LLEGADA DE INMIGRANTES

 

          En aquella mañana se hallaban en la estación Domínguez unas doscientas personas. Debían llegar por el tren de las diez los inmigrantes para establecerse en un punto no lejano de San Gregorio, cerca del bosque, donde según las leyendas del pago, se albergaban cuatreros y tigres.
          La primavera estallaba; las margaritas cuajaban el verde jubiloso de la pradera.
          El almacén estaba lleno y el gentío rumoreaba esperando a los que llegaban de Rusia, entre los cuales figuraba un rabino de Odessa, anciano y  talmudista de la Ieschuva de Vilna, quien, a juzgar por nuestras noticias, estuvo en París, donde lo recibió cortésmente el barón Hirsch, el "padre de la colonia".
          En la estación, el jefe y el sargento, venido de Villaguay para asistir a la llegada, conversaban, mientras varios peones jugaban a la taba, rodeados de curiosos.
          El matarife de nuestra colonia discutía con el de Rosch Pina, ansioso de confundirlo, en presencia de tanta gente, con su inagotable sabiduría. Se hablaba del rabino a quien se esperaba y el matarife de Rosch Pina informaba sobre su persona. Lo había conocido en Vilna, donde estudiaron juntos los libros sagrados. Era un hombre bueno y conocía el Talmud casi de memoria. Y fue quien formó parte de la expedición a Palestina para comprar tierras, antes de llevar a cabo su proyecto el barón Hirsch,
          -Nunca- dijo- ejerció de rabino. Al concluir los estudios se dedicó al comercio en Odessa y escribía en el Azphira, periódico escrito en hebreo antiguo -agregó, dirigiéndose a varios colonos que escuchaban.
          Debatióse después un punto complicado sobre leyes domés­ticas, y el matarife de Rajil citó un pensamiento del Romboam1, el divino, sobre el sacrificio de las reses.
          La espera de aquella multitud evocaba en cada uno recuer­dos borrosos. Cada uno veía la mañana en que abandonó el fosco imperio del zar y revivía la llegada a la tierra prometida, a la Jerusalén anunciada en las prédicas de la sinagoga, y en hojas sueltas se proclamaba, en versos rusos, la excelencia del suelo:

 A Palestina y Argentina 
 iremos a sembrar,
 iremos, amigos y hermanos 
 a ser libres y a vivir...

-Don Abraham -dijo el sargento-, allí viene el tren.
          Levantóse un rumor de ansiedad. Allá, tras la lomada, un hilo de humo ondulaba en el aire diáfano.
          De los vagones descendían los inmigrantes, roídos por la miseria e iluminados los ojos de esperanza. El último en apare­cer fue el rabino. Era un viejo de rostro jovial, ancho y alto, de barba blanca y espesa. La rodearon los colonos y empezaron a agobiarlo con saludos y bienvenidas.
          Ya se hallaba a su lado el matarife de Rajil, don Abraham; los viajeros lamentables desfilaban, con sus bultos y sus criaturas, extasiados en el azul profundo de la mañana.
          Llegaron al almacén y don Abraham, desde el tronco de un árbol cortado, los saludó sonoramente con citas hebraicas. El rabino contestó comenzando con un versículo de Isaías y dio noticias desoladoras de Rusia.
-Aquí -dijo- trabajaremos nuestra tierra, cuidaremos nues­tro ganado y comeremos nuestro pan.
          Henchido de entusiasmo, imponente y profético, al viento la barba como una bandera, saltó del tronco y abrazó al sargento besándolo en la boca. Y la densa caravana se puso en marcha en el esplendor ardiente del día.


De esta manera se designa a Maimónides, siendo Romboam una contrac­ción de Rabenu Moisés ben Maimón, como efectivamente se llamaba.