ESPEJOS Y DAGUERROTIPOS

 

 

Un fugitivo apellidado López fue el primero que llegó a esta región. Por lo menos, de él se guarda memoria. Según parece, integraba las montoneras de Bartolo Zapata, respetable hacendado de la campaña que se levantó al frente de gauchos lugareños, precisamente para desbaratar por estos pagos la contrarrevolución desatada por los realistas del Cabildo, desafectos a lo que sucedía en Buenos Aires. Estos ni en sueñs, por cierto, querían romper el establishment.
Lindas fueron las acciones de Zapata y parece que López, el fugitivo del que les hablo, anduvo en esos encontronazos metido de miliciano a la fuerza. La tozudez de tos cabildantes gualeyos, obedientes al Consejo de Regencia y no a la Primera Junta, llevaba agua para el propio molino. Y provocó la reacción. Entre otras cosas, según cuentan papeles arrinconados en archivos, los hombres de Zapata asaltaron la estancia del alcalde de Gualeguaychú, don Francisco Petisco, empedernido realista.
El López, según dicen, era peón de la estancia de don Pablo Eseyza. Hasta allí llegó un tal "Rubio Chileno", acusado, precisamente, de haber atracado al alcalde y, persiguiéndolo, llegó también José Artigas, por ese tiempo todavía del lado realista. Quién sabe qué pasó. Esto no lo dicen las crónicas. Pero es de suponer: el López del que les cuento se unió al Rubio Chileno v del bracete se acercaron a don Zapata. Zapata va estaba bien pertrechado: Martín Rodríguez acababa de ofrecerle una partida de veinticinco húsares; el asalto al alcalde no había sido puro acto de bandolerismo, sino acción de guerra y el Rubio Chileno le habría dicho a López, como dicen las crónicas le dijo a otros: que no se asustaran si habían debido robar al patrón, que lo hacían por orden del general de la Junta de Buenos Aires, y que de igual modo obrarían en todas las estancias sujetas al gobierno de Montevideo. Sin duda el hombre lo convenció al López, porque se metió en la cosa y juntos fueron apoderándose de caballos, trabucos, pólvora, alimentos y cuantos pertrechos se les hacían necesarios para las jornadas futuras, capaces de asustar al más pintado. De los veinticinco primitivos húsares. Zapata se remontó a cincuenta y dos, y con ellos muy capaz "de arrastrar los mayores peligros", como dijo en un parte dirigido a la Junta desde Gualeguay, allá por 1811. Linda y valiente fue esa gesta de milicianos rudos. Bien a pecho tomaron los muchos atropellos realistas. Según parece, éstos ni en la villa ni en sus inmediaciones permitían un solo criollo, y "si divisaban alguno, aunque fuera de lejos, buscaban igual proporción que la que se busca a un pato para asegurarle el tiro". Textual. Pero, es de señalarse: aunque la sangre les hervía a los criollos por las muchas ganas de vengarse, se mantuvieron a raya. Ni incendios, ni tropelías, ni robos, cometieron el apoderarse de la villa y severas fueron las órdenes de "no mancharse ni en un maravedí". Una cosa quedó clara, eso sí: los criollos gualeyos no sólo sabían reventar caballos sino también traidores y godos. (...)
 
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María Esther de Miguel describe así su novela: "Usualmente, las relaciones que enfrentan el presente con el pasado, son conflictivas. El hombre sensitivo suele empeñarse en la búsqueda vital de sus propias raíces a fin de superar inseguridades y desamparo y, desbrozada la maraña original, recobrar el mundo propio quizá a partir del caos para asumir, aun peligrosamente, su destino. Así, la protagonista de esta historia. Felicita Andrade, vuelta a la casa natal, reivindica el reino originario de su infancia. El lugar, agreste y cerril aún, es semillero de historias domésticas, míticas o heroicas. La alegre bandada de amigos, más bien snobs, que irrumpen en su retiro, conforma algo así como el coro que canta las loas al tiempo que prosigue, mientras en ella, habitante empecinada del ayer, gravitan oscuras fuerzas, enigmas ancestrales. Así, en contrapunto armonioso, humorístico o dramático, la novela avanza en fecundo entroncamiento del hoy y el ayer, la realidad y la ficción, el pasado y el presente para, en armoniosa alianza, armar la unidad de la que en definitiva sale vencedora la Vida; es decir, el amor."