luisa, la modista que vivía al lado; y me introduje en el humo y en las sombras que llenaban el galpón de las máquinas; y empujé y me oculté en las difusas siluetas que se movían como espectros hablando y explicando y lamentándose, hasta llegar donde yo sabía que tenía que llegar. Y entonces lo ví.
Estaba en el suelo, con el traje deshecho y la cabeza ladeada. Desde la oreja bajaba hacia la ropa oscura de petróleo un brillante hilo de sangre. Pero la sangre no me impresionó. Algo distinto estremeció y heló mi propia sangre: Biyi-Biyi estaba tan callado. Sus labios se apretaban inmóviles, sin moverse, sin agitarse. Y sus manos permanecían quietas, abandonadas como una cosa inservible sobre el mosaico sucio de la “usina”.
Supe que allí ya no estaba Biyi-Biyi. Y entonces, me fui, sonámbula, entredormida, por primera vez derrotada. Antes de llegar a la puerta alcancé a oír:
-Bueno, tal vez haya sido mejor. Que podía esperar de la vida al fin de cuentas… Un pobre mudo…
Hoy ya no existen ni mi casa ni la “usina”, ni mi padre, ni mi madre. El pueblo resulta irreconocible bajo sus casas altas y sus calles de asfalto. Por mi parte, hace ya mucho tiempo he aceptado que todo esta irremisiblemente perdido.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, cada vez mi soledad se llena más con el recuerdo de Biyi-Biyi. Tanto, que he llegado a preguntarme si, a medida que envejezco, no lo voy recuperando poco a poco. Más aún: a veces creo tener la certeza de que en realidad yo, simplemente, estoy esperando a Biyi-Biyi: como antes. Y que el llegará otra vez. Al caer la tarde…